Por: Línea de cultura de Pares

Hace 98 años, cuando nació Gabo, Aracataca vivía su última época de esplendor. Un gringo aventurero fue al Magdalena y le dieron de comer un plátano. El hombre puso los ojos en blanco y exclamó ¡What the fuck! Los cataqueros no sabían que no sólo había cambiado la historia de la humanidad sino que, lo más grave, es que aterrizaría en sus tierras el monstruo de la United Fruit Company.
Tarde se fundó Aracataca, a finales del siglo XIX. Su riqueza fue, como suele ocurrir en Colombia, su perdición. Comerciantes italianos y franceses empezaron a explotar el cacao. Para comunicarse con el mundo trajeron el telégrafo. Uno de sus primeros operarios fue Gabriel Eligio García, padre del vecino más ilustre que ha tenido jamás el pueblo. Pero el banano desataría una fiebre que traería también a uno de los monstruos de la civilización: la locomotora. Entonces fue como cuando los gitanos descubren, gracias a Melquiades a Macondo. Aracataca aparece en el mapa y empiezan a llegar personas de todas partes del mundo. Ese crisol fue el que vio Gabo hasta que se fue a los ocho años, cuando el brillo de Aracataca ya se había perdido.
García Márquez en su célebre entrevista a su amigo, Plinio Apuleyo Mendoza, afirmó que todo lo que había contado en Cien años de soledad no era producto de la fantasía sino que se había atenido a hechos reales. Por más que los críticos se devanen los sesos sobre la supuesta simbología que carga la saga de la familia Buendía lo único cierto es que Gabo, como él mismo lo reconoció, “no es más que uno de los hijos que tuvo el telegrafista de Aracataca”. Otra verdad que le reveló a su biógrafo Gerald Martin fue esta “A mí me pasaron cosas importantes hasta los ocho años” A esa edad no sólo ya se habían ido los gringos, que habían dejado al pueblo como una costra seca, sino que su abuelo, el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, murió. Fue, como lo dijo en repetidas ocasiones, su amigo más directo, el ser más amado.
Llegar a Aracataca es encontrarse de frente con la realidad del país. A pesar del esfuerzo de los últimos gobernantes este municipio del Magdalena ha sido arrastrado por el olvido y la hojarasca. Su antiguo esplendor sirvió para que otro monstruo de las artes colombianas, el fotógrafo Leo Matiz, naciera y creciera allí. La locomotora, como un sueño del mediodía, se disipó en una sopa de sudor. Ya no para. La estación, amarilla y bella como una mariposa, ve pasar el tren cargado con carbón del Cerrejón varias veces al día, durante 18 minutos. Pero no se detiene. En la plaza central, al frente de una iglesia que evoca un pasado árabe, está una estatua de García Márquez hecha en latón, dorada y negra por culpa de un sol que no descansa. Por generaciones Aracataca señaló a Gabo como el principal responsable de sus desgracias. Pero Aracataca ya está lista para una nueva transformación.
Gracias a la fundación Gabo, a la gobernación del Magdalena y a Pares, Aracataca volverá a ser el centro del mundo de acá al 2027 cuando se cumpla el centenario del autor de Cien años de soledad. El legado de García Márquez servirá para que el tren vuelva a detenerse en Macondo y las tribus de gitanos salgan de entre las cenizas a traer los últimos inventos. Este 6 de marzo no sólo se conmemora un año más de Gabo sino que aquí arranca un nuevo capítulo en la historia de Aracataca, un corazón que no para de latir.
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