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¿Por qué amenazan a monseñor Darío Monsalve?



Esta columna me duele. Es la última del año. No debería estar escribiendo sobre hechos tristes. Debería contar alguna historia alegre, un libro, un autor, que en 2016 me hubiese dado un rato de felicidad, digamos De animales a dioses, ese relato fabuloso de la historia de la humanidad, de Yuval Noah Harari. Pero debo escribir sobre las amenazas a la vida de un gran ser humano, de un amigo, de un pastor que está jugando un papel enorme en la reconciliación del país.

Tuve la fortuna de conocerlo cuando hacía el seminario y se iba los fines de semana a compartir las angustias con los mineros y los campesinos de Angelópolis, un pueblo a dos horas de Medellín. Íbamos juntos a las minas para oír a niños que forjaban sus primeros músculos arañando socavones de una tierra ingrata y a hombres que perdían el brillo de sus ojos en la aviesa oscuridad de los carbones profundos. Íbamos a encontrarnos con campesinos que saltaban sobre su timidez ancestral para decirnos cosas de su vida, para contarnos los azarosos pleitos con sus patronos, o para hablarnos de los sueños de sus hijos.

Mi espíritu se fue macerando en el agua ardiente de esos infortunios y fue tomando el sabor de una ilusión radical, de una vindicación armada, en cambio, Darío mantuvo la calma, se apegó aún más a su Iglesia, se ordenó sacerdote y se dedicó con todo el corazón a una opción tranquila por los pobres.

Hizo sus primeros años en el campo, en los predios que lo vieron nacer, en la zona cafetera tan religiosa y pacata, de campesinos minifundistas con algunos ricos hacendados que aún añoraban los tiempos de siervos y poramberos, explotados y humillados, siempre al lado de los humildes. Llegó a Medellín como obispo auxiliar para explorar soluciones para los jóvenes que empezaban a perder su vida y sus ilusiones en las ardorosas fauces del narcotráfico.

No pude seguir sus huellas, pero nunca estuve lejos de su vida, indagué año tras año a qué lugar iba y qué hacía y me alegraba de su firme apostolado social, de sus inapelables convicciones, de su entrega a las causas del pueblo. Lo volví a ver años después de mi regreso de la guerrilla y entendí que en su moderación había comprendido mejor que yo a este país sembrado de odios y venganzas.

Cali no ha sido su cruz, Cali ha sido su realización, el punto donde se anudan sus ilusiones, una ciudad negra, la más negra de las grandes ciudades colombianas, también blanca, de elites egoístas que miran de soslayo esos barrios trepidantes de Siloé y Aguablanca, que desdeñan ese conflicto armado que sacude cada rincón del Pacífico y se anuncia al mundo a través de Buenaventura y de un mar opaco como ese vientre misterioso de las selvas del Chocó.

Fue allí como arzobispo, me dijo un día, para alentar la participación de miles de jóvenes en la vida política y social del país y para buscar un diálogo eficaz entre ese mundo ignorado, ese mundo amenazado, avasallado, golpeado, por la ignominia de la guerra y la discriminación y los encumbrados grupos empresariales del Valle del Cauca, tan cultivados intelectualmente, tan modernos en su vida personal, pero tan ciegos en el trato a sus trabajadores y a los desvalidos.

No tiene nada de extremista, nada de radical, solo posiciones firmes frente a la mentira y la injusticia, solo compromisos con la verdad y con el anhelo de paz. Por eso un día fue capaz de decir que a Alfonso Cano no lo habían matado en un combate limpio, que su muerte había ocurrido en condiciones de indefensión. Después, esquivando el escepticismo sobre la paz del ELN, le dijo al país que estaba dispuesto a ayudar a traer a este grupo –que en algo escucha sus consejos– a la vida civil. Recientemente, a contrapelo de las orientaciones de la Conferencia Episcopal, alzó su voz para llamar a votar Sí en el plebiscito para refrendar los acuerdos de paz.

Ahí está el origen de las amenazas de muerte que le llegaron recientemente a la casa de su obispo auxiliar. La derecha atrabiliaria no le perdona la cruzada de reconciliación. No quiere que siga en Cali. Quieren obligar al papa a que lo traslade a otro lugar, o, quizás, piensan que, si esto no pasa, algún plan atroz se les ocurrirá para sacarlo del medio. Así lo dice Darío sin espantarse, sin perder la sonrisa de siempre.

Me aterran esas cosas y siento un vacío en el estómago y pienso que eso no tendrá cabida en la Colombia de la transición. Que el país necesita a este obispo mesurado, conciliador, par indiscutible de Francisco, un papa al que escuchan poco en estas tierras de graves antagonismos.

A mis lectores les debo entonces una columna sobre Harari, del que leí en alguna biografía que es de origen judío, vegano y gay y desde esa condición hace hipótesis atrevidas y creíbles sobre las religiones, los atavismos alimentarios, la homosexualidad, el dinero, los imperios, la revolución cognitiva, la agraria, la científica, el vasto pasado y el incierto futuro de la humanidad, todo en dos libros, en 1.000 divertidas páginas.

Columna de opinión publicada en Revista Semana


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