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¿Se necesita un diálogo territorial minero-energético?




Luego de un conflicto armado de baja intensidad que se prolongó por más de cincuenta años, quizás el mayor reto que tiene la sociedad colombiana es la reconstrucción de una nación fragmentada política, social y económicamente. En lo político, la agenda de construcción local del Estado y la reconciliación son los ejes del debate. En lo económico y social, el desarrollo con enfoque territorial y la apertura democrática marcan el avance de la discusión. Sobre esto último, es importante traer a colación tres ideas fuerza con las cuales la Misión para la Transformación del Campo (liderada por José Antonio Ocampo), adelantó uno de los estudios más completos sobre la ruralidad colombiana: i) se debe fomentar un enfoque territorial participativo en el cual se reconozca a los habitantes rurales como gestores y actores de su propio desarrollo; ii) la concepción del desarrollo como un proceso integral que implica inclusión tanto social, como productiva; iii) se debe promover un desarrollo rural competitivo y sostenible.

La coyuntura de implementación de los acuerdos entre el Gobierno y las Farc-EP y los diálogos con el ELN, han puesto en el centro del debate los alcances de la denominada Paz Territorial. Hoy, cuando las zonas más afectadas por el conflicto se preparan para asumir la elaboración e implementación de los PDET, así como la agenda de participación que atraviesa el proceso con el ELN, la discusión sobre el llamado «modelo de desarrollo» cobra inusitada vigencia y relevancia. Uno de los asuntos en dónde se ha centrado este debate, entre la nación y el territorio, es justamente en las actividades minero energéticas. Evidencia de esto es la alta conflictividad social del sector y la utilización de la consulta popular como mecanismo para cuestionar la manera de decidir y desarrollar los proyectos y operaciones de estas industrias a lo largo de la geografía nacional.

Ahora bien, la discusión alrededor del aprovechamiento de los recursos naturales –en particular de los recursos minerales, hídricos y fósiles– se encuentra en un punto de inflexión marcado por una fuerte polarización, un incipiente debate técnico, y posturas maximalistas de todos los actores del sector. Las miradas críticas se hacen desde el conocimiento fragmentario y no desde la interdisciplinariedad, necesaria para entender realidades complejas como la de la industria minero energética. Estas deficiencias en la discusión han llevado a que el diálogo y la concertación se dejen en un segundo plano, y se adopte una estrategia de veto desde los territorios, a través de las consultas populares

En la Minería en el Posconflicto. Un asunto de quilates (2017), Fundación Paz & Reconciliación documenta y analiza 176 conflictos relacionados con las industrias minero energéticas.

Albert O. Hirschman –el gran economista del desarrollo y un académico interdisciplinar– señalaba que un verdadero debate democrático implica “mantener cierto grado de apertura o provisionalidad en sus opiniones y estar dispuestos a modificar sus convicciones como resultado de los argumentos de sus contrapartes o de la nueva información que pueda surgir de los debates públicos”, pues en caso contrario lo que hay es una superposición de dogmatismos que se excluyen mutuamente, como lo plantea Alejandro Gaviria. Es eso justamente es lo que ha venido sucediendo en el debate sobre la industria minero energética en Colombia. Desde el gobierno, las comunidades y las empresas se han generado narrativas excluyentes que no permiten generar consensos. En cierta medida, una discusión que pasa por lo técnico y lo ideológico, se ha centrado únicamente en lo segundo.

En esta coyuntura, la industria afronta una crisis de legitimidad que limita las posibilidades de operar con licencia social y que solo se resolverá en la medida en que empresas, comunidades y Estado entiendan el valor de dialogar para concertar intereses y construir visiones compartidas del territorio. A continuación, se enlistan algunas de las razones por las cuales creemos que es fundamental avanzar en el diálogo territorial sobre el sector.

  1. Existe una brecha de participación en lo relacionado con el ordenamiento del territorio y la planeación del desarrollo. Desde el punto de vista de las comunidades e incluso de los gobiernos locales, la decisión de asignar un título minero, un bloque petrolero o la construcción de una represa, se toma desde el gobierno nacional. El marco de participación de las comunidades (además de tardío) se circunscribe –en lo legal– a las audiencias públicas ambientales, espacios que tienen como objetivo la socialización de información, pero no el debate o la concertación. Si algo muestra el boom de consultas populares es que hay una gran demanda de participación efectiva que no ha sido satisfecha.

  2. El sector minero energético es fundamental desde una perspectiva macroeconómica y de política social. De acuerdo con la información oficial, el sector de minería e hidrocarburos aporta ingresos a la nación por cerca de 13 billones de pesos al año, financiando cerca de la tercera parte de los recursos de inversión del presupuesto general de la nación y generando ingresos para cerca de 1.5 millones de familias colombianas, un ingreso promedio de cuatro salarios mínimos. Con los impuestos y regalías que genera la industria se han financiado programas como Familias en Acción, las viviendas gratuitas a familias vulnerables, e incluso proyectos de infraestructura vitales para el país como las 4G. Este es un argumento fundamental para entender por qué la decisión alrededor del aprovechamiento de los recursos naturales no es una decisión exclusiva de los territorios o del gobierno nacional, es una decisión que compete a los dos y por ello la corte ha indicado que es necesario partir de los principios de coordinación, concurrencia y subsidiariedad.

  3. Gran parte de la conflictividad en el sector está relacionada con el actual modelo de gobernanza de los recursos naturales, es decir, el conjunto institucionalidad-normatividad-políticas públicas que orientan el aprovechamiento de la riqueza geológica del país y que cuenta con múltiples falencias. Este no es un tema menor, pues los arreglos institucionales y los acuerdos sociales basados en el diálogo y la concertación son dos elementos habilitantes para que el sector minero energético pueda contribuir efectivamente al desarrollo territorial, en especial en la ruralidad del país. Esto para decir que el diálogo territorial debe servir para poner en evidencia dichas falencias y encontrar propuestas viables que permitan repensar y ajustar la institucionalidad y la normativa que regulan las actividades de la industria. Las reformas del sector deben contar con un marco participativo amplio de modo que puedan realizarse de manera legitimada, solventando las preocupaciones territoriales.


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