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Duque y su moral guerrerista

Por: Guillermo Linero Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda  

Escuchar al presidente Duque asegurar que en su Gobierno se ha hecho más por la paz de lo que se hizo en el Gobierno de Juan Manuel Santos es tan incoherente, o lejano de la verdad, que no sabe uno si reír o si morderse los codos. Esto lo digo porque en el anterior Gobierno cesaron los enfrentamientos entre las extintas FARC-EP y el Estado. Este conflicto armado dejaba cientos de personas muertas cada año, y de ahí la singular necesidad de replantear el Hospital Militar debido a la falta de heridos en combate; mientras que en el Gobierno del presidente Duque viene ocurriendo todo lo contrario.

Este Gobierno se ha mostrado reacio a la paz y —por qué no decirlo— la ha vuelto trizas. ¿O acaso es posible que durante la jefatura de un presidente pacifista y en apenas dos años de su mandato hayan asesinado impunemente a más de mil líderes sociales? ¿O que se hayan cometido más de cuarenta masacres y asesinado a tantas personas jóvenes por el solo hecho de salir a reclamar por sus derechos? En un gobierno pacifista, al no perseguirse a manifestantes ni a personalidades políticas de la oposición, se excluyen por sí solos los métodos canallescos como entrampar, difundir fake news o meterse a la justicia en los bolsillos.

Pero bueno, tomando aire para no reír ni tampoco llorar, la conclusión grave es que el actual Gobierno —repito, contrario al anterior— ha demostrado ser guerrerista antes que pacifista. Y ha sido guerrerista debido a su afinidad con la doctrina de la extrema derecha. Doctrina que carece de métodos de acción pacifista para resolver los conflictos que puedan surgir con otros países, y que tampoco cuenta con mecanismos seguros para resolver los conflictos con su propia comunidad. En cuanto a lo primero, las recientes acusaciones a Maduro por parte de Duque, diciendo que está promoviendo un atentado criminal en contra suya, son propias de la fragua de la guerra; y en cuanto a lo segundo, enfrentarse a su propio pueblo es un grave exabrupto si consideramos que la misma constitución le obliga a protegerlo.

Con el talante del guerrerista, este Gobierno se ha opuesto con ardides a todas las propuestas pacifistas y, de paso, en una obvia derivación, ha incentivado la violencia. Rehuirle al diálogo con las juventudes levantadas en protesta, sacar a las calles al Esmad (con licencia para usar desproporcionalmente sus armas de contención civil) e incrementar la compra de sistemas de inteligencia para efectos del perfilamiento de civiles, son una muestra palmaria de su adhesión a la guerra.

En su papel de guerrerista, el Gobierno de Duque —igual a como lo hace su jefe perpetuo— asume posturas de repulsa respecto a los reclamos o protestas pacíficas al tildar de violentos y de terroristas a los y las jóvenes marchistas. Y lo hace sin temor a contagiar con el odio y la sed de venganza a seguidores o copartidarios, siendo estos, como lo son, de muy baja estofa. En fin, la violencia por la sola violencia.

Algunos funcionarios del Gobierno, o sus copartidarios del Centro Democrático, ponen de relieve o dejan entrever que la muerte de una persona en manos de otra puede ser de buena moral. Pienso ahora en el ministro de Defensa, Alfredo Molano, y en su concepto de “máquinas de guerra” para justificar el asesinato de niñas y niños abandonados por el Estado; y pienso en la “asistencia militar” decretada por Duque para contener la acción de las marchas sociales. Medida que casa perfectamente con la premisa militar pregonada por la senadora María Fernanda Cabal acerca de que “El ejército es una fuerza letal de combate que entra a matar”. Una premisa cierta en el fragor de una guerra convencional; pero un hecho anómalo en contextos totalmente civiles.

La filosofía de los sectores guerreristas se ha basado, a lo largo de la historia, en la falta de ética (recordemos al abogado de la Espriella y su personal deontología: “La ética no tiene nada que ver con el derecho”); se ha basado también en el aprovechamiento de la llamada “voluntad divina”, que parte de que los pobres y las víctimas son pobres y víctimas, y así han de seguir siéndolo por destino divino; y se ha basado en la conveniencia económica, despertando entre sus adeptos y simpatizantes la falsa idea de que, antes que la vida, es la propiedad privada la sagrada.

Sin lugar a dudas, el guerrerismo es una reacción de los poderosos (de quienes inexplicablemente detentan grandes riquezas y de quienes practican la corrupción) generada por la inquietud y la angustia que les suscita la consecución de la paz, como si el desarme de la población y la administración política soportada sobre principios de equidad y buenas maneras amenazaran sus negocios y libertades.



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