top of page

De cómo los políticos utilizan a los militares

Por: León Valencia, director – Pares


He seguido con preocupación y tristeza los escándalos que a lo largo del gobierno de Iván Duque involucran a mandos de las Fuerzas Militares. Durante 12 años, de 2002 a 2014, tuve una experiencia que me cambió la visión que tenía de la Fuerza Pública. Se trató de un programa de conversatorios entre altos oficiales, sectores de la sociedad civil y la comunidad internacional, alrededor de los temas de la paz y los derechos humanos, con el auspicio del gobierno de Noruega y la Universidad de Oslo. Realizábamos tres reuniones al año, una de ellas en Oslo y en algunas ocasiones íbamos a otros países. Algún día hicimos cuentas y supimos que 1080 oficiales, en su mayoría generales y coroneles, habían pasado por estos conversatorios.


No voy a contar acá intimidades de esos eventos que se hacían lejos de los cuarteles y a los que los militares acudían vestidos de civil para hablar con la mayor libertad y confidencialidad de los avatares del conflicto armado y de sus inquietudes sobre el futuro del país. En la campaña presidencial de 2010 tuvimos la oportunidad de llevar a la mayoría de los candidatos a que conversaran con los generales. En dos tandas reunimos al cuerpo de generales para un diálogo fructífero sobre los problemas de Colombia.


Debo decir que sentí una enorme alegría cuando vi que los generales Óscar Naranjo, Jorge Enrique Mora Rangel y Javier Flórez fueron llamados a participar en la mesa de negociaciones de paz en La Habana. Sabía de su verticalidad en la lucha contra la guerrilla, pero conocía también su profesionalismo y su enorme anhelo de conquistar la paz nacional. Los tres habían estado vinculados en algún momento a los conversatorios.


Ahora que han salido a flote estos escándalos de corrupción, de violación a los derechos humanos o a la libertad de prensa y que el ministro de la defensa, Carlos Holmes Trujillo ha reconocido que existe una profunda división en las filas, he rememorado aquellos conversatorios y las conclusiones que fui sacando en esos años de diálogos y reflexiones.


La oficialidad colombiana proviene toda de la clase media, las élites empresariales y políticas, con alguna excepción, no se han involucrado en las fuerzas militares y de policía. Su vida transcurre en centros de estudio propios y en cuarteles y lugares de residencia aislados del resto de la sociedad.


Hacen su vida social en clubes exclusivos y se casan y construyen sus familias en ese entorno. Eso ha cambiado un poco en los últimos años, pero la regla sigue siendo esa. El esfuerzo, la disciplina y la consagración de esta oficialidad es enorme. Sin el acceso a los prestigiosos centros de estudios nacionales y extranjeros de las élites, sin el roce con intelectuales y científicos, buscan afanosamente comprender el país y participar en su conducción.


Recuerdo mucho una charla en la que el general Mora decía que no había sido del todo buena la misión que se le había asignado al Ejército desde aquel famoso discurso de Alberto Lleras Camargo en el teatro Patria en el año 1963. Bajo el nombre de “Control del Orden Público” se los puso a desarrollar tareas de guerra inherentes a su oficio y contención de reclamos o protestas sociales que bien le correspondían a los gobiernos y a las autoridades civiles. También a compartir con la policía la persecución de delincuentes comunes. Entre tanto los políticos se limitaban a requerir sus servicios y a jugar en el campo de la política y la vida pública.


Ese aislamiento y esa división del trabajo en medio de una larga guerra y de una azarosa lucha contra el narcotráfico ha tenido algunas consecuencias deplorables. Señalo sólo tres de ellas: la polarización del país en torno a la paz se incubó en las fuerzas militares y los políticos desataron una larga disputa que generó bandos entre las filas; los militares terminaron cargando con las responsabilidades de muchas violaciones de los derechos humanos -los llamados falsos positivos- mientras los políticos se alzaban con los honores de algunas acciones especiales -la operación jaque- son ejemplos al canto; en el trato con actores ilegales diversos se fueron gestando graves fenómenos de corrupción.


Quizá los generales que mejor encarnaron la disputa alrededor de la paz fueron Sergio Mantilla Sanmiguel y Alberto José Mejía Ferrero en los tiempos del gobierno del presidente Santos. Mantilla, desde la comandancia general del ejército hablaba abiertamente en contra de las negociaciones de paz que se realizaban en La Habana y esta fue una de las razones para separarlo del mando. En cambio, Mejía se comprometió a fondo con este proceso en el último tramo de las negociaciones y fue uno de los factores que facilitó el acuerdo.


Traigo a la memoria el contraste entre “falsos positivos” y “operación jaque” por la ironía que contiene. Ya no hay duda de que esas ejecuciones extrajudiciales que han deshonrado al ejército tienen su origen en medidas y exhortaciones desde la presidencia de la República, pero los que están en el banquillo son únicamente los militares. En cambio la operación más espectacular de la historia militar del país tejida con paciencia en el seno de la inteligencia del ejército, fue capitalizada de un modo extraordinario por el mundo político mientras que sus protagonistas directos quedaron en la oscuridad.


Abundan los hechos de corrupción o de vinculación de militares y policías con actores ilegales, pero uno de los eventos más dolorosos ocurrió en Jamundí, Valle, en el 2006 cuando una patrulla militar presuntamente comprometida con narcotraficantes masacró a diez policías y a un civil en medio de un operativo antinarcóticos. Detrás de esos hechos estaban también varios parapolíticos del Norte del Valle que años después salieron a la luz pública.


No voy aquí a disculpar y a exonerar a los militares comprometidos en los perfilamientos y seguimientos a los periodistas, a la oposición y a los defensores de los derechos humanos o a los involucrados en hechos de corrupción.


Pero me preocupa, en primer lugar, que la cacería se aproveche para golpear a los sectores que se ha asomado a la paz y al postconflicto. Ya se presentó un primer hecho irregular: resulta que los primeros en salir de la institución fueron los oficiales que presuntamente filtraron la información de chuzadas y seguimiento y no los que las ejecutaron; y en segundo lugar, me entristece que también ahora todas las cargas queden en los hombros de quienes realizaban indebidas pesquisas de inteligencia y nada les pase a los políticos que las requerían.


En todo caso debemos sacar una lección de estos acontecimientos: es necesaria y urgente una gran reforma a las fuerzas militares y policiales para ponerlas a tono con los esfuerzos de paz y con la transformación de la democracia. Necesitamos una nueva fuerza pública para el postconflicto y para la búsqueda de un tratamiento distinto al cultivo, procesamiento y tráfico de drogas ilícitas.


Debemos sacar otra lección: es obligatorio superar la manipulación de las fuerzas militares y policiales por parte de la dirigencia política del país. No es justo que una oficialidad que hace enormes sacrificios para ascender en su carrera y servirle al país, sea utilizada para mezquinos y particulares intereses políticos.

bottom of page