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Las lideresas asesinadas tienen nombre

Por: Angélica Gutiérrez, asistente de investigación – Pares


En la sociedad rural de Colombia, permeada por el conflicto armado, hay hombres y mujeres que se organizan para evitar violaciones a los Derechos Humanos. Se trata de los líderes y lideresas sociales, personas que por años han construido relaciones de confianza con las comunidades, sufriendo un alto riesgo de ser victimizadas por estructuras criminales.

Con la firma del Acuerdo de Paz, a finales del 2016, los defensores tenían la esperanza de poder llevar su liderazgo públicamente sin correr los peligros del pasado. Sin embargo, esta ilusión se está viendo minimizada por el exterminio del que están siendo víctimas. Y, aunque no es un fenómeno nuevo, si ha sido más visible en los medios de comunicación y ámbitos académicos en los últimos meses.

La USAID, el CNC, y el DHES hicieron una prueba piloto para caracterizar el liderazgo en Colombia. Los resultados mostraron que el 76% de los líderes son hombres y el 24% mujeres. A partir de esto vale la pena preguntarse, ¿por qué tan baja la participación femenina? Según este informe, las mujeres respondieron que, aunque tienen una alta participación en las organizaciones, su papel “no es de liderazgo”, pues creen que no son lo suficientemente escuchadas. Además, la mitad de ellas consideran que no tienen oportunidad de liderar y que, cuando lo logran, es porque han tenido que esforzarse más que sus compañeros.

El asesinato de las lideresas difiere del fenómeno general contra líderes sociales por la relación público-privada que se teje alrededor de lo femenino. Salir de la esfera familiar (privada) a expresarse de manera pública implica dificultades, pues en el imaginario de la sociedad, sobre todo en zonas rurales, la mujer debe desempeñar sus labores en casa o espacios privados.

Las mujeres, entonces, tienen menos oportunidades de representar a sus comunidades, pues su trascendencia en la esfera pública aún es limitada. Y, cuando lo hacen, corren el riesgo de sufrir homicidios, amenazas, violaciones sexuales y desplazamientos, lo que desincentiva el surgimiento de nuevas mujeres líderes. Del total de defensores asesinados desde la firma de los Acuerdos de Paz, más de 300 según Indepaz, el 20% ha sido contra lideresas.

Uno de los asesinatos más dolorosos y recientes fue el de Ana María Cortés Mena. Cortés trabajó en la Personería de Cáceres, municipio del bajo Cauca antioqueño, por la defensa de los Derechos Humanos, la evacuación de las comunidades en riesgo por la crisis de la represa Hidroituango y, desde el pasado mes de abril, fue la secretaria y coordinadora de la campaña presidencial de Gustavo Petro en Cáceres.

Ana María fue asesinada por actores armados no identificados el pasado cuatro de julio. Las declaraciones del Ministro de Defensa indicaron que el Gobierno tenía conocimiento sobre la vinculación de su hijo con Clan del Golfo. La Fiscalía afirmó el 18 de julio que él era conocido como alias “Camilo”, insinuando que por “confrontación de bandas criminales (Ana María Cortés) fue asesinada”. Estas declaraciones la revictimizan y desenfocan el problema social de la violencia y del exterminio contra líderes.

Ana María Cortés, y otras 30 mujeres de las que se tiene registro en PARES, fueron asesinadas desde noviembre de 2016 y ejercían su liderazgo en departamentos fuertemente afectados por el conflicto armado, como Cauca, Antioquia y Norte de Santander. Dentro de este grupo también se encuentran dos mujeres afrocolombianas, dos mujeres indígenas y una mujer perteneciente a la población LGBTI.

Vale la pena recordar que, en el marco del conflicto armado, se han presentado violencias específicas dirigidas a las mujeres y sectores pertenecientes a la población LGBTI. El mejor ejemplo de este fenómeno es la violencia sexual, que signa una relación de poder entre el perpetrador y la víctima.

Estas 31 mujeres tienen nombre, historias y causas. En Pares queremos recordarlas:


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