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Primavera en La Habana



Es martes 22 de marzo, es temprano aún, estoy en un viejo hotel de La Habana, escribo esta columna apresuradamente porque las urgencias de Semana Santa obligan a su entrega con días de anticipación. Ayer, en las horas de la tarde, John Kerry se reunió con la delegación de paz del gobierno del presidente Santos, y luego lo hizo con la delegación de las Farc.

No supimos los detalles de las reuniones. No permitieron que los periodistas y otros interesados nos acercáramos a esas conversaciones. Tampoco hacía falta. El hecho tiene suficiente carga simbólica para obviar su contenido. El secretario de Estado se reunió con una organización que aún aparece en los boletines de prensa del gobierno americano como una fuerza terrorista. Sobran las palabras.

Pero este no es el principal acontecimiento que vive Cuba en estos días. El domingo pasado llegó a La Habana el presidente Barack Obama. Habían pasado 88 años desde la última visita de un mandatario de los Estados Unidos. Un tiempo eterno como los años del infame bloqueo económico a la isla. Un tiempo eterno para dos países que comparten historias y mares.

El lunes, mientras Kerry se aprestaba para las reuniones con las delegaciones colombianas, Obama se dirigía a la emblemática Plaza de la Revolución para rendir homenaje a José Martí, el gran héroe de la independencia cubana. En las imágenes difundidas en la prensa y la televisión, en reiteradas ocasiones, aparecen las figuras de Ernesto ‘Che’ Guevara y de Camilo Cienfuegos, haciendo de telón de fondo del presidente de los Estados Unidos. Cuba y los Castro se han salido con la suya. Han logrado que el mandatario de la principal potencia del mundo acepte por fin su revolución.

Hago una pausa en la escritura y enciendo la televisión. Rueda en la pantalla la tragedia de Bruselas, 31 muertos y 255 heridos; dicen que el terrorismo ha hundido a Europa, otra vez, en la sangre y el dolor. El contraste es impresionante. No solo confrontan a Europa las grandes reconciliaciones que se tejen ahora en la isla. Es también la vida, la tranquila vida, que se respira. Ayer un taxista me decía, no sin orgullo, que un homicidio o un asalto tienen ribetes de gran escándalo en una Cuba que se acostumbró a la convivencia sin armas, sin agresiones.

No sé por qué la memoria me lleva un poco más lejos y recuerdo otro evento del año pasado en estas tierras. El encuentro del papa Francisco con el patriarca de la Iglesia ortodoxa. Un cisma milenario había llegado también a La Habana, para su trámite, para el declive, para la solución. Esta bella ironía conmueve. Un país comunista sirve de abrigo a los líderes de dos Iglesias que se separaron cuando apenas amanecía el segundo milenio de nuestra era.

Estas cosas pasan en un país que fue la meca de las revoluciones violentas en los años sesenta y setenta. Por La Habana pasaron todas las guerrillas de América Latina para pedir consejo y aliento a un líder, Fidel Castro, que había decidido sembrar de rebeldías a la región en un desafío que parecía más un suicido que una gesta heroica.

Ahora Fidel, en su retiro, sirve de sabio de la tribu y con su voz cansina imparte palabras de sensatez y temperancia a los amigos que todavía afrontan conflictos en una región en plena ebullición. El sábado 19 de marzo había pasado por su residencia Nicolás Maduro. Una visita que no disimulaba la intención de afirmar que el nuevo rumbo de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba no significaba una alteración de los lazos con Venezuela.

No han faltado las palabras de reproche de Estados Unidos al gobierno cubano: se deslizaron en los discursos o en las preguntas de la prensa a Raúl Castro. Los derechos humanos y la democracia fueron, otra vez, tema de controversia. Pero, ahora, la discusión tenía como suavizante la declaración de respeto a las decisiones soberanas de los cubanos.

Y esas decisiones tendrán en los años que vienen, con seguridad, un sabor a cambio, un sabor a transformación de las condiciones económicas y sociales de Cuba. Eso se siente en la calle. No he encontrado a nadie, ni entre mis viejos amigos de La Habana, ni entre las personas que he abordado casualmente en hoteles y bares, que no diga que la isla necesita un salto hacia la modernización, hacia la apertura y hacia mejores condiciones de vida.

Lo dicen, sobre todo, los jóvenes, que en estos días esperan con especial curiosidad el concierto de The Rolling Stones. Lo dicen no sin pasión, no sin rabia, pero con la convicción de que será un cambio pacífico liderado desde arriba por el actual régimen político. Es algo extraño. Nadie concibe que vendrán otros a cambiar las cosas, nadie concibe que saltarán a la palestra nuevas fuerzas que derrumbarán el régimen, y de allí saldrá la renovación.

Columna de opinión publicada en Revista Semana


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