
Semana agitada en Colombia. El pasado lunes 28 de julio, en una lectura de fallo que duró once horas y que tenía la extensión de más de mil páginas, la juez Sandra Heredia determinó que Uribe era culpable de los delitos de soborno y fraude procesal. Era la primera vez en la historia en la que un presidente era encontrado culpable en un juicio de un delito. En este caso eran dos. El legado está completamente mancillado, así la defensa de Uribe tenga otras instancias para evitar que pague la condena de nueve años que está pidiendo la Fiscalía. Por eso es increíble que, en 2013, en un concurso que lanzó History Chanell, Álvaro Uribe —quien todo indica que deberá responder próximamente por algunas acusaciones referentes a formación y apoyo de grupos paramilitares— era más importante para los colombianos que el mismo García Márquez.
El escritor nacido en Aracataca será homenajeado este fin de semana, entre los días 2 y 3 de agosto, en su propio pueblo, en el Festival Macondo, el primero de una serie de festivales que tendrán su colofón en 2027, cuando el nobel cumpla cien años.
Es un poco absurdo explicar por qué razones Gabo es más importante en la historia que Uribe, pero un repaso a un país que a veces pierde el rumbo no está de más.
Después de haber sido el escritor más grande en lengua castellana desde Cervantes, es un poco vanal medir a Gabo por las anécdotas que tiene con estrellas de cine, con deportistas o estadistas. Se sabe que en 1988 fue capaz de sentar en una mesa en Nueva York a Muhammad Ali, Sergio Leone y Robert de Niro; que iba a corridas de toros con Polanski; que Bill Clinton idolatraba su obra; que Robert Redford visitaba, cada vez que se lo pedía, su escuela de cine en San Antonio de los Baños en Cuba; que Torrijos le regaló una fotocopiadora y que se emborrachaban viendo el mar; que Pablo Neruda llegaba a cualquier hora a su apartamento en Barcelona; que Vargas Llosa le pegó un puño y que su gran amigo, además de Cepeda Samudio, fue Fidel Castro. Estos son chismes de farándula. La importancia de Gabo está, no en sus horas de coctel, sino en el tiempo en el que pudo estar solo “sin que nadie me jodiera” como le confesó alguna vez al periodista Germán Castro Caicedo, haciendo su obra.
Gabo controvierte ese cliché romántico del artista del hambre. La verdad, lo vivió y lo comprobó. En la sala de redacción de El Heraldo, donde prácticamente vivía, pudo redactar La Hojarasca en las madrugadas, después de un intenso trabajo, El coronel no tiene quien le escriba es autobiográfico: varado en París, después de que Rojas Pinilla mandara a cerrar El Espectador, García Márquez esperaba todas las tardes que le llegara alguna ayuda económica desde Colombia. Pocas veces sucedió. Vivía además con su amor parisino, Tachia Quintanar, y esperaba un hijo. La desesperación no era poca. Tal vez la primera obra que pudo hacer en condiciones de comodidad fue Cien años de soledad. Había logrado ahorrar un dinero gracias a sus trabajos de publicidad en México y con él se sostuvo en esa ciudad, gracias al cuidado de Mercedes, encerrado en su taller —como le gustaba llamar a su estudio— en la Calle del Fuego haciendo la saga de los Buendía.
Valió la pena. Cien años de soledad no solo es importante porque ha vendido más de cincuenta millones de ejemplares y porque Netflix le hizo una serie. Lo que logró Gabo fue convertir en una frase tejida con hilos de oro la máxima de Tolstoi: para ser universal debes retratar a tu aldea. Y, a partir de ese momento, Aracataca, la región encantada y olvidada del Magdalena, ubicada al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta, se convirtió en la capital del mundo mágico y los grandes críticos arqueaban las cejas y afirmaban que era una metáfora de Latinoamérica cuando Gabo lo único que hizo fue soltar los recuerdos que tenía desde niño de una casa grande, de una abuela que le contaba historias de fantasmas y lo convirtió en un niño olvidadizo, de un abuelo que era coronel y él amaba más que su vida.
Y entonces vendría la gloria. García Márquez se convirtió en una de las personas más famosas del mundo y aún así, en ese periodo que va desde 1970 a 1985, pudo construir tres de sus obras más sólidas, Crónica de una muerte anunciada, un relato que le rondaba en la cabeza desde los años cincuenta y en donde vierte todas sus tácticas periodísticas a la hora de narrar, hizo la gran novela de amor, El amor en los tiempos del cólera, que, durante la pandemia fue el libro más vendido en los Estados Unidos y cerró ese ciclo con una obra monumental y completamente infravalorada, El general en su laberinto, donde muestra con precisión de cronista el último viaje de Bolívar, traicionado por los anquilosados bogotanos y, como un náufrago, arrastrándose por la enfermedad y la traición hasta Santa Marta donde moriría, de manera infame, en una casa que ni siquiera era suya a los 47 años.
No hay un libro que condense más la soledad del poder. En el año 2013, History Chanell hizo un concurso donde la gente votó. Les preguntaba que quien había sido el colombiano más importante. El ganador fue Álvaro Uribe Vélez, quien actualmente está compareciendo en un juicio por los delitos de manipulación de testigos. Gabo fue segundo. Sus amigos confirman que la niebla del olvido ya lo dominaba por completo así que ni se enteró. Igual tampoco le hubiera extrañado. Como a Bolívar, de Colombia lo echaron, justo un año antes de ganar el nobel, después de descubrir que existía un plan para matarlo. Cuando murió, en 2014, la senadora María Fernanda Cabal afirmó que se estaba quemando en el infierno junto con su amigo Fidel Castro. No nos cabe duda de que fue el Gran Colombiano. No tanto por su obra, sino por su capacidad de darle gloria a un país cuyo establecimiento nunca se sintió cómodo con lo que para ellos era un “costeño demasiado estridente”.
Todas esas culpas podrán lavarse este 2 y 3 de agosto en Aracataca. Celebren con nosotros, no solo a Gabo, sino a la tierra donde nació y que nos permitió disfrutar de que el escritor más universal del último siglo sea colombiano.