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HP

Actualizado: 14 sept 2022

Por: Guillermo Linero Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda  


Cuando tenía 16 o 17 años, en ocasión de una visita que el presidente de la república haría a Santa Marta, me reuní en el patio de mi casa con algunos compañeros del colegio para elaborar una pancarta de recibimiento. En mi caso (y creo que eso mismo ocurría a mis amigos), más que enviarle un mensaje al primer mandatario y más que protestar contra el llamado “estatuto de seguridad”, lo que deseaba era presentarle al pequeño mundo de nuestro entorno social el afloramiento de mi adultez.


Se trataba de exhibir nuestra conciencia social (en verdad muy despierta). Y ante la opción de quedarnos quietos –para nuestro entendimiento un acto gravemente “inconsecuente”–, realizábamos actividades políticas al servicio de las causas sociales (festivales de canto y mitínes estudiantiles de protesta sana, entre otras).


Por la alta temperatura del país convulso, como lo estaba, y por el avivamiento de nuestra conciencia social, algunos jóvenes se dejaron llevar por grupos empeñados en conseguir el poder con las armas; pero la mayoría de los otros, yo entre ellos, elegimos el camino de la crítica objetiva y sin ocultamientos. Al borde de obtener la cédula ya nos creíamos hombres libres.

La pancarta que hicimos aquella mañana a cinco manos la atravesaríamos en la Avenida del Libertador, desde una esquina del Colegio Nacional Liceo Celedón (nuestra sede escolar) hasta la casa-quinta de un contrabandista. La pancarta era realmente extensa, como extensa era su leyenda, que rezaba, casi sagradamente: “¡El presidente Julio César Turbay Ayala es un HP!”. Todo lucía muy bien y era unánime el agrado que nos producía la calidad gráfica de aquel banner político.


Estábamos embelesados con nuestro logro gráfico, cuando de pronto apareció mi padre, que era un hombre muy educado y respetuoso, pero también liberal y turbayista. Antes de pronunciar una sola palabra, se quedó unos segundos sujetándose la barbilla en un gesto que nos mostraba su interés por la pancarta. Luego nos preguntó algo que nos pareció muy normal: “¿y dónde la piensan colgar?”.


Apenas le respondimos, nos indagó con el acento muy crítico y preocupado: “¿Pretenden hacer público ese mensaje para toda Santa Marta y para más allá?”. Los cinco amigos solo pudimos asentir con nuestras cabezas, y nos dispusimos a recibir las críticas producto de su observación, como efectivamente ocurrió: “¿De modo que van a contarle a todos los samarios, para que lo rieguen por todo el país, lo que les consta a ustedes de la mamá del presidente?”.


Mis amigos y yo quedamos completamente absortos y confundidos: ¡ese no era nuestro mensaje de fondo! Lo cierto es que mi padre, sin mostrar preocupación, pues sabía cuál sería mi respuesta a su actitud, se retiró deseándonos suerte en la jornada. En efecto, apenas quedamos solos, sin ni siquiera acordarlo verbalmente, procedimos a borrar las letras H y P. Unimos un trozo más de tela para agrandar la pancarta y la leyenda quedó finalmente así: “¡El presidente julio César Turbay Ayala es un faltón!”.


Mi padre había recibido el mensaje en su primera acepción –hijo de ramera–, mientras que nosotros estábamos usándolo en otra polivalente, y, aunque también negativa, su target solamente era el presidente Turbay y no su madre, ni nadie de su familia. Para nosotros, “HP” significaba: corrupto, perseguidor de opositores políticos, torturador y mal presidente. Eso era lo único que pretendíamos connotar.


Años después, recordando el suceso de la pancarta, concluí que mi padre había exagerado en aquella ocasión, tal vez por demasiado adulto para entender esas nuevas acepciones de la palabra en cuestión. Así de simple parecía el dilema, y lo comprendí todavía más al percatarme de que los jóvenes menores que yo, ya clasificados como de una nueva generación, la usaban entre ellos sin miramientos, y sin riesgo de herirse u ofenderse: “¡Hijueputa! me saqué cinco”.


Después surgirían otras muchas variaciones de su definición. Hoy en día la usan de continuo en las redes sociales y en sus distintas acepciones (neutras, negativas o positivas). Sin embargo, independiente de esas variaciones que ennoblecen a la primera acepción del término, hay también una variante en el lenguaje caliente del contexto político. De hecho, cuando se manejan esos calificativos entre políticos opositores, por lo general nunca lo hacen para referirse a las madres de sus contrarios, no. Simplemente buscan significar que sus actitudes, su postura, o cualquier cosa que haya dicho su oponente, les resultan tan insoportables como esa palabra.

Si no comprendiéramos de esta manera el abanico de acepciones de la palabra “hijueputa”, con seguridad percibiríamos –por desventura no equivocadamente– que nuestro país maneja un lenguaje violento, un lenguaje agresivo. El “lenguaje de la tribu”, diría el poeta bogotano Mauricio Contreras. En fin, un idioma español desagradable, que de ser generalizado nos delataría como la peor y más asquerosa sociedad de este tiempo; pero no es así, las palabras del español grosero las usamos con la misma fuerza para festejar y halagar, y hay frases y/o expresiones que así lo significan (“¡Me gané la lotería hijueputas!”).


De manera que el lenguaje del español amable –ahora pienso en el lingüista del samario Nicolás Polo y en su tesis sobre el español afable– está en desuso en los términos del acartonamiento, de la pacatería y del conservadurismo a ultranza. A quienes les irritan los oídos ciertas palabras, cualquiera sea el ámbito en el que ellas se pronuncien, son precisamente quienes tienen de lastre un lenguaje atado a malas costumbres. Costumbres, por soterradas, propias de la hipocresía, del soslayo, en fin, propias del español ladino. Esa conducta asceta, a mi juicio, resulta peor que el hijueputismo de un Levy Rincón, por ejemplo, o que las continuas expresiones de calibre propias del desahogadero –Twitter–, donde las escriben por montones cada minuto.


Aunque en Colombia la Constitución garantiza la libertad de expresión, esta puede ser limitada por los jueces mientras en la misma carta magna se diga implícitamente que se garantiza solo para expresar pensamientos y opiniones. Dejando al libre albedrío de congresistas y magistrados la determinación de qué es pensamiento y qué es opinión.


Pocos saben, por ejemplo, a propósito de tratar de hp al expresidente Turbay, o de que ahora le digan “cerdo” al presidente Duque o Matarife al expresidente Uribe, que contrario a lo dispuesto en nuestra Constitución, la de los Estados Unidos –Gobierno al que seguimos a ojos cerrados– en su primera enmienda prohíbe al Congreso hacer leyes que limiten la libertad de expresión, no importando si esta tiene de trasunto una opinión, un pensamiento o una carajada.


* Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona a la que corresponde su autoría y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación (Pares) al respecto.

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