Por: Guillermo Linero

En su libro, Cómo Nace el Derecho, el jurista italiano Francesco Carnelutti explica con una prosa afable y apta para todos los públicos, la seriedad e importancia de hacer las leyes. En el mentado libro, compara ese oficio de hacer las leyes con el de un humilde constructor que, ladrillo tras ladrillo, erige un inmenso edificio. En efecto, los legisladores han de forjar, ley tras ley, el “gran edificio de la justicia social”. La justicia social, que no tiene otro propósito, cualquiera sea el tinte político de los legisladores y de los gobernantes, distinto a la protección de los derechos de los pobres y a crear políticas -precisamente leyes- para el desarrollo económico y equitativo de la sociedad entera. En tal sentido, los legisladores están obligados única y estrictamente a viabilizar las reformas que aseguren dicha equidad y no para obstaculizarlas.
Empero, siendo la justicia tan amplia y universal, apenas hacemos uso de ella por medio del cerrado sistema del derecho- que en la gran ciudad de la justicia -para seguir el imaginario de Carnelutti- ocupa solo un edificio, el derecho, y un solo lugar, el Congreso, donde nacen las leyes que le dan forma, por ejemplo, al sistema de derecho colombiano. Una institución, la del Congreso, que de estar integrada por juristas y no por políticos (pues la mayor parte de estos últimos aspiran a ser, o lo son, jerarcas, emperadores, reyes y dictadores), y de no estar ocupada por quienes prefieren lo caótico, otros serían nuestros modos y maneras, y no estaríamos embelesados por las premisas de la “cultura traqueta” tales como: “el que reza empata”, de nuestra costumbre religiosa; “la gente de bien es la poseedora de bienes” de nuestra tradición moral y; “no es tan malo robar al estado”, de nuestra conducta cívica.
Por tal razón, en Colombia, como en la mayor parte de los estados civilizados (no importa si ruines o bárbaros, sino los que siguen la noción de una civis), están llamados a fabricar las leyes quienes hayan sido elegidos popularmente, y no es requisito para ello que sean abogados o juristas. Así de claro lo explica el mentado profesor italiano: “Si los juristas son los obreros calificados del derecho, no todo en derecho es obra de ellos…. Las leyes, pues, están hechas, si no precisamente solo, por lo menos también por hombres que no han aprendido a hacerlas”.
No obstante, es el derecho el método formativo más eficiente cuando se trata de progresar como grupo o como sociedad. Por esa importancia del derecho, las leyes han de crearse con la seriedad que se toma un constructor cuando, ladrillo tras ladrillo, forja un gran edificio que de caerse moriría mucha gente. En consideración a ello, no podemos esperar de quienes hacen las leyes nada distinto a un talante fabril especial, a una formación cognitiva mínimamente garante de nuestra seguridad y progreso, y que estén nutridos de correcta moral y de buenas costumbres; que tengan de rigor el cumplimiento de la ética y de la cívica, en fin, que entiendan, más por sentido común y por estar desprendidos de religiones e ideologías, cómo entre los mismos miembros de una especie no es connatural auto aniquilarse. Ya es hora de decirle adiós al temible hombre lobo de Hobbes.
En los tiempos del siglo XXI, el siglo de los derechos colectivos y medioambientales, hay que vencer la incultura política y reconstruir, no en términos utópicos sino esperanzadores, la realidad de un futuro inmediato en el cual sea posible trabajar, festejar, jugar, disputar…, en sana convivencia. Con todo, valga decir que eso solamente ocurriría si al Congreso integrado por no juristas, un día empiezan a llegar personas, sino doctos en leyes, al menos con talante cívico y mediana escolaridad.
En este contexto de iletrados, es natural que algunos senadores no puedan visualizar, por ejemplo, los efectos futuros de la reforma laboral. Si no saben poner en práctica el principio teleológico del derecho, no entenderán que si los trabajadores recibieran mejores sueldos crecería el consumo y por efecto infalible crecerían también las utilidades de los empleadores que surten las necesidades del consumo.
Desafortunadamente, en las sociedades gobernadas por regímenes deshumanizados, cambiar en favor de todos resulta difícil y, cuando esta visión trasciende al ciudadano corriente y se vuelve común entre quienes tienen la responsabilidad de hacer las leyes y fabricar el derecho, entonces comienza el reinado de la mediana escolaridad, como es el caso de algunos senadores y representantes a la Cámara que han llegado allí por cuenta de las armas o el dinero, e incluso con sospechosos títulos universitarios. Por eso produce indignación que a 40 millones de colombianos -buena parte de ellos sin educación académica ni estabilidad económica- les dañen la posibilidad de su progreso social y familiar, seres como los ocho senadores que, desprovistos de talante ético y moral, hundieron la reforma laboral.
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