Las siembras de Esperanza

La bruma de la madrugada aún reposa en las enormes montañas de Policarpa cuando doña Esperanza agarra camino loma arriba, con la falda llena de tierra seca y el machete colgado en la cintura. El gallo no canta todavía pero las labores del campo no dan espera. Tiene 62 años y en sus arrugas, surcos labrados por alegrías y tristezas, se adivina la memoria del tiempo que ha vivido aferrada a la tierra, a sus plantas de yuca y plátano, a los árboles que sembraron mucho antes sus abuelos. “Uno no puede dejar que la guerra le quite la alegría de sembrar”, dice con nostalgia, mientras su mirada refleja el amanecer del cielo de La Cordillera.

Doña Esperanza sabe bien que la guerra tiene muchos rostros: el sonido de los fusiles es uno con la quema de la selva, con el exilio y la desaparición, con la minería que araña la tierra hasta dejarla infértil y convierte los ríos en desagües de muerte, con las cocinas que transforman una hoja sagrada en polvo de desdichas y dolores. Lo sabe porque vio, a finales de los años noventa, llegar hombres armados con diferentes brazaletes, con ellos, decenas de campesinos que a fuego y motosierra le abrían campo en la selva al cultivo de coca, escuchó la dinamita abriendo la montaña y el bullicio de las fiestas en los tomaderos recién inaugurados, conversó con mujeres foráneas que llegaban de lejos a ejercer la prostitución y que, después, aparecían tiradas sin vida en algún camino, pudo percibir la desconfianza sembrarse entre compadres. Mientras los armados se disputaban el control de este o aquel paso, lote o caserío, el territorio se iba convirtiendo en un campo minado, su pueblo en tierra de extraños y cada familia empezó a contar una tragedia.
 
Tenía su nieto en brazos cuando presenció el asesinato de su hijo, que fue acusado de robar cien gramos de cocaína. Con el corazón atravesado por el dolor, fue a exigir justicia al comandante Tito, famoso por sanguinario y recio. Le ofreció treinta millones de pesos, reconociendo el error de la acusación. Indignada, rechazó el dinero y, aunque la amenazaron de muerte, prometió a la vida ser ella misma justicia. El episodio la transformó: decidió mantenerse alejada de la guerra y sus tentáculos. Se negó silenciosamente a cualquier labor relacionada con las economías ilícitas, dejó de trabajar en la cocina de cocaína, en donde le pagaban muy bien, y se dedicó a sembrar. Muchos de sus conocidos se burlaron de la austeridad en que vivía con su nuevo oficio, pero ella, desde la sombra, empezó a convencer a sus amigas y familiares de que las decisiones personales pueden cambiarlo todo.
 
Junto a Mercedes —la partera del pueblo—, Ana Rosa —una maestra desplazada de Cumbitara—, Carmen —la hija de un líder comunitario asesinado— y Julia —una joven que perdió a su familia en una masacre, desyerbaron las viejas chagras y empezaron a resembrar;  entre cacao y frutales, gallinas y cuyes, y al abrigo de la amistad, se aferraron a la certeza de que la paz es una trocha a abrir en medio de la guerra.
 

Un vistazo a la historia reciente de La Cordillera, Nariño

 

En el norte de Nariño, entre impresionantes y escarpadas montañas, pequeños pueblos alumbran las noches abismales de La Cordillera: Cumbitara, Policarpa, El Rosario, Taminango y Leiva, su historia, como la de muchos rincones en Colombia, ha estado marcada por la guerra. Desde los años 80 y hasta finales de los años 90, La Cordillera nariñense era territorio del Frente 29 de las FARC, el Estado era inexistente y la guerrilla ejercía la gobernanza y la justicia: “Hasta los problemas de pareja los resolvían ellos”, cuentan.

La dinámica cambió alrededor del 2000, el auge del paramilitarismo y su avanzada contrainsurgente arribó a la zona, al mismo tiempo que empezaron a instalarse los primeros cultivos de coca en la región. El Bloque Libertadores del Sur (BLS), en abierta guerra contra las FARC-EP, empezó a disputar el control del territorio y sus habitantes por medio del terror. Para la misma época se firmó el Pacto de la Cordillera: un acuerdo militar entre el ejército y varios grupos armados que aseguraba la colaboración  estratégica con el fin de sacar a las FARC-EP del lugar[1].
 

La confrontación armada convirtió a La Cordillera en una zona atravesada por la violencia; las masacres, desapariciones, asesinatos selectivos y en general, violaciones a DDHH, fueron pan de cada día entre 1999 y 2005, período en el que se registraron más de 12.000 hechos victimizantes en la zona (Comisión de la Verdad, s. f.); aunque los líderes afirman que las cifras no son certeras y no expresan la tragedia humana que se vivió. En ese mismo período, La Cordillera se consolidó como bastión del cultivo de coca en Nariño (especialmente Cumbitara), pasando de 56 hectáreas a 1.200 en seis años (Comisión de la Verdad, s. f.).

Aunque, según las cifras oficiales, para 2005, se desmovilizaron alrededor de 670 combatientes del BLS (Comisión de la Verdad, s. f.), los pobladores locales afirman que el paramilitarismo siguió vigente en la región como brazo en la sombra de la fuerza pública. De hecho, en mayo de 2006, alrededor de 5.000 campesinos, provenientes de Cumbitara, Policarpa, Iscuandé y Magüí Payán se movilizaron para exigir una política integral de sustitución de cultivos ilícitos.
 

Arribaron por río desde las veredas más recónditas del Pacífico, y por trochas desde los rincones de La Cordillera, recorriendo las mismas rutas por las que sale la droga del territorio. En el camino, tuvieron que plantarle cara a la guerrilla, a los paramilitares y al ejército, y en hechos inciertos, hombres armados abrieron fuego contra la marcha campesina y asesinaron al menos a 65 manifestantes, muchos más desaparecieron. Algunos de los que estuvieron ahí afirman que fueron los paramilitares, ayudados por el ejército, quienes les atacaron. Otros aseguran que fue la policía la que empezó a disparar y que las desapariciones fueron a manos de los paramilitares. La versión oficial, anotada en las bitácoras militares y difundida por la prensa, registró que los campesinos quedaron en medio de un enfrentamiento entre guerrilla y paramilitares, y contaron tan solo diez civiles muertos.

Entre 2005 y 2009, La Cordillera estuvo en control de Los Rastrojos, para 2010 las cifras de hechos victimizantes ascendió a 30.392 (Comisión de la Verdad, s. f.). En ese año, las FARC-EP avanzaron en el plan de retomar La Cordillera y una nueva ola de violencia se desató: mientras el Estado respondía con más acciones militares y fumigaciones, los paramilitares torturaban y masacraban buscando acabar “la base social” de los grupos insurgentes, desconociendo que en una dinámica de gobernanza establecida, la población civil no tiene opción frente al mandato de los armados.
 

En 2016, con determinación y esperanza, las comunidades de La Cordillera, participaron en las jornadas pedagógicas de los Acuerdos de Paz, respaldaron con fuerza el plebiscito —el “Sí” obtuvo más del 90% de apoyo— y, pese a las profundas contradicciones humanas que supone la reconciliación con los victimarios, apoyaron la creación de una Zona Veredal Transitoria de Normalización. Fue así como en 2017, cerca de 200 excombatientes de las FARC se concentraron en las veredas La Paloma y Betania del corregimiento El Madrigal de Policarpa, para iniciar su proceso de reincorporación, pero el gobierno no cumplió con los cronogramas establecidos ni con la construcción de la infraestructura prometida. Ante esta situación los excombatientes improvisaron refugios mientras esperaban respuestas que nunca llegaron. Con la transición a los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR), se decidió trasladar el asentamiento a una finca en El Estrecho, Patía (Cauca), más accesible y cercano a la vía Panamericana. Un año después, los exguerrilleros seguían en condiciones precarias: sin agua potable, sin economías alternativas y viviendo aún en cambuches de plástico. Ante el evidente incumplimiento y el riesgo que suponía el avance de nuevos grupos armados muchos excombatientes de las FARC-EP decidieron enfilarse en las disidencias e incluso en grupos armados antes enemigos.

 A pesar de que las dinámicas derivadas del proceso de paz fueron, en gran medida, un fracaso, la pedagogía de la paz caló hondo entre las organizaciones sociales y los líderes comunitarios. Claudia Cabrera, exalcaldesa de Policarpa y persona clave en la historia reciente de los municipios de Cordillera afirma que el punto clave en la construcción de los procesos organizativos en el territorio fue, en sus palabras, el empoderamiento en temas de paz. El hecho de que la comunidad se haya reconocido como constructora de paz, agente de transformación y haya incorporado a su horizonte colectivo la disposición a avanzar en la reconciliación, ha sido, según Cabrera, el motor de la resiliencia y de la resistencia campesina frente a los impactos sociales que la guerra deja. Con esa convicción como emblema, en medio de un nuevo escenario de violencia exacerbada, las organizaciones campesinas activaron procesos comunitarios, surgieron nuevos liderazgos y la comunidad empezó a reconocerse a sí misma y a ser reconocida como comunidad constructora de paz.
 

Aún con una comunidad fuertemente enraizada, que defiende la posibilidad de vivir al margen del conflicto armado, el territorio sigue siendo lugar de fuertes disputas pues su control es imprescindible en la geografía de las economías ilegales: la Cordillera nariñense es paso obligado desde las grandes zonas cocaleras y mineras en medio de los parajes recónditos de La Cordillera y el piedemonte costero, hacia el río Patía que conecta con todas las rutas fluviales de la costa pacífica nariñense y las vías terciarias que conducen finalmente a la Panamericana, ruta hacia el Ecuador y el centro del país.

Actualmente, el margen occidental y suroccidental de la subregión La Cordillera está ocupado mayoritariamente por el Frente Franco Benavides, el margen sur por el ELN y las Autodefensas Unidas de Nariño, el margen norte por las Autodefensas Gaitanistas y la zona oriental por el ELN, son estos grupos los que ejercen el control del territorio, imparten justicia y gestionan lo público y es en ese ejercicio de control y en el proceso expansivo en el que se siguen registrando continuas violaciones de DDHH, desplazamientos, amenazas y desapariciones.
 

Sembrar en tierra herida: la resistencia campesina en La Cordillera de Nariño

“Esta vaina se jodió, hay que hacer algo”, le dijo don Alfonso a sus vecinos cuando los muertos empezaron a contarse a diario, por allá en 2002. Armados de palas y machetes, cerca de veinte campesinos decidieron arrancar las plantas de coca y sembrar en su lugar arbolitos de limón Tahití, que habían escuchado tenía mucho potencial comercial. Con profunda convicción, se mantuvieron de la sencilla abundancia de sus chagras mientras los limoneros crecían y el ejercicio se replicaba en otras veredas, corregimientos y municipios.
 

Con el tiempo, y gracias a procesos organizativos muy fuertes —nacidos desde una cultura campesina minguera y madrugadora, sostenida de vecindad y compadrazgos— y con la ayuda de instituciones como el INCODER y el SENA; programas gubernamentales como Consolidación Territorial, Pacto Agrario, Agro Ingreso Seguro; organizaciones no gubernamentales como la CCI, ONU y UNFPA, que han llevado al territorio recursos y asistencia técnica, se consolidaron decenas de asociaciones campesinas que trabajaron arduamente para cumplir los requisitos legales, las certificaciones y las cantidades necesarias para exportar.

La experiencia con limón Tahití, pionera en La Cordillera, es un testimonio de que es posible la transformación territorial. Gracias a la claridad de las organizaciones campesinas, los recursos que llegan al territorio son semillas en tierra fértil. El avance ha sido significativo: para el año 2022, en La Cordillera se registraron alrededor de 4.000 hectáreas sembradas de limón con una producción de más de 50.000 toneladas (Gobernación de Nariño, 2022), y aproximadamente 1.800 hectáreas de cacao, con una producción de más de 700 toneladas (AGROSAVIA, s.f.), mientras los cultivos de coca alcanzaron, para el mismo año, alrededor de 4.500 hectáreas.

La base de la guerra son las economías ilegales que durante décadas han deteriorado el tejido social y económico rural, reemplazando progresivamente los saberes y prácticas campesinas. La instauración de economías ilícitas genera profundas transformaciones en las dinámicas territoriales: las vías y linderos, la división del trabajo, la concepción de gobierno, de justicia y de lo público operan en relación con dichas economías. Es por eso que el azadón es una insignia de paz: la recuperación de la economía campesina es necesaria para reconstruir el territorio y la comunidad, porque los modos de producción económica son también modos de producción de la vida.
 

Mientras los intereses armados disputan rutas, tierras y cuerpos, la comunidad se aferra al cacao y al café, al limón y al plátano, a las huertas caseras, que son fuentes de ingresos económicos y estrategias de reconstrucción social. Pueden reconocer que en la tierra se juega la apuesta por el destino colectivo.  El acto profundamente político en que se convierte sembrar en un contexto de guerra, mantiene vivas redes solidarias en donde el trabajo en red es clave, devuelve a la comunidad su capacidad de acción conjunta, aguardiana la autonomía, construye soberanía alimentaria y enaltece los saberes propios.

Conscientes de que estar al margen de las economías ilegales es el límite que queda, las comunidades de La Cordillera siguen trabajando día a día para fortalecer sus cultivos, transformarlos y encontrar vías para el comercio de sus productos. Superando muchas dificultades han logrado llevar limones y cacao de excelente calidad al mercado nacional, a Europa y Norteamérica. Sin embargo, la guerra sigue acechando, por lo que es necesario que el Estado y los organismos de cooperación internacional mantengan presencia en el territorio desde una actitud colaborativa y atenta con el proceso organizativo campesino, entendiendo que la paz debe ser pensada reconociendo la experiencia de quienes la han construido día a día por años, que el camino es avanzar en la protección y fortalecimiento de la autonomía y soberanía de las comunidades, más que en la intervención de los territorios por vía militar o asistencialista.
 
La Cordillera nariñense es un ejemplo vivo de que la paz no es firmar acuerdos con los armados, la paz también tiene mil rostros: es comunidad, alimento, disfrute, sueños, libertad, pedagogía, acción colectiva, confianza, afectos, autonomía, bienestar…
 

La tierra, tan golpeada por la dinamita y el olvido, sigue pariendo la vida. Mientras haya quien la siembre con dignidad, la guerra no podrá tener la última palabra.