En los últimos tres meses he ido dos veces al Chocó. La primera vez entré por el Bajo Calima y tomé una lancha para navegar por el río San Juan, recorrer varios caseríos del sur del departamento y oír, durante un largo día, en un lugar de la selva, a la dirección del frente de guerra Occidental del ELN; en la segunda oportunidad fui a Quibdó y a Istmina, para oír a organizaciones sociales, a comunidades indígenas y negras, a sacerdotes y pastores de las Iglesias, a funcionarios del gobierno departamental y a varios alcaldes.
Vine con una sombra de horror en mi corazón. Vi y oí cosas que había visto y oído a mediados de los años noventa en la costa Atlántica. Esa escalada de terror, ese holocausto que se produjo cuando los paramilitares en asocio con políticos, sectores de la fuerza pública y empresarios se lanzaron sobre los territorios que estaban, o decían que estaban, ocupados por las guerrillas. Vine del Chocó con la amarga sensación de que se había desatado la misma tragedia silenciosa del Caribe hace 20 años: las masacres, los desplazamientos, los despojos, los secuestros, la destrucción del tejido social y un daño profundo al medioambiente.
A pesar de lo que había oído, a pesar de lo que había visto con mis propios ojos, me negaba a creer que esto fuera cierto; no podía aceptar que el país repitiera un ciclo tan doloroso, que el Pacífico fuera el espejo angustioso de lo que pasó en el Atlántico. Me dediqué por unos días a hurgar en la prensa y a indagar con amigos que también habían visitado la región, para comprobar que también otros ojos veían lo mismo, también otras manos palpaban lo mismo.
Encontré una crónica en la que la periodista Salud Hernández-Mora describe la estela de dolor que está dejando, en los caseríos, el enfrentamiento entre ELN y las autodefensas gaitanistas; supe de nuevos secuestros del ELN; leí un informe de la Defensoría del Pueblo, donde abundan los datos sobre los asesinatos y los desplazamiento forzados de las poblaciones; repasé una entrevista a monseñor Juan C. Barreto, obispo de Quibdó, en la que señala la “falta de compromiso de la fuerza pública en la persecución a las bandas criminales”. Conocí la sentencia en la que la Corte Constitucional le da un plazo de seis meses al gobierno nacional para erradicar la minería ilegal en el Chocó y un año para descontaminar el río Atrato.
Esto no empezó ayer, esto no es nuevo, solo que ahora es más intenso, más generalizado, más evidente, ahora está en su punto más alto, ahora tiene todo el color de una catástrofe humanitaria y ambiental. La alarma se desató con varias noticias: el río Atrato, el emblemático río Atrato, ha dejado de ser lugar para la pesca, la contaminación de mercurio ha dejado sin comida a los ribereños; en 26 de 30 municipios hay una explotación ilegal e indebida de oro y platino, también de maderas; los cultivos de coca se han multiplicado; los grupos paramilitares y el ELN se han lanzado sobre los territorios dejados por las Farc; y las rutas del Pacífico para el tráfico de toda clase de productos ilegales son ahora más atractivas y más libres.
Y los datos sociales no son menos alarmantes. El índice de pobreza extrema es de 39,1 por ciento y el de pobreza de 65,9 por ciento, cuando los índices nacionales son de 8,1 por ciento y 28,5 por ciento. El de necesidades básicas insatisfechas (NBI) en el Chocó es de 79,2 por ciento, mientras que en el país es de 27,7 por ciento. La esperanza de vida en Chocó es de 70,64 años, mientras que el promedio nacional es de 76,15. El 79 por ciento de los habitantes de Chocó presentan al menos una necesidad básica insatisfecha, mientras que a nivel nacional este indicador es del 27,6 por ciento. El indicador de calidad de vida es el más bajo del país: 58 puntos frente a un promedio nacional de 79.
Hay un telón de fondo de esta situación. Todo lo que se hace en el Chocó es ilegal, el 85 por ciento de su territorio es área protegida de explotaciones mineras y madereras, pero en 26 de los 30 municipios se están adelantando estas actividades de la peor manera y de la mano de organizaciones criminales. La producción de licores fungía como la única empresa legal importante y ahora esa labor se realiza en el departamento de Caldas. Y el cobijo de todas las actividades fraudulentas es la clase política que está inmersa en una corrupción comparable a la de La Guajira.
En las conversaciones adelantadas escuché un clamor: el gobierno nacional tiene que poner sus ojos en el Chocó. Tiene que parar la escalada de violencia. Tiene que frenar la corrupción. Tiene que contribuir a la conformación de una gran mesa humanitaria, social y de paz, donde se pueda tramitar de manera concertada una salida para la crisis del departamento. La situación no da espera. El acuerdo de paz con las Farc y las negociaciones que se adelantan en Quito con el ELN pueden servir de pretexto para estas decisiones. La sentencia de la Corte Constitucional tiene que convertirse en un acicate para que el Estado reaccione y tome medidas urgentes. De lo contrario el caos que se avecina es innombrable.
Columna de opinión publicada en Revista Semana
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