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Al buscar el bienestar de los niños, las mujeres encontraron su camino

Extracto del libro Ustedes están locas, liderazgos que construyen paz en la comuna 18 de Cali, que cuenta la historia de los comedores comunitarios y los espacios protectores para la niñez de cuatro sectores de la comuna 18 de Cali –Alto Nápoles, El Árbol, La Cruz y La Arboleda-, por medio de testimonios de lideresas que estuvieron presentes desde el momento de su creación. Sus historias de vida ponen en evidencia que la intervención social de empresas y entidades públicas puede cambiar vidas y construir paz. El lanzamiento del libro se realizará el 10 de abril en Santiago de Cali.

Por: Sara Catalina Guío Q. y Óscar Iván Pérez H, Investigadores de la Línea Conflictos asociados al desarrollo-Pares



Los refrigerios que ofrecían a los niños y las niñas que asistían a talleres de derechos, salud e higiene no eran suficientes: muchos llegaban sin desayunar o desnutridos. Bajo la sugerencia de las lideresas, diferentes instituciones decidieron hacer más y pasaron de dar refrigerios a ofrecer almuerzos.

Las voluntarias comenzaron cocinando en sus casas, con la ayuda de sus familias y vecinas, y luego gestionaron recursos suficientes para obtener una sede propia. Así surgieron los comedores comunitarios de los sectores El Árbol, La Arboleda y La Cruz. Alto Nápoles continúa funcionando en espacios arrendados o prestados.

Aunque iniciaron ofreciendo alimentos, las lideresas terminaron formando, protegiendo y dando amor a los niños. Así fue como los comedores comunitarios se transformaron en espacios protectores para la niñez.

Todo comenzó para ayudarlos a ellos, a los niños y las niñas de sus sectores, pero alcanzó para transformarlas a ellas: mujeres, voluntarias, madres putativas, líderes sociales y constructoras de paz.

Al buscar el bienestar de los niños, las mujeres encontraron su camino.




Tan lejos que ni el agua llega

A medida que avanzamos hacia lo alto de la comuna 18, el flujo de taxis y buses del servicio público tradicional disminuye y en su reemplazo aparecen yips viejos y motos con conductores y pasajeros sin casco. Hay subidas tan empinadas que algunos carros se meten por calles alternas para tomar impulso, muchas de ellas sin pavimentar. “¡Hágale! ¡Hágale!”, grita la gente desde sus casas y tiendas para indicarle al conductor atrapado que puede acelerar, que no vienen vehículos en el sentido contrario, que tiene vía libre.




En las curvas angostas y cerradas, nos agarramos con firmeza de los tubos de la parrilla para no caernos del yip del que vamos colgados en la parte trasera. Los caleños han adaptado los vehículos tradicionales de carga para el transporte urbano de pasajeros. En su interior, a izquierda y derecha, cuelgan sillas forradas en cuero negro capaces de albergar a cinco o seis personas bien apretadas. Sus luces delanteras son redondas y grandes, abiertas como un par de ojos que nunca descansan, y su trompa estirada termina con un bómper de acero. Las alas laterales de la carpa se enrollan hacia afuera para refrescar el viaje de los pasajeros.




Foto de la portada del Libro «Ustedes están locas»


Después de cuarenta minutos de subida nos empezamos a preguntar cuánto falta para llegar a La Cruz. Las casas ya no abundan en cemento o ladrillo, sino en esterilla y madera, cuyos techos formados con tejas de zinc son sostenidos por guaduas que salen de la fachada. La mayoría de estos sectores fueron habitados de la noche a la mañana, por medio de invasiones que habían sido anticipadas los días previos con incendios forestales.

La comuna 18 tiene veinte barrios con aproximadamente sesenta mil habitantes, muchos de ellos desplazados por la violencia del conflicto armado y provenientes del Cauca, Nariño y el Eje Cafetero. Otros tantos son desplazados por la violencia urbana de otras comunas de Cali. A causa de la mezcla de diferentes culturas y grupos sociales —indígenas, afrodescendientes, mestizos, etc.— no acostumbrados a convivir en un mismo territorio, en la comuna se presentan problemas de discriminación, intolerancia y racismo. En sus calles se ven niños jugando, debido a la carencia de espacios públicos y planificación urbana, lo cual los deja expuestos a dinámicas de criminalidad y abuso.

Gran parte de los habitantes de la comuna 18 viven en condiciones de pobreza y sus viviendas y negocios carecen de servicios públicos básicos, como energía eléctrica, acueducto y alcantarillado.

Pegados de La Esperanza es un video filmado por Pastoral Social en La Cruz, para evidenciar la falta de suministro continuo de agua. La tubería que fue instalada por integrantes de la misma comunidad está pegada del sistema de La Esperanza, un sector ubicado más arriba de La Cruz. En las noches, los habitantes de La Esperanza cierran el flujo y el agua se represa, lo que da lugar al surgimiento de la figura del fontanero, un señor que recorre la comunidad abriendo y cerrando las llaves para que el agua llegue a todas las casas.

A pesar de haberse conformado el Comité del Agua para redignificar este derecho, La Cruz cuenta con agua potable únicamente día de por medio y en época que no es de verano. La misma situación es vivida en otros sectores de la comuna.

El yip se estaciona por fin en el paradero que ha sido improvisado en la entrada del sector de La Cruz, justo al frente de la edificación en donde operan la Junta de Acción Comunal, en el primer piso, y el comedor comunitario, en el segundo. Al bajarnos pagamos dos mil pesos cada uno, lo mismo que hubiera costado el pasaje en un bus del MIO, si pasara por aquí. En la cancha junto al comedor comunitario, niños juegan un partido de fútbol, aprovechando que todavía es temprano y el sol no está en lo más alto.




En épocas de invierno la escasez de agua se transforma en ríos de lodo y agua que barren con las edificaciones más precarias, sobre todo las de esterilla y las que están en lo más alto.

En la comuna 18, sea invierno o verano, nunca se duerme tranquilo.




“Coman ensaladita para que el cabello se les vea como a Rapunzel”

Los niños empiezan a llegar con cocas y vasos de plástico en sus manos. Las mujeres que están en la cocina piden que hagan fila. “Uno por uno”, les dicen. “Para todos hay”. El almuerzo es arroz blanco, tajadas de plátano, fríjoles rojos, carne de res y ensalada de remolacha. De tomar sirven limonada de panela, con cubos de hielo para mermar el calor del mediodía.

El comedor de La Cruz abre sus puertas de lunes a viernes, de doce del día a dos de la tarde. Lo atienden dos grupos de tres voluntarias, cuyos turnos de día de por medio inician a las siete u ocho de la mañana, dependiendo del tiempo que tome preparar el plato que la minuta de Pastoral Social establece para la jornada. No es lo mismo cocinar fríjoles que hacer un sancocho, y menos cuando se atiende a más de cien personas.

Los niños se sientan en mesas de plástico de cuatro puestos, según van llegando. Hay sillas infantiles para los más chiquitos y de tamaño tradicional para el resto. Almuerzan con los platos que han traído de sus casas, siguiendo una regla que se impuso para bajar el consumo de agua del comedor y reducir el trabajo en la cocina.

Las voluntarias nos llevan otro vaso de limonada a la mesa en donde estamos almorzando.

—Cata, ¿le retiro el plato? —pregunta Yorleni Beltrán, lideresa del sector.

Catalina lleva un buen rato dándole vueltas a la ensalada, que ha quedado sola en el plato. Óscar ya terminó. Doña Carmen Ordóñez y Martha Mera, las dos cofundadoras del comedor, no han almorzado todavía, esperando a comprobar primero que el almuerzo ha alcanzado para todos.

—Mirá que así eran los niños —dice doña Carmen—. No comían ensalada, todita la botaban. ¿Cierto?

—Ajá —responde Martha—. Eso nosotros íbamos a recoger y debajo de las mesas estaba cantidad de ensalada.

Cuando el comedor empezó a funcionar en la casa de doña Carmen, cerca de nueve años atrás, los menores estaban acostumbrados a almorzar sopa y arroz con huevo, así que por lo general no comían carne ni ensalada.




—Los niños ahora ninguno deja ensalada, todos comen —dice doña Carmen.

—Nosotros fuimos concientizándolos. Les decíamos que las ensaladas eran buenas, que se ponían bonitos, que el cabello les crecía —agrega Martha—. Yola [Yorleni] por lo menos les decía: “Coman ensaladita para que el cabello se les vea como a Rapunzel”.

—¿Si ve Cata? Hágale a la ensaladita, ¡hágale! —dice Yorleni.

Hoy, la olla comunitaria que empezó en un planchón al lado de la iglesia y que luego pasó a la casa de doña Carmen se ha convertido en un comedor que cuenta con espacio propio, el cual fue construido con el apoyo de Reckitt Benckiser y la Fundación Construir País.

En las paredes blancas del comedor cuelgan juegos para educcar y carteleras hechas por los niños que asisten a los talleres de Save the Children. Entre otros, resalta la “Escalera de la Higiene”, una especie de tapete interactivo que los niños usan para aprender buenas prácticas de higiene, con un juego similar a la escalera. En otra cartelera se puede leer: “Debemos dar gracias a Dios todos los días: Señor, te damos gracias por los alimentos que nos das, permite que sea de nuestro agrado y nos ayude a crecer sanos y fuertes”.

Aunque está pensado para alimentar principalmente a menores de edad, el comedor también presta sus servicios a adultos mayores, habitantes de calle y mujeres en embarazo. A decir verdad, el comedor atiende a quien realmente lo necesite.

A los niños se les pide una donación de quinientos pesos, y a los adultos, de mil. Yorleni anota en un cuaderno los nombres de quienes hacen la donación y mete en una alcancía de marrano las monedas que recibe. No son muchas: “Mi mamá no tiene” o “Mi papá manda a decir que mañana” son las frases que más se escuchan. Traiga o no traiga, a nadie se le niega el almuerzo. Menos si es un niño.

—¿Cómo los dejamos sin almuerzo? —se pregunta doña Carmen—. Unos sí es real que no tienen ni pa’l almuerzo, otros es por lo fácil, porque hay padres que prefieren comprar un cigarrillo que dar los quinientos o dicen que no tienen plata y andan po’ahí borrachos.

El dinero recolectado con las donaciones se utiliza para comprar el refuerzo de los almuerzos –tomate, cebolla, salsa, sal, azúcar, etc.–, adquirir los implementos de aseo y pagar los servicios del espacio, incluidas las pipetas de gas, que son el gran dolor de cabeza de las voluntarias. La pipeta más pequeña cuesta cincuenta mil pesos y alcanza para cocinar durante una semana; la más grande cuesta ciento cincuenta mil y alcanza para tres semanas. “Vea, yo he tocado puertas, yo tengo gente y le digo que me apadrinen pa’ ese gas”, dice doña Carmen. Ella ha buscado un padrino que mensualmente le diga: “Ahí tiene pa’l gas”, pero nadie dice que sí.




Por su trabajo, las cocineras reciben almuerzos para ellas y sus familias. Las donaciones no alcanzan para darles un reconocimiento monetario. De hecho, ellas algunas veces tienen que poner plata de su propio bolsillo para suplir las necesidades del comedor.

—Nosotras todos los días barremos, trapeamos, hacemos aseo, cocinamos, todo —dice Martha Narváez, voluntaria de El Árbol—. Y de las moneditas que dan los niños, si uno saca seis mil o nueve mil pesos es mucho, y de ahí nos toca comprar todo. Y es que uno mira el cuaderno de registro, y eso dice: “Debe, debe, debe, debe, debe…”. Entonces nos toca quedar endeudadas en la tienda para comprar cebolla, tomates, salsas, y cositas que hacen falta.

Todos y todas por la vida de los niños y las niñas: la alianza público privada que permitió la realización de un sueño




Foto: Gabriel Rojas, Deisy y su nieta en la comuna 18 de Cali, Colombia


La articulación de tres instituciones —Save the Children, Fundación Construir País y Reckitt Benckiser (RB)— permitió el desarrollo del proyecto Todos y todas por la vida de los niños y las niñas, que en años recientes ha sido fortalecido con recursos públicos a través de Alimentando Sonrisas, un programa de la Alcaldía de Cali, cuyo operador es Pastoral Social.

La génesis del proyecto se encuentra en un programa de asistencia alimentaria con diferentes iglesias como gestoras para organizar a mujeres que a comienzos de la década del 2000 ejercían la iniciativa de Ollas Comunitarias. Las Ollas fueron planteadas como una estrategia de desarrollo que buscaba la dignificación humana por medio de la restitución de los derechos a la alimentación y a la vida, y que propendían por la organización de las comunidades para la autogestión de su desarrollo integral .

Save the Children y Fundación Construir País, operadores del programa de responsabilidad social de RB, enfocaron su intervención social en cinco temas prioritarios: educación, protección, participación, reducción de la pobreza y salud. En la comuna 18, las enfermedades que más afectaban a la niñez, como las infecciones repetitivas, estaban agudizadas por la malnutrición, las precarias situaciones de salubridad y la falta de conocimiento sobre prácticas saludables e higiénicas. Por esta razón, en el 2009 Save empezó a dar capacitaciones en temas relacionados con higiene y salubridad, salud y protección de la niñez, y a realizar acciones puntuales como la entrega de filtros de agua para contrarrestar las problemáticas de diarrea y mortalidad de los niños.

Al dictar las capacitaciones y los talleres, Save se percató de una realidad generalizada: muchos niños llegaban a las actividades sin haber desayunado o en condiciones de malnutrición. A raíz de esto, algunas lideresas de la comuna propusieron cambiar los refrigerios que daban en los talleres de Save por almuerzos —o refrigerios “reforzados”—, y entre Pastoral y RB se distribuyeron la responsabilidad de proveer los mercados, de tal forma que se lograra la entrega de proteínas, granos, cereales y vegetales.




Para financiar estas actividades, RB se ideó un sistema en el cual se captan recursos por medio de diferentes fuentes. Por un lado, la empresa pone dinero y dona productos de salud e higie- ne para ventas de garaje, y por otro lado, los empleados ayudan con donaciones en dinero y entrega de material reciclable para la venta. Con estos recursos se arma una bolsa que va a parar a la comuna 18.



Hacia el final de la década del 2000, Pastoral Social se encontraba realizando intervenciones sociales en la comuna 18, con el fin de fortalecer un programa de mitigación y prevención de riesgo y mejoramiento de vivienda. Al ver la convergencia en sus iniciativas, Save y Pastoral se articularon para potenciar el traba- jo realizado en los cuatro comedores comunitarios de los sectores que estaban interviniendo: La Cruz, El Árbol, La Arboleda y Alto Nápoles.




En el 2009, en La Cruz se inició un proceso de mejoramiento de vivienda para poder poner en funcionamiento el comedor en la casa de doña Carmen. “Le pusimos una plancha al fondo de la casa para que tuviera la cocina y el comedor, porque doña Carmen inició el comedor en su casa, y ella quería poner la plancha para mejorar la cocina”, cuenta Rafael Aguado, de Pastoral Social. El comedor operó en la casa de doña Carmen hasta que fue inaugurado su espacio propio en el 2012, una construcción que fue apoyada por RB y sus operadores.

Las entidades llegaron a El Árbol entre el 2009 y el 2010. En ese entonces el espacio estaba construido en lata y esterilla sobre un barranco por el que los niños corrían el riesgo de caerse. Por ello, entre Pastoral, Save y RB se gestionó la construcción de un muro de contención y el mejoramiento de la infraestructura del lugar. La realización de estas mejoras contó con el apoyo de María Eugenia Núñez y su esposo Jersson Muñoz, quienes de forma voluntaria habían empezado a ofrecer almuerzos y a dictar talleres de arte para los jóvenes del sector.

En el 2011, La Arboleda contaba con un nivel de organización mayor que el de los otros sectores y con un reconocimiento por parte de la Alcaldía como barrio legalmente constituido. La caseta comunitaria estaba destinada para el funcionamiento del comedor y los talleres de Save, de manera que las organizaciones entraron a financiar la construcción del segundo piso. Adriana Fandiños fue una de las lideresas que trabajaba en los espacios y ayudó a sacar adelante este proceso.

En Alto Nápoles siempre ha habido problemas para la consecución de un lugar fijo que albergue al comedor. Aunque en un principio funcionó en la casa de Sandra Escobar, después de su mudanza a Santa Helena, en la parte baja de la comuna 18, hace cerca de un año, el comedor se ha trasladado a varios hogares, sin que a la fecha cuente con una infraestructura propia.

En el 2015, los comedores entraron a ser fortalecidos con recursos públicos por medio del programa Alimentando Sonrisas, de la Alcaldía de Cali. Con esta ayuda, los espacios se dotaron con elementos para permitir la continuidad de su trabajo, como mercados, congeladores, estufas, materiales de cocina, sillas y mesas.




Más que comedores: espacios protectores para la niñez

Foto: niña del sector La Arboleda, comuna 18, Cali, Colombia


-Todos vengan a las escaleras —dice Carolina Paredes, profesional de Save the Children—. Todos sentados aquí. ¡Rápido, rápido! Los niños dejan sus escudos y espadas de cartón sobre la mesas plásticas que han juntado para la actividad y salen corriendo del espacio protector. Todos quieren ser los primeros en llegar a las escaleras y estar cerca de la profesora. Un par de niños se quedan trabados en la puerta, al intentar salir al mismo tiempo. Como pueden, se sientan en los escalones de cemento que descienden al frente del espacio, justo después de cruzar una calle angosta por donde bajan motos y personas. -¿De qué estábamos hablando allá adentro? -pregunta

Carolina. -¡Del amor propio! —responde un niño. -¿Alguien sabe qué es el amor propio? -¡Amarse a uno mismo! —dice otro. -¡Muy bien! Y para amarse uno mismo, ¿qué debemos hacer? -Comer bien —dice una niña. -Respetar a los papás. En el taller que acaba de terminar, a los niños se les pidió que pensaran en cuál es su mayor virtud y la pintaran en un escudo de cartón. Las decoraciones dejan ver corazones, familias y manos que para ellos representan el amor, la unión familiar y los lazos de amistad. Con el escudo y la espada que los acompaña, los niños serán por hoy superhéroes capaces de proteger a sus seres queridos y a sí mismos. Son un grupo de cerca de diez niños, entre los cinco y los once años.

“Quiero que todos se pongan la mano en el corazón —continúa Carolina— y que repitan conmigo: «Yo» [Yo, dicen los niños] me comprometo [me comprometo] a jamás de los jamases [a jamás de los jamases] decir que no soy bueno en algo [decir que no soy bueno en algo], todos somos valiosos [todos somos valiosos] y nos tenemos que amar [y nos tenemos que amar]. Ahora se van a dar un abrazo a ustedes mismos y van a decir: «¡Cómo te quiero! [¡cómo te quiero!]»”.




Algunos cruzan sus brazos para expresar el amor que se tienen y otros le dan un abrazo al amigo de al lado. Los niños ríen, cambian de puesto, el grupo se desordena.

-Vengan todos, quiero que se sienten aquí otra vez -dice Carolina-. Les voy a contar una historia rapidísima. Imagínense que Óscar y Catalina -dice bajando la voz— vienen de muy, muy lejos y ¿saben para qué? -los niños se acercan para escuchar lo que ahora es casi es un susurro-.

-Yo no sé -dice un niño. -No sé. -Ellos quieren conocer por qué ustedes vienen al espacio protector. Los niños abren sus ojos y se miran entre sí. -Yo vengo porque aquí nos cuidan —dice uno. -Y aprendemos. -¿Qué has aprendido aquí? —pregunta Catalina. -El respeto a los adultos —dice una niña. -El derecho a la vida —dice otro. -¡A la recreación! En los comedores comunitarios no solo se alimenta el cuerpo, sino además el alma. Por eso también se les denomina “espacios protectores para la niñez”. Por medio de juegos y actividades lúdico-pedagógicas, a los menores que asisten a los talleres se les forma en valores como el respeto, la tolerancia y el amor propio, y se les enseñan los derechos que tienen, como el derecho a la vida, a la educación y a no ser discriminados.

-Vamos a hacer todos así, muéstrenme el dedo pulgar así –dice Carolina con el dedo hacia arriba, intentando recuperar la atención de los niños—. Todos así.

-Ya lo tengo -dice un niño. -Mire profe, mire. -Ahora lo van a esconder detrás de la espalda y cuando yo diga tres, si les gusta mucho venir al espacio, lo van a poner hacia arriba. Si no les gusta, lo ponen hacia abajo y si les gusta más o menos, lo ponen hacia un lado. ¿Listo?

-¡Sííí!

-A la una, a las dos y a las tres -Carolina observa las respuestas-. ¡Huy! A todos les gusta venir. ¡Qué bien! Otra vez escondámoslo. Ahora cuando yo diga tres, ustedes van a decir qué tanto les gusta la comida del espacio: si mucho -pone el pulgar hacia arriba-, poco -pulgar hacia abajo- o más o menos -pulgar hacia el medio-. ¿Listo? A la una, a las dos y a las tres.




Algunos niños muestran el pulgar hacia arriba, otros hacia el medio y otros abren la mano. Todos reímos. Los niños dejan sus puestos de nuevo. Ya están cansados de la actividad y quieren volver a jugar con sus escudos y espadas.

A partir del trabajo en la comuna 18, Save the Children ha construido una metodología que estandariza el trabajo en los espacios protectores, con la especificación de temáticas a abordar, objetivos específicos y actividades propias de cada taller. “La metodología es muy lúdica y pedagógica —dice Tatiana Unda—. La estrategia se adecúa para poder llegar a los niños de acuerdo con su edad. No es lo mismo tratar el tema de abuso sexual con un niño de cuatro años que con uno de once”.

La metodología incluye mensajes transversales para cada semana, como la promoción del respeto y la escucha. “Encontramos varios niños que al principio del proceso eran muy agresivos -continúa Tatiana-, pero uno ve el cambio que han tenido. Al final redujeron sus conductas agresivas, son más amigables, aprendieron a escuchar”.




Actualmente, en Save the Children se tiene la intención de trabajar con la Alcaldía de Cali para realizar una transferencia metodológica que permita convertir a los comedores comunitarios (es decir, espacios en donde se ofrecen alimentos a grupos vulnerables) en espacios protectores para la niñez (es decir, espacios en donde además se forman, se educan y se cuidan a los niños).

-Bueno, vamos para adentro —vuelve Carolina—. Pero antes vamos a hacer una campaña de recoger todo lo que tengamos aquí afuera. El que más recoja cartones se lleva un premio.

-¡Yo me lo voy a ganar! —dice un niño.

“La verdad es que trabajar con la comunidad es demasiado duro”

Martha Narváez recién ha terminado de lavar las ollas y las sartenes que utilizó con Dora Grajales para cocinarles a los niños del sector Él Árbol. Ahora, detrás del mesón que separa la cocina de las dos mesas del comedor, afila con piedras los cuchillos que usa para picar. Martha nos mira con el ceño levemente fruncido, como suele tenerlo, hasta que se echa al agua:

-La verdad es que trabajar con la comunidad es demasiado duro. El domingo pasado este espacio no estaba así como lo ven ustedes.

Las paredes del comedor están recién pintadas de azul y fuc- sia, y de ellas cuelgan dibujos, carteleras y collages hechos por los niños. El piso rojo está húmedo aún, pues lo trapearon tan pronto los niños se fueron. En una de las cuatro esquinas, al lado de la entrada principal, reposa un archivador de plástico que utilizan para guardar los materiales de los talleres. En la parte superior del muro al frente de la cocina, las tejas de zinc son sostenidas por filas de libros y enciclopedias que nadie lee.

El comedor comunitario queda sobre la subida angosta que lleva a lo alto del sector, en donde se eleva el árbol que le da su nombre. A menos de 20 metros está el paradero de buses, un rectángulo angosto de polvo amarillo con marcas permanentes de llantas, y un poco más allá está la avenida principal, por donde apenas alcanzan a pasar dos vehículos al mismo tiempo. En el barrio hay casas de esterilla, madera y, para alegría de unos pocos, de material. En los techos abundan las tejas de zinc.




-Un domingo, que es para nosotros, para mis hijos y mi familia, nos tocó venirnos a hacer aseo general —retoma Martha-. ¡Un domingo! Y Dora y yo y nuestros hijos acá metidos. Y la gente de la comunidad pasaba y decía: “Ay, ¿qué están haciendo?”, y viendo que uno estaba ahí dele y dele -Martha junta sus manos y hace como si barriera con una escoba invisible-. Es como cuando uno ve que alguien se cae y pregunta: “¿Se cayó?”.

Martha es crítica de las dinámicas de los comedores y tiene fama por decir las cosas de frente. Sin rodeos. Las cosas brotan de su boca como son: “No vemos la motivación de la comunidad”, dice. Y es verdad: la gente no ayuda, no se ofrece, no pregunta qué se necesita. Ni siquiera da la donación de quinientos pesos por el almuerzo.

-Vea, yo les voy a ser honesta, yo iba a vender todos esos libros de allá arriba, ¡pa’ comprar gas! Porque no hay gas aquí. Yo le decía a Dora que de corazón, yo iba a vender esos libros, porque ahí cae una gotera y ya están cogiendo hongos. Eso se presta es pa’ ratas y eso no es una buena presentación para estar aquí.

Dora nos cuenta que hace un par de semanas, para comprar el gas, Camilo, el hijo de Marha de 15 años, les cedió la pipeta que usaba para prender la estufa de un carrito de perros que sacaba por las noches. “Y ahí está parquiado el carro”, agrega. “No ha habido forma de devolverle la plata”.

En las voces y las historias de Martha y Dora se siente desánimo, cansancio. “Nosotras muchas veces hemos querido tirar la toalla”, nos dicen. Y no solo ellas lo desean: también sus hijos y esposos, que las extrañan y preguntan en casa.

-Ya me tengo que ir —dice Dora—. Tengo una reunión por allá con otra fundación y me tengo que ir a arreglar, bueno, a arreglar no, a vestir, ¡porque ya no tengo arreglo!

Nosotros también salimos. Es mejor que no se nos haga tarde para coger el yip que nos bajará al centro de Cali.




“¿Y ahora qué vamos a hacer?”

Hay una frase que a las lideresas les causa pavor, aunque la han escuchado varias veces: “Este es nuestro último año en la Comuna”. De hecho, el pasado mes de febrero se las volvieron a repetir. “Vamos hasta diciembre de 2018”, dijeron esta vez. Y ahora sí es definitivo, pues la alianza internacional entre Reckitt Benckiser y Save the Children ha llegado a su fin. Con estas organizaciones se irán el apadrinamiento empresarial y el apoyo financiero que los comedores comunitarios y los espacios protectores han recibido desde su creación. ¿Qué hacer entonces?

Veintidós lideresas de los barrios en donde operan los espacios –El Árbol, La Arboleda, La Cruz, Alto Nápoles y La Choclona, recientemente–, crearon en el 2016 una cooperativa para sentar las bases de la sostenibilidad del proyecto. “La Cooperativa nació desde la idea de organizarnos legalmente para gestionar recursos, porque siempre estábamos como que: «Ah, Save se va, ¿y ahora qué vamos a hacer?», como con ese temor todo el tiempo”, recuerda Sandra, quien fue la primera Representante Legal.





Por el momento el principal cliente de Coomujerp es Save, con la compra de refrigerios para los niños que asisten a talleres dictados en los espacios protectores de la comuna 18. “Hace poco dimos un taller de alimentos, saneamiento básico e higiene saludable en Unimetro, que es uno de los operadores del MIO”, dice Sandra, al hablar de una línea de negocio que están explorando.

En la visita que hicimos a la comuna en febrero pasado tuvimos la oportunidad de participar en otra de las actividades que realiza la Cooperativa: los pulgueros o ventas de garaje. En un puesto levantado en el parqueadero de El Árbol, en medio del ajetreo del sector un sábado por la tarde, las lideresas pusieron a la venta ropa de segunda y productos que RB les donó. Entre otras cosas, se encontraban blusas de quinientos pesos, pantalonetas de mil y jeans de dos mil, además de descuentos de más del cincuenta por ciento en productos de aseo como Sampic, Vanish y Dettol. “Nos fue rebién ese día: recogimos como ciento cuarenta mil pesos”, nos cuenta Yorleni al volverla a ver un mes después.

El reto más grande que ha afrontado Coomujerp fue el proceso de documentación de la historia de los comedores, encargado por Save. Las lideresas trabajaron durante más de un mes para poder reconstruir y plasmar en el papel todos estos años de historia. A muchas el proceso les sacó canas. Y como si fuera poco tener que escribir informes, después vino lo que para muchas fue el reto mayor: exponer en público los resultados del proceso. “Ahorita nos tocó representar la historia delante de unas compañeras, allá en Comfenalco —dice Martha Mera, de La Cruz— y, ¡Virgen Santísima!, eso nos tocó que aprendernos un folleto más o menos al pie de la letra, porque uno se sabe la historia con las palabras de uno, pero ya ante un público es diferente”.




La Cooperativa ha permitido que las lideresas potencien su autoestima y sean conscientes del potencial que tienen. “Por lo menos con las chicas nos veíamos todo el tiempo como las cocineras de los espacios protectores —dice Sandra—. Pero a raíz del proceso con la Cooperativa nos dimos cuenta de que podemos hacer mucho más. O sea, nosotras no somos cocineras, nosotras somos talleristas, nosotras podemos enseñarles a los niños otras cosas, nosotras podemos generar ingresos a través de la Cooperativa”.

El trabajo colaborativo no es fácil para nadie y tampoco lo ha sido para ellas. En la Cooperativa falta mayor unidad entre las mujeres de los diferentes barrios y compromiso con la causa común. “Resulta que ya llevamos como dos años en la Cooperativa y no se ha podido hacer nada, porque cada vez que en la reunión se encuentran todas, la una echa pa’llá y la otra echa pa’cá, la una dice esto y la otra dice lo otro, no hay una buena comunicación”, reflexiona María Eugenia, de Él Árbol. En la misma línea, Martha Narváez, del mismo sector, agrega: “La verdad aquí no nos hemos puesto los pantalones ni los zapatos pa’ nosotras decir que estamos luchando por la Cooperativa. Lo hablo por el caso mío, yo no voy a decir que me he puesto las botas para decir que la estoy luchando y que estoy peleando por la Cooperativa”.




Algunas de las voluntarias están agotadas y desmotivadas por la escasez con la que trabajan en los comedores. La idea es que la Cooperativa genere el dinero suficiente para cubrir las necesidades de los espacios –pipetas de gas, refuerzo de mercado, materiales para los talleres, etc.– y que alcance para darle un reconocimiento económico a las mujeres. “A mí me gustaría que mensualmente dijeran: «Bueno, les damos así sea un millón de pesos», y ¿cuántos comedores son?, ¡cinco! Listo, pues se reparte entre los cinco. Porque es que así se le puede dar estabilidad al comedor, porque las personas no se van sabiendo que hay un reconocimiento”, afirma doña Carmen. A las lideresas las hace felices servir a los niños y a la comunidad, claro está, pero también tienen familias que atender y necesidades por cubrir. “La verdad es esta: si a mí me pagaran, así fuera poquito, yo me quedaría aquí aquí. Pero no, no dan nada”, confiesa Martha Narváez.

En el plan de cierre de Save y RB se contemplan cursos de joyería y pastelería, diseñados para crear otras habilidades en las lideresas y abrirles así oportunidades de generación de ingresos. Aunque algunas de ellas han recibido la propuesta con ilusión, otras se han mostrado críticas. “¿Cocinar todo el día y luego salir a hacer joyas?”, se cuestionan algunas. Quizá la mejor opción al alcance sea la venta de almuerzos a organizaciones de la zona, alimentos que se puedan preparar al mismo tiempo que los servidos en los comedores comunitarios. Así, en la misma jornada, las lideresas harían el trabajo voluntario y el trabajo remunerado. Matarían dos pájaros de un solo tiro.




Las mujeres que son no son las mismas que fueron

Los comedores comunitarios y los espacios protectores surgieron para mejorar las condiciones de vida de niños, niñas y adolescentes de la comuna 18, pero en su desarrollo las personas involucradas cambiaron, dejaron de ser, se convirtieron en otras. En especial las voluntarias, aquellas mujeres que, además de cocinar, se han transformado en madres putativas, formadoras en valores, promotoras de derechos, reguladoras sociales y, sobre todo, lideresas comunitarias capaces de sacar adelante proyectos de interés público.

Los cambios en ellas se observan en diferentes niveles: personal, familiar, laboral.

—Yo era muy bruta con los muchachos, les daba con palos o con lo que fuera cuando me sacaban la piedra, en cambio ahora no les pego —confiesa Dora, la misma que nos atendió en la visita a El Árbol—. Uno aprende a compartir más con la familia, que no grite, que no les pegue. No es que yo haya dejado de ser tan gritona —dice, ruborizándose—, pero sí se nota el cambio. Uno escucha, a uno le enseñan a controlar la rabia y a ver que a uno le va mejor escuchando.

Hilda Fajardo, una de las lideresas de La Cruz, también se dejaba llevar por la ira y maltrataba a sus hijos. Pero su actitud cambió a partir del trabajo comunitario que ha realizado en el co- medor, junto con doña Carmen y Martha.

—A mí me tenían como rabia porque yo era muy pelione- ra, si me trataban era por decencia —recuerda Hilda—. Yo no me sabía expresar, a mí me decían: “Ah, que la galambera, que Hilda alega por todo. Y yo también era una madre maltratadora.

Entre risas, doña Carmen cuenta que a Hilda la han puesto a prueba: “A esa muchacha la metimos a la cocina, y qué muchacha oiga, qué líder. Y yo le he puesto unas pruebas durísimas porque esa sí era peliona. Pruebas duras le he puesto. Duras, duras. La he buscado a ver si pelea y ella dice: ‹‹No, yo no quiero problemas››”.

—Al ingresar al comedor, mostré la otra Hilda, conocieron el otro lado mío, ya no era solo alegar, sino que empecé a cultivar valores y respetar a los niños.




Doña Carmen misma ha vivido cambios importantes en su forma de ser.

—Yo no maté a mi esposo porque en realidad Dios es muy grande [risas]. Yo fui una persona… salvaje, hablémoslo así —confiesa doña Carmen—. Uff, yo acabé la pitadora, el sartén, acabé todo con la cabeza de mi marido. Y era una tonta, yo le tira- ba a él pa’ que él me tirara a mí.

Y luego agrega: “Hagan de cuenta que yo soy otra persona”.

María Eugenia Núñez, de El Árbol, cuenta que antes de trabajar en el comedor y en los espacios, como voluntaria primero y auxiliar de Save the Children después, ha dejado de ser tan tímida.

—Yo era una que no hablaba, a mí no me gustaba expresarme, no me gustaba hablar, yo pensaba que si hablaba, hablaba feo, que si me expresaba, me iba a expresar feo, me avergonzaba todo. Yo ahora hablo, me expreso y siento que tengo derecho a decir lo que pienso, a que los demás respeten mi opinión y a hacer respetar mi opinión.

Las mujeres se han ido liberando de sus miedos internos y hasta de la opresión de sus esposos.

—Vea, en mi casa, mi marido llegaba y yo tenía que estar en la casa porque le tenía que servir el plato de comida y el jugo, porque o si no ya no era mujer —dice Dora—. Y yo ahora con los talleres de Save, que el derecho a la mujer, la salud, la crianza positiva y esas cosas, me enseñó que la vida es propia, y si el marido tiene comida en la casa, ¿por qué no se la sirve? Y si no la sirve, pues ¡que no coma!

Las mujeres incluso se han dado la oportunidad de explorar su feminidad.

—Yo viví con cuatro o seis hombres en la casa, y yo parecía un hombre, a mí me decían: ‹‹Ponete blusas rosadas, depilate, parecés un macho››, una vez hasta me hicieron chillar cuando me depilaron —recuerda Hilda—. Pero vea que yo ahora me quiero, es que antes eso de ponerme faldas o vestidos, nunca en mi vida, me daba pena, pero ahora hasta me pongo estos shores. También me incentivaron a terminar el estudio, este año terminé por fin el bachillerato.

Los procesos desatados en los espacios han llevado, en últimas, a que las mujeres se quieran más a sí mismas y a que traten de hacer más por salir adelante.




—Nosotros más que todo hemos aprendido a querernos y valorarnos como lo que somos —dice doña Carmen—, porque es que nosotros tenemos una costumbre de que nos miramos en un espejo y no sabemos quiénes somos. Y yo era una que a mí me decían: “Dibújese ahí en el espejo”, y yo: “¿Qué me voy a dibujar si yo soy lo peor? Yo soy lo peor, yo soy fea”. Y resulta que es al contrario. Yo creo que tengo que escribir lo bonita que soy por- que yo creo que… que soy una reina, ¿no?, una princesa que es muy bonita.

Pero ¿qué ha desatado todos estos cambios en ellas? La res- puesta podría resumirse en tres cosas: el trabajo con los niños, las capacitaciones y el trabajo cooperativo.

María Fernanda Muriel, antigua voluntaria de La Cruz, dice:

—Para mí trabajar con niños ha sido una experiencia muy linda. Es que los niños son el futuro, son lo mejor, los niños son todo. Ellos necesitan quién les dé ejemplo, quién los apoye, quién los acompañe, les ayude, les guíe… Aquí la mayoría de mujeres no hacían sino tener hijos y dejárselos a los abuelos o en la calle, y Save the Children ha logrado cambiar eso en algunos, no en todos, porque no todos tienen la oportunidad de escucharlos. Save fue como una luz para estos niños y para nosotros, nos ha ayudado a crecer.

Y termina:

—Las charlas nos han servido mucho a nosotros, con las capacitaciones y los talleres uno está aprendiendo algo nuevo, entre más conocimiento tiene uno, es como mejor persona, uno tiene algo mejor que ofrecerle a los demás. Save the Children es uno de los ángeles que tenemos aquí. Ojalá no se vayan.



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