Por: Alejandro Jiménez, Investigador de la línea Conflicto, Paz y Postconflicto- Pares
“La costumbre acá en la comunidad es que nos mandan llamar, nos reúnen y uno de ellos [del grupo armado], mientras sostiene una bala en la mano, nos dice que no quiere ver a nadie de sapo con la guerrilla ni con la fuerza pública. Ellos dicen ser una familia muy grande, que está presente en todo el territorio para que no nos vayamos a descarriar. ”, relata un líder social de la región del bajo Atrato sobre las amenazas que reciben los líderes sociales.
Panfletos amenazantes recuperados por la Fundación Paz y Reconciliación-Pares
“En algunos casos, a los líderes nos dicen que quienes estén metidos en política los declaran objetivo militar”, dice como testimonio otro líder comunitario de la región del Catatumbo.
Estos relatos son sólo una pequeña muestra de ese universo de victimización que viven los líderes sociales y defensores de Derechos Humanos en Colombia, como consecuencia de las distintas labores de incidencia política, social y comunitaria que ejercen en pro del beneficio de sus comunidades.
Desde el observatorio de la Fundación Paz & Reconciliación-Pares se han registrado 212 hechos de amenazas contra líderes sociales y defensores de Derechos humanos desde la firma del Acuerdo de paz con las FARC (hasta el 5 de abril de 2018). Esto significa que cada dos días un líder social es amenazado. Pero el panorama es más desalentador de lo que las cifras revelan: hay muchos otros casos de amenazas que no son publicitados ni registrados por autoridades ni por medios de comunicación. Las intimidaciones permanecen invisibles.
La Fundación Paz & Reconciliación -Pares ha señalado que los líderes con mayor número de agresiones son quienes impulsan el reconocimiento y el goce efectivo de los derechos de las víctimas a la verdad, justicia y reparación. Le siguen los líderes que se oponen a la existencia y continuidad de economías ilegales presentes en los territorios como el narcotráfico y la minería criminal, y promueven la sustitución voluntaria y concertada de cultivos de uso ilícito. Y los líderes que exigen el reconocimiento y la satisfacción de los derechos colectivos, territoriales y culturales de comunidades negras, indígenas y campesinas.
Los lugares con mayores amenazas a líderes sociales son las regiones donde continúa la violencia producto de la reconfiguración bélica tras los acuerdos de paz y donde se concentran los liderazgos de incidencia nacional, como los departamentos de Cauca, Valle del Cauca y Cundinamarca.
Los asesinatos de los líderes Porfirio Jaramillo, José Jair Cortés, Mario Castaño Bravo, Luis Hernán Bedoya y Temístocles Machado, que ya habían denunciado riesgos contra su vida, integridad y seguridad, producto de amenazas recibidas, confirman lo que dijo el Procurador General de la Nación, Fernando Carrillo, al afirmar el fracaso del sistema de protección individual a líderes sociales brindado por la Unidad Nacional de Protección (UNP).
No poner en conocimiento ante las autoridades competentes como Fiscalía, Personerías municipales, Defensoría, Policía, organizaciones defensoras de Derechos Humanos, entre otras, debido al miedo y desconfianza que existe en las personas que representan o están al frente de estas instituciones, ya que en algunos escenarios esto puede ser concebido como otro factor de riesgo.
Por otra parte, acceden a alguna – o varias- de las rutas de atención y protección dispuestas ante las amenazas recibidas. En el mejor de los casos, logran recibir medidas de protección material como las ofrecidas por la (UNP): un chaleco antibalas y un celular. Si los líderes deciden quedarse en sus municipios, generalmente estas medidas resultan ser limitadas por las condiciones propias del contexto, bien sea porque no hay cobertura para redes de telefonía móvil o prefieren no salir de sus casas para evitar ser vistos por sus agresores.
De otro lado, si los líderes amenazados logran salir del municipio de riesgo, bien sea con apoyo del ente territorial, de alguna organización de Derechos humanos, o por cuenta propia, terminan siendo ubicados de manera temporal en otro municipio (generalmente en grandes ciudades) para mitigar el riesgo; no obstante, este desarraigo territorial y comunitario ocasiona daños colectivos sobre las comunidades en donde el miedo es contagiado entre el resto de los pobladores y, en últimas, se logra el cometido de los agresores: silenciar a quienes les son un obstáculo para sus intereses, a partir de dispositivos del terror para la disuasión de la acción colectiva en los territorios.
En relación con la salida forzada de líderes de sus territorios, en el mejor de los casos, algunos de ellos logran el reconocimiento de asilo y de protección internacional en los países receptores. No obstante, en algunos de estos casos el riesgo a ser blanco de objetos de violencia no logra ser del todo neutralizado.
En la última entrega de la serie #NosEstánMatando, acerca de los posibles perpetradores de los múltiples actos de violencia selectiva contra líderes sociales, se señaló la dificultad que existe en identificar a los victimaros. El 58% de los casos registrados corresponden a actores y estructuras criminales no identificadas. Los datos son consistentes con la lógica detrás del crimen organizado, mientras que en el 82% de los casos de homicidio no es posible identificar al determinador, en el 54% de las amenazas sí están asociadas a una organización criminal (tales como Clan del Golfo, Águilas Negras o Los Rastrojos), y sólo el 9% de los homicidios son atribuidos a éstas, es decir, amenazan a nombre propio pero asesinan con móviles que no permiten identificarlos como responsables.
La vida de estas personas debe ser revalorada como uno de los imperativos categóricos en el marco de la implementación del postconflicto colombiano, así como las plenas garantías para el ejercicio de sus labores en pro de los derechos fundamentales y de reivindicaciones territoriales. El director de la UNP no se equivoca en afirmar que “esto no lo arreglamos a punta de escoltas ni de carros blindados en el territorio” y en reiterar la importancia de un trabajo mancomunado por parte de múltiples entidades del Estado en sus distintos niveles para mitigar y dar tratamiento a estas situaciones, pero si en verdad hubiesen “zonas, municipios o veredas en las cuales ya hay mayor número de escoltas que de habitantes por veredas” entonces los sistemas de protección dispuestos para los líderes y lideresas servirían para que no continuaran los asesinatos a quienes ya se encuentran en escenarios de riesgo críticos.
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