
Alfredo Saade, recién nombrado jefe del Despacho presidencial, tiene bajo su control la Unidad de Cumplimiento. Esa oficina surgió con el decreto 2647 del 30 de diciembre de 2022, que en su artículo 25 establece que esta dependencia estaría encargada de hacer seguimiento a las macrometas del Gobierno en coordinación con el Departamento Nacional de Planeación (DNP), así como proponer mecanismos de articulación entre entidades, hacer seguimiento a las acciones necesarias para cumplir los pilares de transformación establecidos por el presidente de la República, asesorar a las entidades gubernamentales, junto con el liderazgo de la implementación del Sistema de Información de Cumplimiento, además de presentar informes periódicos al presidente y al secretario general sobre los avances en la gestión pública nacional.
No es casualidad. Saade llegó a este cargo con la finalidad de cumplir dos tareas. Por un lado, hacer vigilancia y control a las cifras de cumplimiento de cada ministerio, tal como lo hizo Armando Benedetti en el primer Consejo de Ministros del 4 de febrero pasado. Por el otro, tramitar y catalizar la crisis más profunda que vive el propio presidente: su desconfianza hacia su propio gabinete.
Mucho se ha hablado de las razones por las cuales el presidente ha vuelto la lealtad como su moneda de cambio para interpretar las intenciones, acciones e intereses de los diferentes grupos y apuestas disímiles que conforman al progresismo como un todo. No obstante, aunque en una primera observación parecería la obcecación de un presidente en retirada, en realidad hay elementos estructurales que pueden dar luz sobre cómo va a gobernar Gustavo Petro en su último año de gobierno.
—La llamada “crisis de confianza”, o de cómo el presidente está consolidando su liderazgo carismático

Bastante se ha dicho del talante personal de Gustavo Petro. Algunos analistas han señalado que su desconfianza es natural y deviene de una cultura política basada en la sospecha, que fue alimentada por su pasado como miliciano urbano en la guerrilla del M-19, que le llevó a la persecución y a la tortura. Otros, por su parte, hablan de disonancias propias de su ego y de su papel “mesiánico” como líder populista, asumiendo que la culpa de las frecuentes crisis de gobernabilidad que ha vivido el país es solo causa suya.
Pese a ello, no es posible reducir las crisis políticas, que se alimentan de muchísimos factores, en un solo carácter personal, ni tampoco se puede explicar este carácter como el resultado voluntarioso y consciente de una figura política nacional.
En cierto sentido, que Petro se esté plegando a un modelo de gobierno más centrado en el control y la lealtad de sus funcionarios es resultado coherente del propio modelo de liderazgo que encarnan los proyectos populistas en todas sus manifestaciones, porque estos liderazgos generan dependencias internas muy fuertes donde la interpretación última del jefe de Estado y de Gobierno frente a los problemas y soluciones para el país se convierte en el eje central de la administración desde el Ejecutivo.
La dependencia, en este caso, conlleva la consolidación de estructuras de poder altamente centralizadas y jerarquizadas, como lo señalaban algunos autores como Angelo Panebianco en sus modelos de partido y poder organizativo, y que probamos de manera cuantitativa en esta investigación sobre las redes de poder que rodean al presidente Gustavo Petro, que salió el pasado mes de abril.
Con esta dependencia y estructuras centralizadas, los aparatos institucionales y administrativos del Estado se instrumentalizan y extienden como forma de poder particulares que en este caso responderían a la voluntad política del proyecto de gobierno del presidente Petro.
Si comprendemos que este proyecto (cuya máxima manifestación es el Plan Nacional de Desarrollo) no es un documento solamente técnico, sino que es la expresión del mandato popular e histórico —como lo interpreta el mismo presidente—, cualquier intento de dilatarlo, negociarlo, moderarlo o reducirlo, generará respuestas defensivas, que también responden a la crisis de gobernabilidad y a la falta de ejecución.
Es decir, el Plan Nacional de Desarrollo opera no solo como hoja de ruta administrativa, sino que se convierte en la encarnación programática de la voluntad del pueblo en términos casi fundacionales. En esa lógica, el incumplimiento no es leído únicamente como una falla técnica o de gestión, sino como una forma de deslealtad política o incluso de traición ideológica. De ahí que el presidente recurra a mecanismos de control férreos y a la vigilancia directa sobre su gabinete: porque garantizar la ejecución del PND se convierta en una forma de preservar la coherencia del proyecto histórico que dice encarnar.
Esto genera dos consecuencias. Por un lado, abre una competencia interna entre el gabinete por probar lealtad entre sus funcionarios, lo que genera un ambiente de tensión, presión y bloqueo que alimenta los recelos ya existentes dentro del mismo, con la finalidad de generar un filtro de confianza que impida que elementos externos impidan el cumplimiento de sus objetivos como gobierno del cambio.
Por otro lado, genera lógicas de disciplinamiento internas y mecanismos de control para evitar que los disensos (que se interpretan como disidencias y traiciones) frenen el cambio, cuestionen los problemas de ejecución y abra a que otros actores políticos y gremiales moderen su programa, lo que el presidente observa como “hacerles juego a las élites”.
Este modelo de liderazgo surge como consecuencia de la fuerte desconfianza que el gobierno ha generado hacia los intermediarios (congresistas, ministros, tecnócratas) y operadores políticos, especialmente, tras las denuncias del uso irregular de cupos indicativos y contratación estatal para mover la agenda legislativa del gobierno (con el caso de corrupción de la UNGRD), pero también tras las acusaciones de usufructo personal de los roles de poder en el gabinete, tanto a nivel económico (como lo explicamos en este artículo con el tema Sarabia), como a nivel político (con las acusaciones hacia Gustavo Bolívar y Susana Muhamad de estar en el gabinete para alimentar sus propios proyectos políticos, en el Consejo de Ministros del 4 de febrero).
—Pero el presidente también se está enfrentando a un Estado que podría no estar respondiendo a su proyecto política

No obstante, y aunque el liderazgo del presidente Petro pueda responder al desarrollo de un modelo de liderazgo más carismático, también es verdad que este tipo de liderazgo surge ante una contradicción material entre su proyecto político y la misma estructura del Estado colombiano, en la que el presidente se ha sentido en cierta manera “preso” y maniatado.
El sistema de pesos y contrapesos del país responde a la conservación de un sistema político que, en últimas, debe reproducirse y mantenerse en el tiempo. En esa reproducción, el Estado colombiano genera su propia autonomía relativa, en la que responde también a los intereses de un amplio conglomerado de actores, entre ellos los partidos políticos, los gremios económicos, grupos de interés que representan intereses en común, y ahora mismo, una base social y política de origen popular, y en la que tiene cierto margen de libertad para poder generar decisiones que no se corresponden a los intereses de todos los actores por igual.
En ese sentido, el Estado no es un aparato neutral.
Por lo que, consecuencia de ello, es que los intentos de reformas profundas (como las que ha propuesto Gustavo Petro y el Pacto Histórico en los últimos tres años) pueden generar tensiones, contradicciones internas y rupturas tanto afuera (con las otras ramas del poder público) como adentro del propio gobierno nacional.
Esto ha sido notable con los remezones ministeriales, con la salida de diferentes sectores con los que el progresismo se había venido construyendo en los últimos años, como el sector socioliberal de Cecilia López (MinAgricultura) y José Antonio Ocampo (MinHacienda), la izquierda marxista de Gloria Inés Ramírez (Partido Comunista), los puentes que se intentaron unir con la extinta Centro-Esperanza (Alejandro Gaviria, MinEducación), algunos aliados de los partidos Polo Democrático Alternativo y Unión Patriótica (que hoy se están fundiendo con el Pacto Histórico), así como movimientos sociales y figuras técnicas cercanas a los discursos alternativos con cierta experiencia en lo público (como Luis Carlos Reyes o Jorge Iván González).
Con la posibilidad de que surjan situaciones de bloqueo político al interior del Estado, y que el mismo Estado se convierta en un escenario de disputa entre todos los actores políticos y sociales que pertenecen y defienden sus intereses desde el mismo, el gobierno podría estar apelando a una estrategia de reafirmación del poder dentro de las instituciones para evitar que surjan escenarios “posibilistas”, en el sentido de que dentro del mismo progresismo existan moderaciones y adaptaciones a las condiciones impuestas por esta disputa, que lleven a una renuncia progresiva de su programa de transformación.
En otras palabras: Petro quiere defender el monopolio de interpretación de lo que considera, es el mandato popular, en un intento por evitar que aquel mandato se pervierta y se distorsione por las mismas presiones dentro de un aparato estatal que no controla completamente y que genera resistencias a varios de sus proyectos. En ese sentido estuvo el llamado a la Consulta Popular, la llamada “radicalización democrática” y ahora mismo la propuesta de una Asamblea Nacional Constituyente.
En ese mismo sentido, la desconfianza del presidente también puede leerse como algo estructural, que responde a la lógica de control cuando no puede garantizar que sus decisiones se traduzcan en ejecución administrativa, por lo que, al final, termina privilegiando estrategias de autoconservación y protección de su proyecto político, que llevan al cierre de su propio gobierno, como lo estamos viendo ahora mismo.
—A modo de cierre

Fuente: Presidencia de la República de Colombia
Lejos de tratarse únicamente de una crisis de gobernabilidad asociada al carácter personal del presidente Petro, lo que observamos es la consolidación de una forma específica de ejercicio del poder que articula desconfianza, centralización y control como mecanismos de respuesta a una institucionalidad que el mandatario percibe como hostil, fragmentada o ineficiente frente a su proyecto político.
Este patrón de liderazgo no es exclusivo del actual gobierno, sino que se enmarca en una dinámica más amplia que han vivido varios gobiernos progresistas en América Latina en os últimos años: a) la tensión permanente entre la voluntad de transformación y b) los límites impuestos por una estructura estatal históricamente moldeada por intereses establecidos.
En este escenario, la figura del presidente asume un rol no solo de jefe de Estado, sino de intérprete autorizado del mandato popular, desplazando las mediaciones tradicionales (ministerios, tecnócratas, partidos) hacia esquemas de lealtad directa y control operativo, como lo ejemplifica la Unidad de Cumplimiento y el rol que Saade ahora mismo va a comenzar a ocupar que, según este análisis de La Silla Vacía, ya estaría generando disensos, disputas y descontento en el gabinete del presidente, que observan en Saade a un “policía”.
El último año de gobierno de Petro viene, entonces, como una etapa de cierre político, no solo en términos de su temporalidad constitucional, sino como clausura de las aperturas, ambigüedades y pactos que acompañaron su llegada al poder.
Lo que queda por verse es si esta reafirmación del poder presidencial será suficiente para sostener la ejecución del proyecto de cambio, o si, por el contrario, profundizará las fisuras internas y la resistencia externa en un Estado que, por diseño, no responde plenamente a una lógica de transformación abrupta, como la que ha querido impulsar el gobierno Petro, y de la que hablamos en este artículo.