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¿Alguien mató a José Eustasio Rivera?

Por: Iván Gallo


Foto tomada de: IEJoseEustasioRivera


El pasado 11 de abril el ministro de cultura Juan David Correa lanzó, en Mocoa, la agenda de actividades con la que se conmemorarán los 100 años de la publicación de La Vorágine. Sólo un lector agudo como ha sido Correa -sus anteriores trabajos en la editorial Planeta o en Arcadia lo confirman- podría ser consciente de la dimensión del libro escrito por José Eustasio Rivera. El siglo de la Vorágine es la excusa para hablar de temas claves en la conversación mundial y que ha puesto sobre la mesa el actual gobierno, el racismo, el extractivismo, la emergencia climática. Rivera, un adelantado, tuvo la capacidad de advertirle a su tiempo, y al nuestro, el apocalipsis que arrancaba en el Putumayo y que ahora deja cifras espeluznantes como las que da la periodista brasileña Eliane Brum en su libro El Amazonas: durante los cuatro años que duró el gobierno de Jair Bolsonaro se perdieron -ya se por tala o incendios provocados- dos mil millones de árboles. Irremediablemente el pulmón del mundo está intervenido en un 41% nada más en la selva brasilera.


Lo deslumbrante de La vorágine no sólo es la capacidad de revelarnos los horrores de la naturaleza en un lugar de belleza dantesca como es el Amazonas, hormigas que se tragan todo a su paso, pozos llenos de sanguijuelas, selvas que contagian fiebre y enloquecen al que decide atravesarlas, sino el horror humano. Sobre todo la maldad humana. La voracidad de los caucheros y en especial de Julio César Arana del Águila, creador de la empresa que llevaba su nombre y que, desesperados por acaparar fortuna, mataron a cerca de cincuenta mil indígenas de la etnia huitoto asentados durante generaciones en el Putumayo. La gente compraba con fruición el libro porque, además del poder de su prosa, era una denuncia. En 1907 el ingeniero norteamericano Walter Hardenburg, después de ver las atrocidades que cometía la Casa Arana publicó un informe al que tituló: El paraíso del diablo.


Rivera no se ganaba la vida como escritor. Era abogado y atendía numerosos casos en Casanare. Buena parte del tiempo lo pasaba en Sogamoso, que en ese momento era la entrada a los Llanos. Allí empezó a escuchar sobre la podredumbre de la empresa cauchera y también de los abusos de las primeras petroleras asentadas en ese lugar. De 1919 data la primera concesión petrolera en Colombia. En la Notaría Tercera de Bogotá se la dio a la Tropical Oil Company. Cinco años después ya estallaba la primera huelga de trabajadores contra esta compañía.


Él no era sólo un abogado sino que era un gran abogado. En 1921, el mismo año que publica su libro de sonetos Tierra de promisión, es designado secretario de la comisión de límites con Venezuela, encontraría el tiempo en sus oficios para terminar La Vorágine y publicarla en 1924 y cuatro años después fue delegado de la Comisión Internacional de la Emigración de La Habana, que tenía sede en Nueva York. Allí lo encontró la muerte a los 40 años y nueve meses.


La corta edad con la que murió ha sido motivo de especulación. Sus últimos años se los dedicó a escribir una novela llamada La mancha negra. Las pocas personas a las que le comentó sobre su proyecto hablaban de una poderosa denuncia contra los explotadores del petróleo en los llanos colombianos. Cuando Rivera murió el manuscrito no se encontró por ninguna parte. Desapareció. Ricardo Charria Tobar, uno de sus amigos más cercanos, escribió en su libro José Eustasio Rivera en la intimidad, lo siguiente: “Estoy en condiciones de aseverar con la mayor firmeza que la obra estaba planeada y a punto de terminarse”.


Es cierto que la salud de Rivera venía teniendo complicaciones derivadas en convulsiones febriles en tres momentos de su vida producto de sus constantes incursiones en la selva. Ya sabemos que Rivera era una especie de periodista y que lo que contaba tenía que poseer visos de verdad. El dictamen de la muerte fue el de “hemorragia cerebral” pero, según el médico Humberto Roselli Quijano “Aunque el diagnóstico final del Policlínico de Nueva York fue el de hemorragia cerebral de origen malárico, no sabemos en qué se apoyó tan rotunda observación, ni se alcanzó a hacerse ni a iniciarse un tratamiento etiológico adecuado puesto que la evolución de su última crisis escasamente duró una semana”.


Nunca sabremos la verdad ni cuál fue el destino de La Mancha Negra. Lo único cierto es que se perdió para siempre una obra que desentrañaría el horror de las primeras explotaciones petrolera en Colombia, tan crueles, acaso, como las del caucho en Putumayo. Por ahora nos tendremos que conformar con la Vorágine. Es refrescante que, en medio del tedio diario, la conmemoración de un libro sea de interés nacional gracias a un ministro.

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