Los Pachenca ya bajaron de la Sierra Nevada y ahora piensan meterse al Catatumbo

Por allá a principios del siglo XX había dos santuarios ecológicos en Colombia: el Amazonas y el Catatumbo. Después llegaron el petróleo, los gringos y otros demonios. Los grupos armados intentaron dominar la zona. Al petróleo se le sumaron los plantíos de coca. Su cercanía con Venezuela lo convirtió en un corredor de privilegio estratégico excepcional. A comienzos de los años noventa, el frente 33 de las FARC se estableció a orillas del río Catatumbo, en poblaciones como La Gabarra, y la convirtieron en una de las capitales del narcotráfico en Colombia. Se estima que trimestralmente, en 1998, las FARC movían 60 millones de dólares al año solo en esa parte del país procesando coca. En ese momento, las Autodefensas Unidas de Colombia estaban en plena consolidación. Desde Aguachica, Salvatore Mancuso empezaba a irradiar su poder a regiones como el Catatumbo, sur de Bolívar y todo el Cesar. En 1999, en una aterradora ofensiva, decidieron entrar al Catatumbo con la ayuda del ejército. Así dominaron la capital, Tibú, con una masacre en el corregimiento de La Gabarra, donde fueron asesinadas más de sesenta personas.

El dominio paramilitar se extendió desde 1999 hasta 2004. Después vino una desmovilización a la que le hizo falta claridad. Poco a poco, las FARC y el ELN regresaron a un territorio que se han disputado desde la época de la concesión Barco, cuando se le permitió al gobierno norteamericano sacar nuestro petróleo. Pero, después de los acuerdos de paz con Santos y de los problemas que ha traído su implementación, el Catatumbo volvió a ser tierra de nadie. Los reductos del Frente 33 intentaron quedarse con este territorio y sus riquezas. El ELN entró en disputa. Desde el pasado 16 de enero, este último grupo lanzó una ofensiva que ha dejado a más de 70.000 víctimas entre desplazamiento, confinamiento, desapariciones y asesinatos. La respuesta del ejército no ha sido la esperada por la comunidad. Ahora, en esta guerra que parece no tener fin, aparece un tercer actor: los Pachenca.
 
Los Pachenca no son otra cosa que la semilla que sembraron, en 1977, Adán Rojas y su corporación de autodefensas campesinas que, poco a poco, fueron recibiendo entrenamiento por parte de perros de la guerra consagrados, como el militar israelí Yahir Klein; el gran señor del Magdalena Medio, Henry Pérez y los mismísimos hermanos Castaño. Primero empezaron apoderándose de la cara norte de la Sierra, entre Riohacha y Dibulla. A punta de masacres, se fueron consolidando y uniendo a ellos monstruos como Hernán Giraldo. En los noventa pasaron a ser asimilados por el Frente de Resistencia Tayrona y, después de una desmovilización nebulosa, imprecisa, aparecen con el nombre con el que hoy los conocen: los Pachenca.
 
A todas las guerras que están azotando al país se suma la que tiene este grupo con el Clan del Golfo, pero este es el tema de otro artículo. El caso puntual es que, en Ocaña, municipio que forma parte del gran Catatumbo, hay temor porque desde marzo aparecieron letreros en diferentes muros de la ciudad, anunciando la presencia de los Pachenca. En los alrededores de Ocaña, desde abril de este año, han ocurrido cuatro masacres, uno de los métodos que tienen los Pachenca para anunciar que están llegando a un sitio. El otro es por medio de la extorsión. Así lo han reportado varios comerciantes de esa ciudad. Los Pachenca hace rato que se bajaron de la Sierra Nevada y ahora aprovechan pescar en río revuelto debido a la guerra que tienen el frente 33 y el ELN. Se sienten con la fuerza suficiente como para disputarles palmo a palmo, el territorio al Clan del Golfo. Y lo están logrando.

En Ocaña y en todo el Catatumbo hay miedo, y cada vez son más los defensores de derechos humanos, los líderes sociales que están gritando que el ejército y el gobierno deberían hacer un poco más. Los esfuerzos son pocos ante el horror que se está sintiendo. En el Catatumbo, la guerra ya entró en un espiral de infinita zozobra. Sus habitantes solo pueden recordar los días en que los blancos no habían entrado a devorar la selva —hasta el momento, se han deforestado 200.000 hectáreas de bosque— y no habían venido detrás del oro, el petróleo y la coca. Como tantos otros lugares en América, el Catatumbo está condenado al horror por culpa de su riqueza.