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La paz en su justa medida

Por: Guillermo Segovia. Columnista Pares.


Tal vez una de las razones por las cuales sectores conservadores y de derecha rechazan o apenas admiten algo positivo en los acuerdos de paz sea porque, por formación ideológica y opción política, siempre han considerado que, pese a la desigualdad, la pobreza y la exclusión, generadas por condiciones naturales o designio de dios, el orden, la estructura social y su predominio son inalterables y quien haya osado interpelarlo, más si de manera violenta, solo merece la Ley del Talión.


Durante décadas, sin embargo, el cristianismo, tratadistas, constituciones y la concepción liberal, que quedó plasmada en códigos punitivos, aceptaron el derecho a la rebelión consintiendo motivaciones altruistas en el levantamiento armado contra condiciones de injusticia, sojuzgamiento y tiranía. Sobre esa base se creó el capítulo de delitos políticos, tales como la rebelión, la sedición y la asonada, cuya comisión asociada a esas motivaciones, implicó un trato sancionatorio más favorable e, incluso, la posibilidad del otorgamiento de indultos -olvido total del delito- o amnistías -perdón de las penas.


Esta compresión de la beligerancia permitió que, en el país, no solo se superaran varias guerras civiles bipartidistas, sino que posibilitó que a partir de los años 60, en consenso mayoritario de los partidos tradicionales, con la oposición clandestina de fuerzas extremistas, y en la medida que el crecimiento militar y político de las guerrillas lo impuso, se hubieran intentado diálogos y negociaciones, en busca de su desarme y reincorporación a la vida civil.


Esfuerzos fracasados en los gobiernos de Betancur, parcialmente exitosos, en los de Barco y Gaviria, decepcionantes en el de Pastrana con las Farc y exitosos con las mismas en el de Santos, tras el interregno de confrontación sin tregua de Uribe. Este último rompió el consenso de las causas objetivas alrededor del tema y, alineado con EE.UU., repudió negociar con el “terrorismo” y gestionó que así se calificara a sus adversarios armados por la potencia, para enfrentarlos como enemigo común.


Álvaro Uribe Vélez, catalizando el hastío que el accionar guerrillero (Farc, Eln y residuos del EPL) generara en distintas regiones, entre ganaderos, hacendados, propietarios y gente del común, su habitat, traducido en la conformación de grupos de autodefensa, luego articulados en un ejército paramilitar nacional, con un discurso a contrapelo histórico de la oferta de paz por la vía del diálogo, prometió seguridad mediante el imperio de la fuerza y se impuso. Imagen: Pares.

Es innegable que el crecimiento y la incidencia del narcotráfico en la vida nacional, tuvo un efecto decisivo y corrosivo en el conflicto interno, ya perceptible en el gobierno Betancur. Las Farc, desde los años 80, asumieron esa realidad y, como me expresara en una entrevista por la época Jacobo Arenas, su máximo dirigente político, entendieron que “los dólares no son ni buenos ni malos sino billetes verdes que compran”.


De acuerdo con lo cual entraron a regular la actividad en sus territorios mediante “el impuesto de gramaje”, que junto con el secuestro y el abigeato la convirtieron en una organización económicamente poderosa y le dieron alas para constituir un ejército con pretensiones de tomar el poder, por lo que la negociación con Pastrana fue una jugada estratégica de opción militarista, que pagó Colombia. Igual, en caso de acuerdo, Pastrana habría incumplido.


Álvaro Uribe Vélez, catalizando el hastío que el accionar guerrillero (Farc, Eln y residuos del EPL) generara en distintas regiones, entre ganaderos, hacendados, propietarios y gente del común, su habitat, traducido en la conformación de grupos de autodefensa, luego articulados en un ejército paramilitar nacional, con un discurso a contrapelo histórico de la oferta de paz por la vía del diálogo, prometió seguridad mediante el imperio de la fuerza y se impuso.


Durante su gobierno de casi una década, no sólo logró un revés estratégico para las Farc desde el punto de vista militar, sino un giro mayoritario de la opinión nacional a la tradicional visión de la insurgencia como un actor político motivado en causas populares. Despojándolas de su calificación política, carácter al que nunca renunciaron pues siempre reivindicaron la lucha armada como medio de la toma del poder para imponer un “gobierno popular”, mediante una estrategia de descalificación, las colocó como enemigos terroristas y narcotraficantes, propiciándoles además una derrota política.


Aun así, Uribe no fue ajeno a la vanidad de verse reconocido como un protagonista de la paz y, a la vez que desarrollaba su contundente ofensiva antiguerrillera, sin reparar en la violación de derechos fundamentales de organizaciones opositoras; como lo testimonia su admirador de época tardía, el periodista Hernando Corral, buscó afanosamente puentes para adelantar una negociación de paz, como con el negociador insurgente de la paz en El Salvador, Joaquín Villalobos, o el empresario valluno, Henry Acosta.


Cuando su ungido ministro de defensa, Juan Manuel Santos, le dio la espalda para iniciar un proceso de negociación con las Farc, que le deparó réditos políticos y honores históricos a pesar de los impasses, una parte importante de la sociedad colombiana se oponía radicalmente o recelaba de esa alternativa. Por el contrario, esperaba la estocada final. Santos hizo gala de sus hígados y puso a la clase política y las fuerzas militares, salvo los fieles a Uribe, a favor de la negociación, logrando respaldo mayoritario del Congreso, pero en la calle nunca pudo rebajar las cargas.


Hace cuatro años, la firma definitiva de los acuerdos con las Farc, negociados durante casi seis en La Habana, debieron ser un día de júbilo nacional, tras 6 décadas de conflicto armado. Solo lo fueron para parte de la población, la que padeció en sus territorios la guerra, los perseverantes defensores de la solución pacífica, los políticos “enmermelados” para conseguir su apoyo y la entusiasta comunidad internacional. El gobierno Santos en su pretensión de pasar a la historia, exageró amenazas e ilusiones, no obstante la valía de su apuesta.


Una parte importante de la población, acicateada por el líder burlado, engañada por el liderazgo y las estrategas uribistas, opuestos a los acuerdos por razones de intereses socioeconómicos y jurídicos distantes de los de sus bases, se sintió traicionada y repudió la desmovilización a cambio de compromisos de diverso orden, cuando “la serpiente estaba a punto de ser aplastada”. En el sector rural con el tiempo comprobaran que al oponerse a los acuerdos votaron en contra de sus propios intereses utilizados para proteger los de otros.


En tales condiciones, difícil conseguir un consenso validara la solución política negociada para lograr la desmovilización y desarme de un importante factor de desestabilización a condición del mejoramiento de las paupérrimas condiciones de vida de la ruralidad, equidad en la competencia política y la comparecencia igualitaria ante un tribunal especial, de todos los responsables de las iniquidades de la guerra con énfasis en la verdad y la reparación de las víctimas.


Uribe no se guardó el rencor de que la victoria del no en el plebiscito sobre los acuerdos de paz, no se hubiera traducido en borrón y cuenta nueva a lo acordado, mediante un ultimátum a la Farc. Santos tardó en asegurar factores fundamentales para que aspectos clave para la modernización del país y las poblaciones de zonas de presencia guerrillera fueran garantizados. Cabalgando sobre esa disputa, Uribe impuso a Duque y más de medio país votante lo eligió con el discurso de “paz con legalidad” que en el fondo traduce: en nuestras condiciones.


Hace cuatro años, la firma definitiva de los acuerdos con las Farc, negociados durante casi seis en La Habana, debieron ser un día de júbilo nacional, tras 6 décadas de conflicto armado. Solo lo fueron para parte de la población, la que padeció en sus territorios la guerra, los perseverantes defensores de la solución pacífica, los políticos “enmermelados” para conseguir su apoyo y la entusiasta comunidad internacional. Imagen: Cortesía.

Así, las instituciones más importantes fraguadas en los acuerdos para dar cuenta de los efectos más dramáticos de la guerra y sus responsables de todos los lados, como la Justicia Especial de Paz, la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas o programas con empatía como el de sustitución de cultivos -pnis-, reciben embates de desprestigio, ya que el gobierno no pudo modificarlos y el partido de Uribe no ha podido acabarlos. Otros aspectos son atendidos a conveniencia de la concepción gubernamental de política social.


Es indudable que en la medida que las Farc avance en sus comparecencias ante la JEP y asuma la clarificación de episodios que han tenido hondo efecto en la vida del país, como en los de los asesinatos de Álvaro Gómez, Fernando Landazábal, Jesús Antonio Bejarano, entre otros, genera el espacio de duda por aclarar de otros crímenes y masacres que exigen la asunción de responsabilidades públicas, al costo de que la opinión las endilgue por siempre con el señalamiento a sus responsables de hipócritas y cobardes. Más aún, cuando la justicia transicional en el fondo es una transacción de sanciones simbólicas a cambio de la verdad.


Hoy, cerca de 13 mil personas que se reconocen de las Farc, entre miembros activos y colaboradores, se han reinsertado a la vida civil. Los que hicieron parte de la tropa todavía se encuentran en zonas de tránsito (Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación), algunos en condiciones bastante precarias y sometidos a riesgo de agresión como la abandonada sede de Ituango. Muchos se alfabetizaron, cursaron bachillerato y siguen carreras universitarias. Adelantan proyectos productivos colectivos en búsqueda de ingresos sostenibles, algunos destacados y ya insertos en cadenas de comercialización: productos agrícolas, café, cueros y cerveza.


Sus mandos, como parte de lo acordado, hacen parte de un partido con curules en el Congreso durante dos períodos, de los que ya transcurre la mitad del primero, y electoralmente, con listas propias, representan el 1% de la votación del país. A la fecha han sido asesinados 242 de sus miembros y no hay certeza de cuando pare la venganza sistemática y el intento por truncar sus liderazgos populares en algunas regiones y hacerlos fracasar. Utilizarlos para asustar con el cuento de que “se tomaron el país”, es considerar estúpidos a los colombianos. Contra todo, las Farc desmovilizadas se mantienen firmes en su decisión.


Frente a la realidad de los años enmontados, padecer los rigores de la guerra y de los daños causados a nombre de un ideal, surge una reflexión, a la luz de hoy ¿valió la pena? Muchos jóvenes murieron o entregaron sus mejores años enceguecidos por la ideología y obnubilados por la posibilidad de lograr un gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Tras esa consigna se cometieron muchos horrores e injusticias y quedaron grandes desilusiones, como lo testimonian los perfiles de Alonso Salazar en su libro No hubo fiesta.


Hoy, cerca de 13 mil personas que se reconocen de las Farc, entre miembros activos y colaboradores, se han reinsertado a la vida civil. Los que hicieron parte de la tropa todavía se encuentran en zonas de tránsito (Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación), algunos en condiciones bastante precarias y sometidos a riesgo de agresión como la abandonada sede de Ituango. Imagen: Pares.

La guerrilla no puede reclamar la violencia como un factor de cambio significativo para el país, por el contrario, con ella como disculpa, el establecimiento desorbitó las fuerzas militares, refrenó la protesta social con rudeza y abuso legal, ahondó la expoliación neoliberal, patentizó la corrupción, propició abusos a los derechos humanos y el aniquilamiento del liderazgo social. La lucha armada fue un trágico fracaso.


La derecha no puede seguir cobrando venganza del desafío insurgente al statu quo. Menos distorsionar la realidad para convertir una fuerza desmovilizada en factor de temor institucional y la posibilidad de ascenso al poder de las fuerzas de oposición como una amenaza de apocalipsis para cerrarle ilegítimamente las puertas a las necesarias reformas que demanda el país en el marco del Estado Social de Derecho. Tampoco desconocer la tranquilidad que trajo el acuerdo a buena parte del territorio nacional, hoy azotado por otros factores.


En un país del Siglo XXI, en el que tantas cosas han cambiado, ¿habrá posibilidad de convivencia y respeto de las reglas de juego en una democracia legítima? Todos los liderazgos debería recapacitar sobre que en este período no están en juego solo sus pretensiones y visión sino la posibilidad urgente de modernizar el país. Los electores tienen el reto de superar su papel de seguidores y asumirse ciudadanos, darle una oportunidad a la paz y superar para siempre el fardo de la guerra.


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