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La corrupción corroe por igual a izquierda y derecha



Vi la imagen de Lula llorando ante sus copartidarios después de haber comparecido ante la justicia. Lo habían llevado preso a declarar sobre lavado de activos, desvío de fondos y sobornos en Petrobrás, la gigante empresa petrolera del Estado brasileño.

Tienen la sospecha de que alguna parte de los 8.500 millones de dólares de la trama de corrupción fue a dar a los bolsillos del mandatario.


Fue, según algunos comentaristas, una acción desproporcionada. Al presidente más popular que ha tenido Brasil en toda su historia le allanan su casa para indagar si escondía pruebas de los actos de corrupción y lo capturan para llevarlo a los tribunales a dar su versión en calidad de investigado, sin que aún tuviesen testimonios o indicios suficientes de su culpabilidad, sin que antes se hubiera negado a comparecer ante las autoridades.


Después, en el transcurso de esta semana, he visto las imágenes de Samuel Moreno Rojas recibiendo la condena por haber recibido 2.970 millones de pesos de coima, por la adjudicación de un contrato de ambulancias por más de 67.000 millones de pesos cuando ejercía como alcalde de Bogotá. “Por qué me dio tan duro” fue el lamento que dirigió al juez que ordenaba un castigo entre 15 y 20 años por este descarado acto de corrupción.


Viendo estas imágenes mi memoria fue hacia otros hechos recientes. La renuncia y captura de Otto Pérez Molina, presidente de Guatemala, el año pasado, tras liderar una mafia de ministros y funcionarios responsables de una millonaria defraudación aduanera. La brutal caída electoral de los partidos mayoritarios de España, en especial el Partido Popular y su líder Mariano Rajoy, envueltos en impresionantes fenómenos de corrupción que condujeron al impasse y a la aguda crisis que afronta la política en el país ibérico.


No enuncio más casos porque seguramente los lectores de esta columna habrán visto en los últimos años y en los últimos meses, en la páginas de los periódicos o en los noticieros de televisión, a una variedad de políticos del país y de otros países, concurriendo a los tribunales para responder por el saqueo de bienes públicos o por apropiación indebida de dineros privados utilizando palancas del Estado. Habrán visto la destrucción de proyectos políticos, la disolución de movimientos y la desaparición de liderazgos y candidaturas promisorias debido a su participación en actividades ilegales. En unos casos es la izquierda, en otros la derecha, no hay manera de hacer diferencias.


Detengámonos a mirar el caso de Samuel Moreno. Ya sabemos que no se trató de un hecho aislado, del error de un mandatario al que de pronto le ofrecieron un dinero para dar curso a una contratación y él, sin pensarlo mucho, lo aceptó; todo lo que ha salido a la luz pública indica que se trató de un gran plan para saquear a Bogotá en compañía de su hermano Iván y de un grupo de contratistas. Una estafa monumental a una ciudad. ¿Cómo un nieto de presidente, hijo de una mujer que también había hecho una gran historia en la política colombiana, con una tradición para cuidar y con un enorme patrimonio económico, perteneciente a un partido alternativo que empezaba a conquistar un espacio en la vida nacional, se mete a conciencia en semejante trama de corrupción?


Muy difícil de entender. Algunas personas, que conocen bastante a los Moreno Rojas y al propio Samuel, me explican que este clan familiar tenía la obsesión de llegar a la Presidencia y vieron la Alcaldía de Bogotá como un escalón y a la vez como un botín para financiar la campaña por la primera magistratura del país. Un verdadero absurdo que golpeó a la izquierda y la alejó aún más de la posibilidad del poder nacional.


Incomprensible también la parábola del Partido de los Trabajadores. Una fuerza política liderada por un obrero mecánico que alcanzó la gloria conquistando la Presidencia de un país inmenso, que en ejercicio del mandato hizo saltar al Brasil a los primeros lugares del liderazgo económico y social del planeta, que lo tenía todo para perdurar en la vida brasileña como emblema de renovación y de cambio, se mete, en cabeza de buena parte de sus dirigentes, en una espesa trama de corrupción. Ojalá Lula salve su reputación, ojalá logre demostrar su inocencia, pero en todo caso quedará comprometida su visión y su capacidad para impedir tamaño fracaso.


Lo que ha quedado en evidencia es que la corrupción es ahora el principal cáncer de la política y que puede dar al traste con el proyecto más altruista, con el más progresista, con el más comprometido con la sociedad y con el cambio. Que el principal reto de las organizaciones partidarias y de los organismos de control del Estado es, en este momento, imaginar nuevas formas de disuasión de la corrupción y nuevos medios de vigilancia. Pero, quizás, lo más importante sea recuperar la ética como presupuesto esencial de la política.

Columna de opinión publicada en Revista Semana


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