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La búsqueda

Por: María Victoria Ramírez. Columnista Pares.


Cuando te encuentres de camino a Ítaca,

desea que sea largo el camino,

lleno de aventuras, lleno de conocimientos.

A los Lestrigones y a los Cíclopes,

al enojado Poseidón no temas,

tales en tu camino nunca encontrarás,

si mantienes tu pensamiento elevado, y selecta

emoción tu espíritu y tu cuerpo tienta.

A los Lestrigones y a los Cíclopes,

al fiero Poseidón no encontrarás,

si no los llevas dentro de tu alma,

si tu alma no los coloca ante ti.

Desea que sea largo el camino.

Que sean muchas las mañanas estivales

en que con qué alegría, con qué gozo

arribes a puertos nunca antes vistos,

detente en los emporios fenicios,

y adquiere mercancías preciosas,

nácares y corales, ámbar y ébano,

y perfumes sensuales de todo tipo,

cuántos más perfumes sensuales puedas,

ve a ciudades de Egipto, a muchas,

aprende y aprende de los instruidos.

Ten siempre en tu mente a Ítaca.

La llegada allí es tu destino.

Pero no apresures tu viaje en absoluto.

Mejor que dure muchos años,

y ya anciano recales en la isla,

rico con cuanto ganaste en el camino,

sin esperar que te dé riquezas Ítaca.

Ítaca te dio el bello viaje.

Sin ella no habrías emprendido el camino.

Pero no tiene más que darte.

Y si pobre la encuentras, Ítaca no te engañó.

Así sabio como te hiciste, con tanta experiencia,

comprenderás ya qué significan las Ítacas..

Poema Ítaca de Constantino Cavafis


Hace algunas semanas que he venido repasando los rostros de las mujeres con las que me he encontrado a lo largo de mis 50 años de existencia. No es que tenga alguna enfermedad terminal o que sienta temor por la pandemia del coronavirus. Es que hay momentos de la vida en los que uno decide hacer un balance y detenerse en aquellas personas que han hecho de la vida algo significativo. Yo he sido afortunada, me he encontrado con mujeres maravillosas, con algunas he entablado amistades muy largas, con otras, he compartido experiencias interesantes que vale la pena contar y porque no, a través de esta columna, rendirles un homenaje.


Leonor Esguerra Rojas es una de esas mujeres que me impactaron. Cuando la conocí, hace más de 10 años, ya pasaba de los 80 años, llevaba su cabello corto blanquísimo, con bella sencillez. Tenía una conversación tranquila e inteligente porque se interesaba tanto por lo elevado como por lo sencillo.


Ella se gozaba la vida y disfrutaba sin preocupaciones de la buena comida, los dulces y de un trago, si la ocasión lo permitía, porque su salud era, hasta ese momento, de hierro. Tuve el gusto de conocerla en un taller de mujeres activistas latinoamericanas, en el que trabajaba como traductora para las mujeres angloparlantes que asistían al evento.


Me llamó la atención que una mujer de su edad hablara tan bien inglés. Sus maneras tan delicadas y su manejo exquisito del lenguaje me causaban admiración. En 2012 se realizó en Bogotá el lanzamiento del libro titulado La Búsqueda, escrito por la peruana Inés Claux Carriquiry, que narra el testimonio de vida de Leonor. En sus páginas encontré las respuestas a lo que me había impresionado al conocerla, y me impresioné mucho más al conocer detalles de una vida apasionante, de rupturas y recomenzares.


Estudió como interna en el colegio Marymount de Bogotá y a los 17 años, cuando se encontraba cursando tercero de bachillerato, decidió tomar los hábitos y, el 25 de junio de 1948, ingresó al convento del sagrado Corazón de María en Nueva York.


Durante 20 años, consideró que la vida religiosa la hacía plena pero, los acontecimientos nacionales y las contradicciones mismas de la Iglesia Católica entre su teórico compromiso con los pobres y lo que la jerarquía eclesial permitía a sus comunidades, y el poco espacio para ideas nuevas dentro de la comunidad religiosa, lograron que la Madre María Consuelo, como ahora se llamaba, se hiciera militante del Ejército de Liberación Nacional junto a los sacerdotes españoles del grupo Golconda, Domingo Laín y Manuel Pérez.


Reflexiona Leonor en los comienzos de su vida guerrillera: “lo que yo experimento es que el guerrillero es un hombre que, porque le ha perdido el miedo a la muerte, se ha convertido en guardián de la vida”. Huyendo de la cárcel en Colombia por su actividad insurgente, viaja a Nicaragua, a finales de los 70, a apoyar la revolución sandinista y llegó a trabajar en una cárcel para mujeres del régimen somocista.


En los años 80, luego de su experiencia en Centro América, Leonor regresa a Colombia y, en su relación con las mujeres de los comandantes guerrilleros comparte su reflexión sobre el papel de la mujer y el machismo no sólo en el sandinismo sino también en el ELN. Ella les explicó a las guerrilleras que el triunfo de la revolución no garantizaba condiciones de igualdad entre hombres y mujeres. Que los hombres sandinistas no eran ni más fieles, ni más respetuosos, ni menos violentos con sus mujeres. Esta reflexión le costó que los comandantes del ELN no le permitieran volverse a reunir con sus mujeres.


Desde 1994, luego de múltiples búsquedas, de tener varias identidades, de viajar con pasaportes falsos, Leonor decidió recuperar su cédula original y empezar una inserción a la vida civil que no pasó por participar en ninguna negociación de paz. Luego de una reflexión interna sobre el nivel de degradación de la guerra en Colombia y de haber sido aislada dentro de la organización guerrillera, intenta convertirse en una mujer común y silvestre, empieza trabajar en una ONG.


Se sentía feliz de haber logrado insertarse como persona común, batiéndose como cualquiera para lograr alimentarse, pagar un arriendo, sin depender del aporte económico de una organización o partido político, o de los recursos de la familia destacada de la que provenía.


Leonor es una feminista de las que yo llamo feliz, que se ganaba la vida haciendo traducciones del inglés al español y viceversa. Poseía un sentido del humor exquisito, una sonrisa fresca que es signo de un espíritu absolutamente libre. Pensaba que este es el momento en que la mujer debe asumir las riendas de su destino y del de la humanidad porque el patriarcado ha llevado a la humanidad a un despeñadero.


Cuando le pedí autorización para escribir sobre ella, en su acento bogotano y con una mirada traviesa de complicidad, me dijo “querida, regio” y me contó que le harían una crónica en una revista literaria muy prestante, “eso para una ilustre desconocida como yo, es una maravilla”.


Tengo la certeza de que quiero llegar a los 80 años y más, con el espíritu, la vitalidad, la dignidad y la lucidez de Leonor a sus 80 años. No sé dónde y cómo se encuentra en este momento, pero si llega a leer estas líneas, quiero que sepa que cuando pienso en ella siento ternura, gratitud y admiración. Que, como ella, sigo haciendo mi propia búsqueda.

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