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Le prometí a Camilo



Es una conmemoración triste, pero podría ser alegre. Este lunes se cumplen 50 años de la muerte de Camilo Torres Restrepo. El ELN, la guerrilla en la cual Camilo ofrendó su vida, no ha decidido aún saltar a las negociaciones de paz y emprender el camino hacia la vida civil. Hace muchos años espero con angustia que el aniversario del sacrificio del sacerdote más entrañable tenga ocasión en días de reconciliación entre el Estado y aquella insurgencia. Pensaba que este año ocurriría ese milagro y, entonces, en vez de luto, tendría una alegría en mi corazón. No será así.

Encontré a Camilo a mediados de 1972 en la casa cural de mi pueblo. Entre sus proclamas, en un pequeño libro, estaba su fotografía, la que el Ejército le había entregado a la prensa después de su muerte. Un rostro desencajado, adolorido. Tenía 17 años y unos sueños pobres, tan pobres como mi familia, tan pobres como mis vecinos y mis amigos de una larga infancia. Nada me había hecho pensar que tendría una causa a la cual consagrar la vida, nada me había traído una ilusión que me diera sentido y coraje para vivir.

Fue en una visita al padre Ignacio Betancur. Me había invitado para hablar del paro y de las protestas estudiantiles de mi colegio. Habíamos entrado en huelga con el propósito de sacar a un rector déspota y conseguir una dotación decente para un claustro perdido en las montañas de Antioquia. Pero el cura me hizo preguntas escasas del movimiento y me habló más, mucho más, de una revolución que ardía allende los linderos de mi pueblo.

Me hablaba de un gran movimiento campesino y de una gran protesta social que en conjunto con el alzamiento guerrillero, que prosperaba en las montañas, daría al traste con los gobiernos injustos que habían aherrojado la historia del país. Me decía que esas eran las ideas de Camilo, que en eso había pensado Camilo. Por eso, se había empeñado primero en generar grandes movilizaciones sociales y políticas y después se había ido a la guerrilla para dar ejemplo. De eso me habló esa tarde mi sacerdote en Pueblo Rico.

Encima del escritorio del padre Ignacio podía ver El diario del Che en Bolivia y a su lado un folleto con las proclamas de Camilo. Ignacio sintió la avidez con que miraba esos textos. Habían pasado tres horas de conversación y por las ventanas se asomaba la noche. Me dijo que saldría a oficiar la misa y que, si quería, podría dedicar un tiempo a leer en la soledad de su oficina.

No volvió esa noche, quizás se quedó en alguna comida y en una larga charla con gente del pueblo, quizás entró sigilosamente y se fue a dormir. Estuve allí hasta pasadas las once, leyendo apresuradamente, saltando páginas del Diario, deteniéndome un poco en las proclamas, descubriendo un mundo, acercándome a dos hombres que eran una leyenda en toda América Latina, bebiendo a sorbos ideas que eran más que una ilusión, ideas que tejían un sueño.

Aún hoy puedo sentir la grave alucinación que generó en mí aquel encuentro. Me fui a la casa de mis padres y no pude dormir. Me senté en el ancho corredor que circundaba la casa y me puse a escribir una larga carta para Camilo y para el Che. Les prometía que dedicaría la vida entera a buscar la dignidad que ellos habían anhelado para la gente de mi país y de todo el continente. Que también ofrecería mi vida, si fuere necesario, para que la justicia brillara en estas tierras. Fueron promesas sagradas en el altar de mi conciencia.

En cada aniversario de Camilo y en cada conmemoración del Che dedico un pedazo del día a preguntarme si les he cumplido. Repaso los años de mi labor social en zonas agrarias y en la Medellín de los años ochenta. Recuerdo uno por uno los años en la guerrilla. Me detengo a pensar en los años de investigación y de escritura, en estos años, después de haber firmado un acuerdo de paz.

Quiero pensar que con mis equivocaciones, que no han sido pocas, con la hiel de la impotencia que a veces me acecha, con mis flaquezas que son muchas, he cumplido. Cumplí cuando me fui a la guerra y busqué en la aventura más azarosa el triunfo esquivo del alzamiento armado. Cumplí cuando supe que mediante la violencia agregaba más horror a la exclusión y más dolor a la inequidad y, entonces, me decidí por la paz. Así puedo soportar el paso del tiempo y ser feliz a veces, ser muy feliz a veces. Así puedo brindar con tristeza por la memoria de Camilo en un día que podría ser muy alegre si mis viejos compañeros del ELN se propusieran por fin dejar las armas y abrazar la paz.

Columna de opinión publicada en Revista Semana


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