
Hace poco León Valencia cumplió setenta años. Para Andrés Caicedo, uno de sus santos literarios, sería un viejo. El caleño, compulsivo, prolífico, precoz, creía, como Radiguet, o Jimmy Hendrix, que había que vivir rápido y dejar un cadáver hermoso. Pero a Valencia ese tipo de vanidades no le van. Él sabe que los setenta son los nuevos cincuenta y por eso está lejos de ser un buey cansado.
Movido por la incertidumbre de la pandemia, que no lo dejó disfrutar del todo el éxito de la que era hasta entonces su última novela, La sombra del presidente, una sátira sobre el autodenominado “Papá de Colombia” en donde mezcla el Yo el supremo de Roa Bastos con La fiesta del chivo, y le echa encima un aderezo irresistible del mejor thriller, se encerró en su apartamento y el único consuelo que tenía era ver cómo se morían las hojas mojadas en la eterna llovizna de La Candelaria. Recordó amigos que no volvería a ver, los juntó en uno solo que se llama Apolinar Mosquera y empezó a establecer un intercambio de correos con ese personaje que terminó cobrando vida, como el Golem ante las oraciones del rabino Judá León en una sinagoga en Praga. Y un día Apolinar era un alma, era material del que se construyen los sueños. Y se volvió libro.
Sin embargo, este libro marca un antes y un después para la obra de León Valencia. Para contar esta historia de amor, este retrato sobre una mujer hermosa e indómita, un negro que le cuenta a su amigo a punta de nostalgia, desde el refugio del covid, cómo fue su vida, Valencia escoge el camino de contar, seguro sin proponérselo, la historia de los sindicatos en Colombia y sus luchas, sus tragedias. Todos los hombres son solo un hombre y, por eso, es válido que escoja la sufrida vida de Apolinar para contarnos los últimos sesenta años de una lucha que no ha cesado, que no para de dejar lágrimas y muertos.
Es una novela en donde León hace un ajuste de cuentas con algunos de sus ídolos más queridos: Jorge Artel, el gran poeta y otro que usaba puños en vez de versos, Muhamad Alí. Una novela que puede ser una canción larga, una celebración de gozo y también un abalao del Pacífico. Formalmente es su novela más ambiciosa porque hay monólogos que no dan pausa, hay monólogos como los de Molly Bloom que son corazones que no paran de latir. Y las cosas, cuando se dicen con esa intensidad, se deben decir sin puntos aparte.
León Valencia tiene setenta años y lo dice sin sonrojarse “No soy un buey cansado”. En este momento tiene varios proyectos, algunos son investigaciones exhaustivas, rigurosas sobre una realidad que pesa como la roca de Sísifo. A veces no entiendo cómo puede ser tan riguroso como académico —los datos, las cifras, pueden ser adorados para él como algunos versos— y ser además un escritor tan agradecido con la vida como Henry Miller, como Carrasquilla, uno de sus autores favoritos.
Es una muy buena noticia que uno de los autores colombianos más importantes del siglo XXI —en literatura, sus logros académicos que son monumentales y que han ayudado a tallar esta nueva Colombia son inobjetables — esté lejos de ser “un buey cansado” y confirma, a rajatabla, que los setenta son los nuevos cincuenta. Este es un libro que tiene su playlist definida, que se escucha con boleros como Convergencia de Pete “El conde” Rodríguez y con salsa de la más brava. Es el libro de un tipo que sigue siendo joven y feliz. Es un libro que se puede leer bailando.