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Cincuenta días que estremecieron a Colombia

Por: Guillermo Segovia Mora

Abogado, periodista y politólogo


Decretado, por ahora, el cese de las movilizaciones del paro nacional iniciado el 28 de abril, es hora de los balances. La derecha, sin matices, encubriendo su rechazo en un formal y propagandístico reconocimiento del derecho a la protesta, ve estas jornadas de movilización como un fracaso catastrófico midiendo los efectos desde el impacto en la economía. La orden de Uribe desde el comienzo fue reprimir y no negociar. El centro considera que se fue demasiado lejos porque aún confía en que los canales institucionales pueden ser vía de solución a la crisis. Desde la izquierda y las organizaciones convocantes se celebra como un hito de las luchas populares, y desde la extrema izquierda como una inflexión revolucionaria.


Un análisis maximalista diría que lo logrado fue poco frente a un pliego de reivindicaciones tan amplio —más de cien puntos con reclamos de diverso tipo— si no se detiene a medir la dimensión de las derrotas gubernamentales. De hecho, el retiro del proyecto de reforma tributaria y la renuncia del ministro de Hacienda llevaron al candidato más opcionado para ganar las presidenciales del 2022, Gustavo Petro, a sugerir que era momento de levantar el paro porque lo consideraba un éxito y que era innecesario someter a las y los manifestantes a más riesgos ante la brutal represión policial solapada por el Gobierno.


Tal vez, en la efusividad de tan maravillosas demostraciones de indignación y rebeldía, se cayó en el error de pretensiones inmediatas mayores —siendo probablemente la renta básica universal la más significativa—desatendiendo la capacidad de reacomodo y cicatería de los sectores dominantes, y sin apreciar el enorme logro de haber echado para atrás la tributaria y la privatista reforma a la salud. Desde la proclamación de la Constitución de 1991, la de los derechos sociales y la economía neoliberal, en tres décadas ninguna receta impositiva de ese talante ni el modelo en su todo había recibido revés tan contundente.


Esta vez la gente en la calle impidió que se gravara lo que restaba de la canasta familiar y se pusiera a pagar impuestos a casi toda una clase media empobrecida, en el ambiente tétrico de la pandemia, entre otras exacciones que se intentaban compensar con más asistencialismo precario. Una gran victoria popular. Se paró en seco la intención de arreglarle la economía a los ricos, favorecidos sin rubor por Duque en las dos tributarias anteriores y en las medidas para paliar los efectos del covid-19. Esto a costa de esquilmar aún más a los sectores de ingresos medios y a los pobres, en un nuevo despojo a favor del capital.


Pero no sólo eso. El paro logró concitar a favor de su causa una solidaridad mundial sin precedente, en parte por los resquemores que desde el inicio generó un Gobierno adversario de una paz admirada. Apoyo que creció en la medida en que la prensa internacional —no sometida a la servidumbre de los grandes medios del país— mostró los números y el rostro de la tragedia y, desde las calles, la justeza de la indignación de un pueblo atacado por la Policía nacional como al más odiado de los enemigos —en especial la indignación de miles de jóvenes en la indigencia que encontraron en el tropel la comida, la familia y la osadía de sentirse alguien—.


En el frente internacional, el Gobierno también perdió. La realidad trasmitida por corresponsales desde los sitios de protesta y las manifestaciones de apoyo en las principales ciudades del mundo, animadas por la diáspora colombiana y simpatizantes progresistas, dio al traste con una narrativa falsa, repetitiva y contraevidente de complot internacional propalada por las embajadas con burdos montajes de video e incluso con una risible autoentrevista presidencial en inglés para desconocer las causas del estallido en la deuda social acumulada y en su propia deficiente gestión. Por meter las patas también le tocó irse a la ministra de Relaciones Exteriores. Otro punto para los inconformes.


A todo lo anterior se suma que, a regañadientes, después de negar los hechos y de rehusarse a recibirla, luego de una visita a Washington lacónica y rodeada de reclamos, la nueva canciller y vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, tuvo que aceptar la visita de trabajo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) solicitada por las organizaciones al mando de la protesta ante la evidencia de la incapacidad, indiferencia y complicidad de los organismos de investigación y control frente a la estrategia represiva desarrollada por la Policía antidisturbios para controlar el levantamiento social. En su extremismo conspiracionista, para el Centro Democrático la CIDH es “izquierdista”.


Pese a la desfachatez de nombrar como interlocutor de la Comisión para el caso al fascista embajador en la OEA, Alejandro Ordóñez, la comparecencia de las víctimas de la represión oficial con sus denuncias ante el organismo continental —esperado en manifestaciones festivas con desmedidas expectativas, como un ente justiciero frente a la ignominia— en sesiones in situ en los puntos de resistencia en Bogotá y Cali, donde comunidades consternadas y huérfanas de protección expresaron su drama ante la inclemencia de las fuerzas policiales auspiciada por el Gobierno, constituye, aún en lo doloroso de su motivación, otra victoria del paro. A la CIDH se suman las contundentes denuncias de las prestigiosas Human Rights Watch y Amnistía Internacional.


La represión incontrolada y furiosa de la Policía pareciera obedecer a la asunción por parte los mandos militares y la dirigencia civil de las interpretaciones torcidas de la realidad social de un nazista delirante chileno —sin importancia allá, oportuno acá— de acuerdo al cual hay que frenar con violencia anticipatoria una supuesta “revolución molecular disipada” en camino —que no es otra cosa que la reacción indignada de la población contra la miseria y el abuso del poder en todo orden y sin límite de vergüenza—. La potencia y sinceridad de la insubordinación civil colombiana dio al traste con esa coartada de Uribe y su séquito. Nadie cayó en el engaño de Duque de que un cambio de uniforme constituye una reforma a la policía. Y el haber impuesto esa necesidad es también mérito del paro.


Tras 50 días del inicio de este nuevo ciclo de protestas, el Comité Nacional de Paro determinó la suspensión de acciones para replantear la estrategia de movilización dirigida a presionar al Gobierno para la negociación del pliego de peticiones —presentado en las jornadas del 21 de noviembre de 2019 y robustecido con nuevas demandas ante los efectos sociales devastadores de la pandemia del covid19 y la forma en que la administración Duque manejó sus efectos—.


Entre las nuevas tácticas, ante la mezquina decisión del Gobierno, azuzado por el expresidente Uribe —su tutor—, de dilatar, aparentar y no negociar, el Comité optará por hacer pedagogía de la plataforma social e intentar sensibilizar al Congreso para que ofrezca salidas legislativas a algunas de las demandas. Es una pausa. La apuesta grande está en las elecciones presidenciales y de Congreso el próximo año.


Un sector más radical y desencantado de las “instituciones democráticas”, desde la Asamblea Nacional Popular y con las primeras líneas juveniles al frente, pretende mantenerse en las calles; no se siente representado por el Comité Nacional del Paro ni cree en esta democracia ejercida desde el Gobierno de manera tramposa.


En torno a los barrios marginados y en pobreza extrema, con el correr de los años se han venido consolidando organizaciones comunitarias con autonomía, formación política y reivindicaciones propias asociadas al territorio. En estos lugares, la palabra “resistencia” atiende al significado de desconocimiento del poder establecido, en la ruta del cambio. Se concibe, en proyección a la sociedad entera, un momento deconstituyente como fase previa a la constitución de nuevos escenarios de poder.


La más vigorosa movilización en lo corrido de siglo XXI —si no de la historia de Colombia— involucró a cerca del 70% de los municipios y ciudades del país, sectores medios y populares, la más diversa presencia de actores sociales (personas trabajadoras, campesinas, pensionadas, desempleadas, defensoras de derechos humanos, estudiantes, camioneros, artistas, activistas, independientes, nuevas ciudadanías, defensores de derechos humanos, organizaciones sociales, entre otras) y étnicos, con la ya histórica presencia de La Minga del Consejo Regional Indígena del Cauca y de la comunidad Misak, así como de las organizaciones de afrodescendientes del Pacífico. Pero, ante todo, fue la toma de Colombia por los y las jóvenes.


El mayor delito de la clase dirigente política y empresarial ha sido haber engañado y defraudado a la juventud. Las ansias de riqueza fácil y la politiquería la llevaron a desentenderse del cambio generacional coincidente con el despuntar del nuevo siglo, acompañado de una revolución comunicativa, expectativas de acceso a la educación y de mejores condiciones de vida. La mayoría de manifestantes (trátese de jóvenes de la marginalidad o universitarios y universitarias de clase media) vivieron o supieron por sus familias de los estragos a los derechos civiles durante la “seguridad democrática” y tienen una posición antiuribista, apoyaron el plebiscito por la paz, llevan un lustro marchando y quieren hacer realidad sus derechos a través de un cambio político trascendente.


Los y las jóvenes de los sectores populares saben de su congénere que intentó buscar trabajo y terminó de “falso positivo del ‘cucho’ Uribe”, que no hay trabajo para quienes vienen de algunos barrios y pueblos, que hay una marca para las personas en condición de pobreza. La muchachada de clase media vio como a sus familias se les deterioró el nivel de vida cuando desde arriba decidieron “sincerar” la economía a su costa. Han constatado que aquí las personas ricas nunca pierden y que es costumbre en los gobiernos tapar los huecos con los huesos de los que están por debajo.


También se han dado cuenta del desprecio que sienten en los clubes de la “gente bien” —como ha dado en calificarse para diferenciarse de la “chusma callejera”— por los sirvientes que se les acercan, aunque muchos miembros de grupos privilegiados —y episodios de todos los días lo reiteran— han compartido alcoba con lo peor de mafia narcotraficante. De la aporofobia es muestra fehaciente la manera en que fueron insultados y atacados, en Cali y Bogotá, indígenas caucanos y jóvenes de las barricadas por parte de la Policía y de personas de barrios residenciales de estratos altos.


Lo que ha sido calificado como un “estallido social” combina las formas tradicionales de protesta (marchas, movilizaciones, plantones, concentraciones), bloqueos a importantes vías urbanas y carreteras nacionales —aspecto fortalecido por la concurrencia con un cese de actividades de los camioneros— con la inédita apropiación y defensa de territorios en zonas populares de Bogotá y Cali a través de novedosas formas de organización asamblearia, los cabildos y las ollas comunitarias. Las llamadas “primeras líneas” son grupos de personas voluntarias para la contención de los ataques policiales dirigidos a dispersar las concentraciones. Como garantía del derecho a la protesta han generado una amplia solidaridad de las misiones médicas, abogados y donantes.


La resignificación de lugares a través del ejercicio de renombrarlos (Puerto Resistencia, Loma de la Dignidad, Calle del Aguante, Avenida Misak),  el poderoso Monumento a la Resistencia en Cali —un colorido puño en alto de 10 metros con los rostros de los jóvenes asesinados durante las protestas—, el derribamiento de estatuas de colonizadores, políticos y hasta de “El libertador”, Simón Bolívar —en un reclamo de reescritura de nuestra historia—, los CAI policiales convertidos en bibliotecas y la exhibición de la bandera tricolor de diversas maneras para darle nuevos sentidos; todas estas realidades hacen parte y son expresión de las características del sacudón de imaginarios vivido en estas semanas.


El paro es un acontecimiento cultural y comunicacional que impactó la sociedad al asociar la fiesta, la imagen, el grafito, el canto, el perfomance y los sonidos para fijar mensajes de reivindicación, reclamo, denuncia y duelo. Inéditas y valientes expresiones de comunicación popular y periodismo alternativo (Canal 2 tv, en Cali; el canal de Youtube Desigualados, en Bucaramanga; los portales La oreja roja y La cola de la rata) e iniciativas de periodistas profesionales como quienes hacen parte de 070, La vorágine, Cuestión Pública, Análisis Urbano, a los que se suma Noticias Uno, además del activismo en las redes sociales, han roto el tradicional monopolio informativo de la llamada “gran prensa” y han debelado su complicidad con el poder.


Al calor de las protestas han surgido o se han dado a conocer agrupaciones culturales nacidas en las barriadas y, de nuevo, artistas de reconocimiento nacional han participado activamente dándole resonancia a las demandas populares. Tal es el caso de Adriana Lucía, Alejandro Riaño, Julián Román, Andrés Parra, Robinson Díaz, Iván Benavides, Edson Velandia, Susana Boreal, Carolina Ramírez y Carolina Guerra, entre tantos. Esta podría ser la causa del asesinato por sicarios del popular cantante negro bonaverense Junior Jein, el pasado 13 de junio en Cali. Un epílogo macabro de advertencia luego de levantarse los bloqueos mediante acuerdos con los grupos de resistencia.


Intensos y agitados días en los que tras marchas y concentraciones, al caer la noche, ante los intentos del Esmad y la Policía por desalojar a las y los manifestantes de sus posiciones, se vivieron batallas campales con las primeras líneas, trincheras de jóvenes ataviados para la defensa pasiva y activa, resistiendo, respaldados por sus mamás, familias y vecinos —lo que le ha dado a esas situaciones un carácter épico ante la desproporción de fuerzas entre atacantes y atacados, en episodios de represión brutal de la fuerza pública varias veces acompañada de elementos paramilitares—. En esos puntos parecía revivirse la epopeya comunera del Paris de hace dos siglos o la efervescencia rupturista del 68. Algo ha de cambiar tras este frenesí.


En una pensada artimaña de desgaste, demagogia y desprestigio, el Gobierno, repleto de “estrategas de comunicaciones” pagadas con plata de todas y todos, acompañado de algunos de los grandes medios y gremios económicos, intenta torcer el análisis del paro centrándose en los daños y efectos económicos —el vandalismo que sirve al gobierno y los medios para desprestigiar la movilización— y eludir un juicio sobre su torpe provocación con la tributaria, sus exhibiciones de evidente clasismo y su poco hábil histrionismo. Es la manera burda de negarse a interpretar y canalizar un suceso social sin precedentes y de largo aliento.


Peor aún, a última hora pretende sacar ventaja de su ineptitud con todo tipo de promesas demagógicas: la matrícula cero para estratos 1,2 y 3 que negó, pero que ahora concede —sin advertir que será solo por un semestre—, la activación de los consejos de participación juvenil —instancia despreciada a la que ahora acude para tratar de contentar—, Conpes para la juventud, facilidades inauditas de vivienda, ofertas de empleo en convenio con la empresa privada, diálogos regionales para negar interlocución al Comité Nacional del Paro. Saben el gran error de haber descuidado ese potencial electoral emergente.


Urgida por Uribe, corre una nueva tributaria salvavidas que “paguen los más pudientes” para garantizar ampliar el “ingreso solidario” y que compre los votos esquivos para evitar “la amenaza socialista”. Ofertas que causan extrañeza respecto a por qué no fueron planteadas antes, y que ofrecen la certeza de que hay mucha demagogia para ganar tiempo mientras los sectores dominantes zanjan diferencias y cuajan una alianza que les permita —si aun a estas alturas y con lo que ha pasado es posible— imponer correctivos a la economía a costa de las mayorías o tranzarse en una progresividad engañosa que calme los ánimos por algún tiempo.


Duque, el presidente más joven de Colombia, creyó —perverso y mezquino como sus superiores— que era posible engañar a la juventud y a los sectores marginados y empobrecidos. En eso, de manera fatal, él y los suyos fracasaron. A este pueblo que se paró tan firme y sublime en estos días le corresponde liderar su destino. La democracia ofrece un camino: votar caudalosamente, lograr una victoria contundente por una propuesta progresista y alternativa en las próximas elecciones para Congreso y Presidencia de la República.


La andanada contra una declaración de uno de los dirigentes del paro —conveniente y corruptamente filtrada y amplificada por los medios—, donde afirma que se trata de un movimiento político con el objetivo estratégico de derrotar al uribismo para posibilitar un nuevo rumbo, no es gratuita. La reacción pública, contraria a lo que los azuzadores de la “chuzada” esperaban, es afortunada: claro que es un paro político y su objetivo legítimo, buscar una propuesta de cambio para el país. De eso se trata.


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