Por: Germán Valencia Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia
La ciudadanía es tal vez uno de los conceptos que mayor atención ha tenido en los estudios políticos. Este interés permanente se debe, por un lado, a la fascinación histórica que se tiene con el sistema democrático y, en él, al ciudadano como su célula básica; y, por el otro, a la dinámica de las luchas que se han dado entorno a la ampliación de los derechos políticos, económicos, sociales y culturales de las personas.
La ciudadanía se ha convertido en una especie de membresía o título político que les brinda a las personas la oportunidad de acceder a unos derechos básicos como la educación, la salud o la prestación de otros servicios sociales. Derechos que, idealmente, deberían ser iguales para todos los habitantes de los territorios, pero que en la práctica se entregan de manera desigual, tanto entre los Estados nacionales como al interior de ellos.
Los derechos a los que tiene acceso un habitante de un país desarrollado no son los mismos que tiene una persona de un país tercermundista; así como los derechos a los que puede acceder una persona que vive en las grandes ciudades –en países como Colombia– no son los mismos que tiene a su alcance alguien que habita en la ruralidad. Es decir, el acceso a los derechos de la ciudadanía es diferenciado; depende de los lugares donde se habita: los derechos de los habitantes urbanos son más amplios o, al menos, más factibles de ser garantizados que para el caso de poblaciones rurales.
Esta disparidad nos debe llevar a reconocer que el ejercicio de la ciudadanía, en países como los latinoamericanos, es mejor para el habitante de las ciudades –de la clásica polis– que para el habitante rural. La población que vive en el campo no logra tener una ciudadanía plena, no puede acceder a los derechos de bienestar social a los que tienen acceso sus contrapartes urbanas. Estamos en una región donde existen, al menos, dos ciudadanías: una de primera clase y otra de segunda, correspondiendo, por supuesto, esta última, a habitantes rurales.
Esto es visible cuando se revisan variables asociadas a la salud –como la mortalidad infantil–, a la educación –como la cobertura–, a los servicios públicos –como el acceso y la continuidad– o las redes de transporte. En todos estos aspectos, sin duda, existen disparidades intra-nacionales. Así, por ejemplo, un niño de una ciudad grande o intermedia encuentra con mayor facilidad un sitio para estudiar primaria, mientras que otro que habite un pequeño pueblo, alejado de las urbes, tiene enormes dificultades para recibir educación la mayoría del año y, además, para que esta corresponda a un servicio de calidad.
Esta disparidad entre zonas urbanas y rurales, en el ejercicio de la ciudadanía, tiene graves consecuencias: genera un círculo vicioso en la población. El habitante rural tiene una falta de servicios de apoyo que hace que los derechos sociales y de bienestar sean más difíciles de ejercer. Estas carencias provocan, a su vez, que le sea más difícil participar plenamente como ciudadanos y ciudadanas en las dinámicas económicas, políticas y culturales. Y, finalmente, esto lleva a que las poblaciones rurales sufran con más fuerza la pobreza y la marginalidad.
Somos países compuestos por una población rural muy diversa, integrada por comunidades indígenas, campesinas, afrocolombianas, mineras artesanales y pescadoras, entre otras. En términos porcentuales, el territorio rural cubre cerca del 70% de la región. Una territorialidad amplia que sustenta buena parte de las riquezas nacionales: allí se ubica su capital natural –biodiversidad– y gran parte del cultural –conocimientos ancestrales y lenguas–; además, soporta la mayor parte de la sustentabilidad alimentaria de sus países.
A pesar de esto, a los habitantes rurales les tratamos como ciudadanas y ciudadanos de segunda o tercera clase. Les excluimos de las dinámicas tanto económicas como políticas: son los territorios con mayores carencias y necesidades básicas insatisfechas, siendo la tasa de pobreza rural casi el doble de la urbana en la mayoría de países de la región. Y en lo político, su presencia en los debates nacionales ha sido mínima, y, por tanto, su incidencia en las decisiones de país ha sido casi nula.
Ante esta situación de marginalidad, pobreza y violencia estructural, en semanas como estas, donde se conmemora el día de la raza o la hispanidad –que tiene su origen el 12 de octubre 1892, cuando la Reina Regente María Cristina, viuda de Alfonso XII, declaró la fiesta para conmemorar el cuarto centenario de la llegada de Cristóbal Colón a América: suceso que marcó el inicio de la conquista de este continente–, sería muy conveniente que recordáramos esta realidad y pusiéramos la mira en la ruralidad, en especial, en las personas más desprotegidas de estos territorios.
No podemos seguir permitiendo que se repita la historia de un abandono constante del habitante rural en nuestra América. Debemos trabajar en ampliar o, al menos, igualar los derechos de las poblaciones rurales frente a las urbanas. Es necesario poner nuestros esfuerzos en lograr que la participación de los ciudadanos y las ciudadanas rurales sea efectiva en el sistema político y que se mejore su bienestar. Debemos trabajar para que, en fechas como esta, se avance en la reivindicación de una ciudadanía igualitaria; una donde el habitante rural tenga las mismas oportunidades que el resto de la población que hace parte sistema político y económico en el que está inscrito.
Este debe ser un compromiso ético de corresponsabilidad con el bienestar de estas poblaciones históricamente marginadas. La idea es que las autoridades estatales del continente, en meses como este –que podría muy bien llamarse el mes de la ciudadanía rural–, presenten avances y definan políticas para la inclusión del habitante rural. El objetivo es reducir disparidades y convertir a las poblaciones rurales en partícipes de una sociedad con igualdad de oportunidades y con plenos derechos. Una sociedad donde se avance en el cierre de brechas entre los derechos que tienen las personas que viven en las urbes y aquellas que habitan el campo.
* Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona a la que corresponde su autoría y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación (Pares) al respecto.
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