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Cuando gobierna la torpeza

Por: Guillermo Segovia


Tras dos semanas de iniciado el Paro Nacional, convocado desde el 28 de abril por las centrales sindicales CUT, CGT, CTC, la Federación de Trabajadores de la Educación (Fecode) y las Confederaciones de Pensionados CPC y CDP —pero sostenido en las calles y en las movilizaciones por organizaciones sociales que representan un amplio espectro de reivindicaciones—, con millones de personas en marchas y concentraciones, con más de 30 civiles muertos en medio de circunstancias en las que se señala a la Policía como responsable, con cientos de personas heridas, con daños a infraestructura e inmobiliario urbano y comercios, parece inevitable preguntarse: ¿Por qué el Gobierno, advertido de la impopularidad de la reforma tributaria y del ambiente de hastío con los efectos de la pandemia y las medidas para controlarla, se obstinó en tramitarla?


Algunas respuestas a esta pregunta podrían ser: por soberbia, sobradez, alienación de la realidad, exceso de confianza en la “mermelada”, ambición o terquedad. Aunque la calificación del contenido de la reforma depende de la posición que tenga la persona especialista frente al Gobierno, algunas han ponderado aspectos que intentaban reducir las dádivas al gran capital otorgadas en reformas anteriores, cubrir el déficit fiscal y garantizar la continuidad de programas sociales ampliando el ingreso solidario creado para paliar los efectos de la pandemia en los sectores populares (con todo y su insignificancia real, pues no supera los US$ 10 al mes). Duque pretendía, en su entender y el del exministro de Hacienda, una reforma que los pasara a la historia. Todo ello ampliando el recaudo sobre la base de gravar las rentas y patrimonios de la clase media y la comida de las personas en condición de pobreza.


Pero la estrategia de comunicación y socialización de la reforma, por parte de la Presidencia y el Ministerio de Hacienda, en cabeza del evasivo y prepotente Carrasquilla, no promovió los aspectos supuestamente correctivos que podrían haberle ganado adeptos al proyecto, sino que, para fortuna del país, exhibió las medidas más agresivas contra los menguados ingresos de los sectores medios (hoy deslizados a la pobreza, que ya cubre al 48% de la población según el Dane) y el destino de los recursos: costear aviones de combate por 14 billones de pesos. Mientras tanto, sin vergüenza alguna, la procuradora uribista, Margarita Cabello, anunciaba un proyecto para crear mil nuevos cargos en esa hoy cuestionada entidad, que seguro compensaría los votos a favor de la reforma.


Comenzar por el anuncio de gravar café, huevos, chocolate y otros productos de primera necesidad fue provocador y agresivo, especialmente cuando el propio Dane revela que 3 millones de personas han suprimido una de las tres comidas diarias. Así se fue destapando una horrorosa caja de pandora que incluía, además, impuestos a los ingresos medios ahorcados de cargas, acabar con estímulos al cine, sacarle parte de regalías bastante misérrimas a personas dedicadas a la escritura y al arte, y cobrar derechos por ceremonias funerarias en plena mortandad. De ñapa, una periodista conveniente le pregunta al entonces ministro de Hacienda cuánto vale una bandeja de huevos y este no tiene ni idea.


El propio partido del presidente mostró cautela y su jefe, el expresidente Uribe, luego de mandar a sus hijos a darle línea a Duque (“lo que hay es que producir”), con la antena puesta en las próximas elecciones y en la inminente reacción ciudadana, intentó que se modificara el contenido de la reforma. Con igual olfato electorero el jefe de Cambio Radical, Germán Vargas, se vino lanza en ristre contra el proyecto de ley, no por impopular sino por inoportuno y, aunque pasó inadvertido, por afectar al gran capital inversionista. Otro tanto hizo el jefe del Partido Liberal, César Gaviria, en una escena teatral, aunque efectiva para negar el apoyo de su partido. Otros más se escurrieron y la oposición dio un no rotundo. Los gremios económicos, tanteando el caldero, sugirieron revisarla e incluso aplazar las prebendas de las que han sido objeto.


Ante la desmedida amenaza a los bolsillos de profesionales, personas empleadas y rebuscadoras, las centrales obreras y aliadas no hicieron otra cosa que fijar fecha para, con este motivo, dar continuidad a la suspendida vigorosa movilización que inició el 21 de noviembre de 2019 –con su pliego reivindicativo pendiente– y que amainó luego del asesinato de Dilan Cruz (cuya responsabilidad se le atribuye al Esmad) y de las medidas de aislamiento preventivo obligatorio impuestas el año pasado para conjurar los efectos de la pandemia provocada por el COVID-19 (situación también manejada de forma mediocre y propagandística por el Gobierno). Pese a todo, Duque radicó la reforma.


Desde el 28 de abril ha sucedido una inadvertida explosión de inconformidad contenida, con un acumulado de frustraciones, incumplimientos, desconfianzas y rabia por condiciones cada vez más difíciles de vida para millones de colombianas y colombianos. A la pérdida de empleo y de capacidad adquisitiva de la mayoría de personas se suman la incertidumbre y el temor la juventud frente al futuro, las esperas y desplantes a grupos afrodescendientes, indígenas y campesinos, la desilusión con un proceso de paz que prometió mejores días, y el reclamo a quienes desde el gobierno y la derecha lo pervirtieron (al punto que a la fecha hay al menos 270 firmantes asesinados y asesinadas, además de que a diario se asesina a líderes y lideresas sociales para contener la inconformidad y el empoderamiento en los territorios).


Al reto obtuso de presentar la tributaria para negociarla en el Congreso con los partidos, bajándose de las pretensiones exageradas de recursos y las amenazas de “falta de caja” para pagar sueldos –como hizo con las anteriores propuestas cuando tenía capacidad de transacción y se dedicó a colmar de exenciones a las grandes empresas con el cuento de que generarían empleo–, el Gobierno le sumó el absurdo tratamiento de la protesta social como asunto de orden público, tratando de disuadir las manifestaciones a punta de gas lacrimógeno y protuberantes violaciones de los derechos humanos con empleo indebido de la fuerza, uso de armas no convencionales y, en la euforia represiva, al menos una treintena de muertes a bala.


Colombia vive un levantamiento popular sin precedentes. En las ciudades hay permanentes y masivas manifestaciones en distintos puntos, enfrentamientos con la fuerza pública y una contención desmesurada por parte de ésta, asonadas criminales en las periferias que desde distinto origen –tribus, guerrilla urbana, delincuencia– agravan la situación y sirven a los adversarios del movimiento social y popular para desviar el foco de su poderosa demostración de indignación. En no menos de 600 municipios se han dado protestas. En las carreteras, retenes y bloqueos de pobladores y camioneros —inconformes con aranceles y peajes, y a los que el fiscal pendenciero amenaza con expropiar— impiden el paso y generan desabastecimiento. También en las principales capitales del mundo se dan expresiones de solidaridad con el paro.


Atolondrado ante la beligerancia y la potencia de las manifestaciones, el Gobierno transitó errático de la oferta de negociación del contenido de la reforma al anuncio de su retiro y a la renuncia del inescrutable Carrasquilla. De esta forma, aspiraba lograr calmar a “la calle”. Sin embargo, esta previsión fue ingenua o porfiada, pues es claro que las demandas acumuladas superan el motivo inmediato del descontento y la representación del paro exige negociarlas en forma directa.


En un intento por repetir la maniobra del paro anterior, Duque enroca el gabinete para poner una cara amable en Hacienda —que con el anuncio de no comprar aviones y no aumentar tributantes buscó traer calma—, llama a un “diálogo nacional”, bajo su cronograma y agenda, que pretende convertir en una convergencia de respaldo a su legitimidad y con el que busca lograr acuerdos para enfrentar el atolladero fiscal sin hacer concesiones de carácter social más allá del “ingreso solidario” (sospechosamente apreciado en posibles votantes uribistas, según las encuestas, con lo que en lugar de desactivar la movilización ratificará sus motivaciones).


Obstinados en negarse a reconocer la realidad, el Gobierno, sus aliados, su partido, el líder de este y tutor del presidente buscan extravagantes explicaciones a la oleada de indignación que inunda el país para no reconocer el desastre social de Duque ayudado por la pandemia. El último embuchado grotesco de Uribe fue acudir a las elucubraciones de un fanático pronazi chileno, invitado especial e inconstitucional en escuelas de formación militar, para advertir sobre una supuesta “revolución molecular disipada”: la consumación de las profecías. Estrategia revolucionaria en la que —siguiendo el embuste teórico que podría justificar un baño de sangre— estarían confabulados los expresidentes Santos y Samper, las centrales obreras, los estudiantes de la Distrital y de los Andes, la Coalición de la Esperanza y el Pacto Histórico, las madres de Soacha, el personal de salud, los camioneros, el Cric, ‘Juanpis González’, el ELN y los que tumbaron las estatuas de Nariño y Bolívar con los que derribaron las de Pastrana y Belalcázar. Una ofensa más —con su consabida peligrosidad— contra la gente y sus derechos provocada por la cada vez más notoria y delirante pérdida de poder del uribismo.

El presidente Iván Duque tiene dos opciones para enfrentar la situación actual con miras a lo poco de mandato que le queda. La primera: ignora la movilización o intenta embolatarla para ganar tiempo e imponer un acuerdo de élites que postergue las demandas sociales y evite la posible agudización del descontento en las calles, para cuyo control acudiría a la conmoción interior y a recostarse en la ley marcial hasta terminar el periodo si los cantos de sirena de su entorno no lo tientan con quedarse para “salvar la patria”. Un triste final para el presidente más joven de Colombia hasta la fecha.


La segunda alternativa: establece una negociación seria con el Comité del Paro y con las organizaciones sociales; retira los proyectos en trámite considerados como lesivos para los intereses de las mayorías (las reformas a la salud, a las pensiones y a las condiciones laborales);desarrolla una reforma tributaria progresiva y equitativa que garantice los recursos necesarios para una renta básica;ofrece vacunación pronta y eficiente contra el COVID-19; garantiza gratuidad en la educación superior y cumple con los compromisos adquiridos con el movimiento estudiantil; impulsa una reforma a la Policía y al Esmad; y se compromete con la implementación integral del Acuerdo de Paz, con no adelantar fumigaciones con glifosato, con no desarrollar proyectos de fracking y con ofrecer garantías de elecciones transparentes. De esta forma, no todo estaría perdido.


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