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El padre

Por: León Valencia, director – Pares


Si un hombre elige ser un mal padre está jodido, algo anda muy mal en su corazón, algo anda muy mal en su humanidad. Es el reproche mayor que tengo para cualquier hombre. Una vida larga de trato con seres humanos en las situaciones más difíciles o en las más fructíferas, en medio de tristezas profundas o de alegrías inmensas, me han preparado un poco para la comprensión de las miserias humanas y también para ver el brillo de la bondad o de la dignidad en los hombres.


Siempre me arrepiento un poco, o mucho, cuando descubro en mis palabras algún severo juicio moral sobre un hombre, siempre estoy dándole vueltas a mis reproches, porque la vida está llena de trechos azarosos, de incertidumbres, de perplejidades y nunca es fácil acertar; pero cedo muy poco, retrocedo muy poco, cuando por algún azar estoy ante alguien que ha persistido en el desamor a sus hijos, en la lejanía, en el maltrato, o en la indiferencia.


No puedo entender ese abismo. No sé cómo puede alguien perder la felicidad de ver crecer a sus hijos, de construir con ellos el angustioso futuro, de saber de sus dolores, de susurrarles al oído un «te quiero» en las noches de lluvia, cuando afuera hacen fiesta los truenos y los relámpagos. Cómo puede alguien dejar de preguntarles por los primeros amores y sufrir mucho o gozar un poco con los avatares de su corazón.


Alguna vez elegí irme a una causa que juzgaba noble y que comprometía mi vida toda, y en ese momento supe que no había un dolor mayor que la separación de mis dos hijos. Mitigué esa angustia enviándoles cada semana, desde el monte lejano, una cinta con mi voz y esperando ansioso su respuesta. Nos contábamos las historias que vivíamos en los días de lejanía, nos jurábamos ese amor que se purificaba en el dolor y en la distancia.


Siempre en el día del padre recuerdo esas épocas y hago memoria de las palabras de amor que frecuentaban esas cintas y miro a los ojos a mis hijos y les agradezco su generosidad con este viejo que alguna vez se perdió sus mejores alegrías o no estuvo en sus días de angustia.


Antes de escribir esta columna recibí un mensaje de una amiga. Me decía que era un padre comprometido, amoroso y libertario. Ella no es muy dada a los elogios y por eso valen aún más esas palabras. Quisiera de verdad merecerlas, merecerlas siempre. Son un galardón, el más grande, el más importante de mi vida. Mis hijos también me dicen cosas hermosas y en ese momento la felicidad aletea en mis oídos como aleteaban los pájaros de colores en mi infancia lejana.


A lo largo de una semana en mi adolescencia leí con estupor la carta de Kafka a su padre, la leí a tramos respirando el miedo del gran escritor. En esos días me iba a la cama de mi viejo para que me abrazara y me repitiera varias veces que me quería. A veces, cuando veo a un padre abrazar a su hijo, siento que el desamor doloroso de algunos padres lo compensan con creces las legiones de padres amorosos y diligentes que deambulan por el mundo.


Escribo esta columna mientras miro a mi hija Manuela, de dos años largos, con quien he descubierto en los últimos meses que el idioma más hermoso del mundo, el más creativo, aquel donde suenan mejor las palabras es “la media lengua” que ella despliega por toda la casa desde cuando despierta hasta cuando cierra los ojos de puro cansancio en las primeras horas de la noche.

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