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Del diálogo a la trágica conversación

Por: Gonzalo Duarte, investigador de la Línea Conflictos Asociados al Desarrollo – Pares


Hoy en día podemos considerar el auge de la masividad. Todo aquello que es masivo cuenta con un sentido, un objetivo, porque parece hacerse oír; mientras el resto se queda en las sombras, la insonoridad. Estamos en la época de los medios masivos, las redes masivas, los movimientos masivos, los eventos masivos e, incluso, los razonamientos masivos.

Esta idea de la masividad no es gratuita. Es un elemento que configura nuestro mundo y le brinda al número, al dígito, el carácter de piedra angular de la estructura, de dador de legitimidad: no es el derecho de sangre, ni la imposición del más fuerte, sino el mayor número de personas. Por lo cual, -sería lógico pensarlo– parte de las sociedades occidentalizadas, como la nuestra, han logrado brindar legitimidad hasta a los proyectos políticos más polémicos, casi ridículos.

Nos hallamos ante la época de la democracia masiva, que se mide haciendo uso de mecanismos electorales que señalan al ganador como representante de la masa más grande, fundado por el mayor número de seguidores. Algo que, de entrada, parece suponer la existencia de un lenguaje y una valoración común, sin importar procedencias ni creencias.

¿Lenguaje y valor común? Ese es el elemento necesario al vivir en sociedades que toman decisiones conjuntas frente a una necesidad. Por ejemplo, en la ciudad de Medellín no sería sorprendente que buena parte de sus habitantes consideren positivo el aumento de producción de energía eléctrica si este trae réditos económicos a EPM, pero quizás para territorios afectados por grandes proyectos hidroeléctricos los beneficios pueden ser pocos, e, incluso, estar acompañados de grandes afectaciones.

Ahora bien, en buena parte del país, quizás podríamos considerar que esta es una situación de gestión de beneficios. Es decir, el descontento de la población afectada se debe a que los beneficios recibidos son insuficientes. Este sería uno de los escenarios en los que fácilmente podemos encontrar el diálogo como una buena opción para encontrar puntos comunes entre lenguajes y valores diferenciados en el territorio. Quizás, aspectos como la asistencia técnica, el fortalecimiento de capacidades locales, o la llegada de mayor inversión social, lograría dar sentido a la presencia de proyectos de minero-energéticos. Y repito, siempre y cuando se garantice el mejoramiento de las condiciones de vida de los territorios.

Y es este, el mejoramiento de las condiciones de vida, uno de los puntos esenciales de buena parte de los conflictos ambientales presentes alrededor del país. Las afectaciones pueden ser mucho más grandes que los beneficios: los actores no cuentan con los mecanismos de comunicación bilateral que les permita conocer lo que su contraparte está experimentando; los beneficios pueden llegar a ser efímeros, pues se tiende a ignorar el fortalecimiento de otros sectores de la economía o la sociedad, lo que genera dependencia hacia economías extractivas; incluso, se puede incrementar la llegada de mercados ilegales que afectan el ya debilitado tejido social.

Todos estos son elementos que pueden llegar a ser sorteados por medio de ejercicios de diálogo incluyentes que reconozcan la diversidad de actores territoriales, sus condiciones, opiniones, saberes y visiones de futuro. Allí, en función de enaltecer el principio de la justicia, el diálogo brinda las condiciones necesarias para que los actores se encuentren como iguales, con el mismo derecho a la participación, la misma posibilidad de expresar y alzar su voz, e, incluso, la posibilidad de hacer parte de la construcción conjunta de una agenda de desarrollo.

Entonces sí, ante la hipotética pregunta de si el diálogo puede mejorar las condiciones de vida de muchas regiones de nuestro país, la respuesta es sí. Sin embargo, el diálogo no es una formula universal que fácilmente pueda ser aplicada en todos los conflictos y territorios del país, como si indiscriminadamente fuera posible disponer de todos los actores como actores dialogantes frente a escenarios tan complejos como un proyecto minero-energético, o incluso la delimitación de ecosistemas estratégicos.

Considerar que es siquiera posible unificar todos los lenguajes y las valoraciones de los territorios -¡Cuál utopía totalitaria!-, no es nada más que un funesto sueño. Y es allí donde se debe tener cuidado, ya que es imperativo el reconocimiento de la diferencia, mas no su negación o anulación, y esto debe ser acordado entre las partes, por medio del intercambio de saberes. Si esto no se tiene en cuenta, no estaremos frente a un escenario de diálogo, sino al de una trágica conversación.


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