top of page

Andrés Landero, el desconocido rey de la cumbia

Por: Iván Gallo - Editor de Contenidos




De la única música que se es del rock por puro esnobismo y complejos de provinciano. En el 2004 estrenaron un documental sobre Joe Strummer, líder de The Clash, una de mis bandas favoritas. Le preguntaron a este radical y anarquista punketo quien era su ídolo. No lo pensó dos veces: Andrés Landero, rey de la cumbia. ¡Yo creía que el Rey de la Cumbia era Pacho Galán! En medio de mi mentalidad viciada por el colonialismo creí que se refería algún argentino o un londinense que tenía un seudónimo. Así que averigué por Landero.

 

Es un lugar común decir “llevaba la música en la sangre” pero ¡qué culpa tengo yo si eso a veces es verdad! Su papá era un gaitero de nombre Andrés Guerra, sin embargo parecía no admirarlo demasiado ya que se hizo famoso con el apellido de su madre que se llamaba Rosalba Landero. Ah, si, el músico que admiraba Joe Strummer había nacido en San Jacinto, Bolívar, Colombia. Su papá podría estar abocado a la rumba pero el joven Andrés era la reencarnación de un anacoreta. En las pocas entrevistas que le hicieron habló que una de sus grandes inspiraciones fue el sonido del campo. De joven, se internaban en el monte y se dejaba arrullar por el ruido que hacía los mirlos y las hojas de los árboles moviendose al ritmo del viento. Fue un naturalista.

 

Igual en las corralejas se convertía en una fuerte telúrica. Era uno de esos acordeoneros tan hábiles que el fervor popular lo señalaba que había hecho un pacto con el diablo, como sucedió con Paganini y su furioso acordeón, con Robert Johnson y la guitarra que hablaba. Pero su universo se iba a expandir gracias a Delia Zapata Olivella, la folclorista nacida en Lorica, Cesar, quien llevó la cultura del Sinú a los más sofisticados rincones del orbe. Ella lo llevó en su grupo, lo pulió, fue su maestra.

 

Los exitos no tardarían en venir. Lo curioso con esta clase de éxito es que llegó primero por Europa y los Estados Unidos que a través de nuestro país. “La pava congona”, “La muerte de Eduardo Lora” eran frescos, puro color local como se diría en el periodismo. Eran historias muy locales que se transformaban en universales por su capacidad de describir con magestria el lugar de donde nación, de donde se es.

 

Aunque aún hoy en día se le reconoce como el rey único de la rumba, Landero nunca se sintió cómodo con ese adjetivo. A lo mejor porque la música era su placer secreto. Cuando dijimos al principio de este relato que era un naturalista, porque se fundía en la soledad del campo para poder tener e interpretar su música, no lo hacía por una opción natural sino porque no podía saber nadie que él cantaba. Era una prohibición camuflada. El tenía que aprovechar los días de aguacero para que el agua que caía como martillos en los techos de zinc camuflara sus notas.

 

Se presentó en una docena de festivales vallenatos y en todas perdió. Fue rey pero afuera, no adentro. La leucemia empezó a minar su salud. El 3 de febrero del año 2000, en la clínica Enrique de la Vega del Seguro Social de Cartagena, Landero murió. Acá viene una frase que es cliché, un cliché a vevces miserable: murió y empezó la leyenda. Porque en vida Andrés Landero no pudo dimensionar lo que hemos descubierto un cuarto de siglo después: que nunca hubo un verdadero rey como él. Tuvo 25 hijos, de los que sobreviven 22 y que sus últimas palabras fueron destinadas a su último amor, Lastenia Alvis, que por favor la cuidaran, que nunca lo olvidaran. Y en realidad nadie lo olvidó. A los viejos dioses nunca se olvidan.

Comments


bottom of page