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Recursos minero-energéticos y la propiedad del Estado del subsuelo



En el convulsionado panorama minero colombiano, uno de los temas más controvertidos por las comunidades que se oponen al modelo de enclave extractivo trasnacional institucionalizado por el Código Minero vigente (Ley 685 de 2001), es el de la propiedad del subsuelo y de los recursos naturales no renovables en cabeza del Estado nacional. La Constitución de 1991 lo establece así en su artículo 332. La formulación no es novedosa, pues reitera el contenido básico del artículo 202 de la Constitución anterior.


Ya desde 1887 la ley 38 había establecido que los propietarios de depósitos mineros de su propiedad contaban con un año para ejercer el “derecho preferente” para su exploración y explotación; quienes no lo hicieran así estarían en riesgo de perder toda clase de derechos sobre sus yacimientos. Como es natural, dicha disposición generó debates interminables acerca de si el derecho sobre minas puede extinguirse por su “no uso”, y si este derecho sería susceptible a la confiscación. Con la ley 20 de 1969 el gobierno de Lleras Restrepo buscó zanjar este escollo, estableciendo que el objeto de los derechos otorgados sobre depósitos mineros es “obtener mediante la explotación técnica y sistemática el aprovechamiento total de los respectivos yacimientos”. En consecuencia, creó un mecanismo de extinción de derechos constituidos sobre las minas por los particulares, declaró la industria minera de utilidad pública e interés social, y estableció que podrían decretarse expropiaciones allí donde fuese indispensable para habilitar la actividad normal de la minería.


Hay razones de peso en favor de una política de propiedad del subsuelo y los recursos naturales no renovable en cabeza de Estado. El sector extractivo es una fuente de ingresos considerable para los gobiernos: hay países mineros donde entre el 25 a 30 por ciento de los ingresos fiscales dependen directamente del sector minero. En América Latina países como Venezuela, Chile, Perú y Colombia dependen del sector extractivo para generar más de la mitad del valor de sus exportaciones. Pero a la vez, la gestión pública de los ingresos que perciben los gobiernos del sector extractivo supone retos importantes. ¿Cómo manejar sus impactos en los indicadores macroeconómicos y la distribución equitativa de sus beneficios entre la población, particularmente los más pobres? ¿Cómo controlar y mitigar los efectos generados por los proyectos extractivos sobre el sistema político-institucional, los sistemas naturales de soporte y las comunidades y economías locales donde estos se asientan?


Más aún, ¿cómo controlar la corrupción asociada a las decisiones públicas en relación con el otorgamiento de los derechos mineros por parte del Estado? Como ya se vio, los plazos perentorios que fija la ley cada vez que se pretende limitar los derechos de los particulares sobre las minas que han descubierto o están explotando datan de 1887, y desde entonces se han reiterado en numerosas oportunidades, la más reciente con la ley 685 de 2001 que estableció plazo hasta el 31 de diciembre de 2004 para formalizar las explotaciones mineras de hecho en el país.[1] Para muchos, se trata de un mecanismo para legalizar la extinción del derecho de prelación de mineros pobres y abrir el camino para la entrega de títulos a intereses poderosos, muchas veces encarnados en inversionistas extranjeros, tal como sucedió en el país a partir del 1 de enero de 2005 en nuestro país.


Al residir los derechos sobre las riquezas naturales no renovables en cabeza del Estado, el control a su acceso se centraliza en agencias públicas del orden nacional lo cual genera incentivos perversos para que la industria busque obtener el favor de los funcionarios del más alto nivel con el propósito de mejorar condiciones de seguridad y rentabilidad de sus inversiones directas en la actividad, incluyendo beneficios y exenciones tributarias. A cambio, ofrecen a esos mismos funcionarios prebendas y privilegios dispensados a través de transferencias de dinero a “empresas fachada” constituidas en paraísos fiscales u ofertas de cargos directivos en las mismas empresas una vez esos funcionarios se retiren del gobierno. Por consiguiente, es frecuente que en esas circunstancias los funcionarios de más alto rango otorguen baja prioridad al fortalecimiento de las capacidades institucionales para regular y controlar las actividades del sector extractivo.


Así, es natural que las comunidades cuestionen la conveniencia de desmembrar la propiedad superficiaria de la del subsuelo en los inmuebles que les han sido otorgados en calidad de resguardos o territorios de propiedad colectiva, sobre todo cuando las actividades mineras –y en particular, los proyectos de minería de gran escala– , no se materializan en el mejoramiento de sus condiciones de vida, y las políticas públicas e instrumentos de ordenamiento y regulación territorial y ambiental tampoco logran controlar ni mitigar los efectos indeseables generados por esas actividades.


No es de extrañar por lo tanto que en el presente haya cambiado la percepción positiva del objetivo de “obtener el aprovechamiento total de los yacimientos mineros del país”, que a mediados del siglo XX fuera visto como desarrollo lógico de la “función social” de la propiedad. Hoy, a principios de del siglo XXI, este mismo objetivo se considera como un atentado contra la integridad cultural de las comunidades indígenas y negras; algunas de ellas reclaman por la vía judicial que su derecho a la prelación en la explotación de los recursos mineros que se encuentran en sus territorios no debe estar subordinado al objetivo maximalista de “obtener su aprovechamiento total”; además, se niegan a aceptar que sus derechos sobre esos recursos sean susceptibles de extinción en el tiempo.

En ese caso, ¿recurrirá el gobierno a decretar expropiaciones de terrenos pertenecientes a comunidades étnico-territoriales, invocando la utilidad pública e interés general de la industria minera en cabeza de empresas extranjeras a las cuales ha otorgado títulos mineros en dichos territorios?


 

[1] El proceso de “legalización” generalmente reserva una perspectiva draconiana para la minería artesanal, pequeña y mediana. De acuerdo con la Red Colombiana de Acción Contra el Libre Comercio RECALCA, entre 2002 y 2007 se presentaron casi seis mil solicitudes de legalización de minería de hecho, y tan solo se resolvieron favorablemente cerca de cuarenta.

Foto: www.eltiempo.com


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