Por: Redacción Pares
En el siglo XX hubo catastrofes indecibles cuyo el único culpable fue el hombre. Estados Unidos mató a más de 100 mil personas en Hiroshima lanzando una bomba atómica, en la URSS el gobierno soviético condenó a cientos de miles de personas a la muerte por ocultar la grave falla que presentó el reactor nuclear en Chernobyll. Algunas tragedias fueron una combinación entre las fallas humanas y la naturaleza. Era imposible evitar la erupción del volcán nevado del Ruiz, pero si podrían haber evitar muchas muertes. Congresistas, hasta el mismo alcalde de Armero le advirtió al gobierno de Belisario Betancur y a su ministro de minas, Iván Duque Escobar -padre del expresidente- de que había que evacuar a los casi treinta mil armeritas a un lugar en donde estuvieran a salvo de una avalancha inminente. Nadie le hizo caso. Más de 22 mil muertes cobró esta avalanca, el represamiento del río Lagunillas. La historia de una niña, que duró agonizando durante tres días, sin que nadie pudiera conseguir una motobomba que pudiera drenar el agua donde estaba apresada y salvarla. Pero el Estado tiene pies de elefante y cuerpo de hormiga. Nadie pudo salvarle la vida a Omayra Sánchez.
La historia la descubrió el periodista Germán Santamaría. Ella no era la única niña que estaba en esas condiciones, pero fue la única cuya historia interesó a uno de los cronistas más cotizados de la época. Tenía 13 años y las ilusiones vivas de poder ser médica. De ella quedan unas fotos del colegio, bailando bambuco, sonriendo, nunca supo que su vida se truncaría de manera abrupta: a las 11:30 de la noche la familia de Omayra, como todo el pueblo, se despertó abruptamente. Un ruido atronador circundaba el pueblo. Salieron a la calle y vieron la ceniza caer sobre el pueblo y luego el barro entró como si fuera un monstruo espeso, gigante y negro. Lo borró todo. Tal y como lo recordó en su momento Infobae el padre de Omayra, quien trabajaba como operario en una máquina de arroz, se encerró en la casa. Creían que esto podría ser suficiente para salvarse. En la casa no estaba la madre de la niña, que estaba en Bogotá arreglando un problema de un diploma, pero si una tía. De más está decir que el barro se llevó la casa. Uno de los hermanitos de Omayra, que se salvó de la tragedia, cuenta que su papá, Omayra y su tía, se abrazaron y se hicieron debajo del marco de una puerta.
Las imágenes las recuerdan hasta que no las vivieron porque la imágen de Omayra le ha dado la vuelta al mundo una y otra vez, convirtiéndose en el rostro de un país incapaz de proteger a sus ciudadanos de una catástrofe. A Omayra la encontraron rescatistas entre los escombros de su casa. En el piso, lo que la mantenía a flote, era el cuerpo de su tía. La niña conmovía con su optimismo. Les decía que ella estaba bien, que tenía fuerzas. Que lo lograría “vayan y ayuden a personas que si lo necesitan”. El país estaba pendiente de su rescate. Vieron como sonreía, como cantaba en la noche, como contaba chistes y a veces se acordaba que estaba parada encima del cuerpo de su tía, que su papá probablemente estaba muerto y que la peor de las tragedias había caído sobre su pueblo.
Pero las fuerzas la fueron abandonando y el nivel de las aguas iba creciendo. Cuando las cámaras se acercan a ella alcanza a mandar un mensaje a su mamá quien la ve desde el otro lado de la pantalla, le dice que no se preocupe. Además se muestra preocupada porque ese día tendría un exámen de matemáticas. No sabía que en Armero ya nunca más habrá una escuela. La única forma de salvarle la vida a Omayra era tener una grúa, o amputarle las piernas. Pero la motobomba llegó sesenta horas después, cuando la niña ya estaba alucinando. Su último pedido fue una gaseosa y unas galleticas. Murmuró una oración y se recostó boca abajo. Sus ojos se apagaron.
La ayuda internacional envió a Colombia pertrechos y millones de dólares de ayuda. Todo se perdió. Un año después el papa Juan Pablo II visitó el campo santo más grande del mundo. Campo santo se le llama a todo terreno en donde no puedan rescatarse sus cuerpos y eso pasó en Armero. Allá se robaron los niños con la alcahuetería del ICBF y los dos mil sobrevivientes, algunos tan corajudos como Francisco Gonzalez, creador de la Fundación Armando Armero, quien sigue buscando recuperar no sólo a los niños robados sino la memoria de un pueblo que fue sepultado por una erupción y por la incompetencia de un gobierno que tenía la certeza que esto iba a pasar pero que no hizo absolutamente nada para evitarlo.
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