Por: Guillermo Linero Montes
Históricamente se ha creído que los principales factores para hacer a los países más fuertes y más seguros, son el poderío armamentístico y el poderío económico. De hecho, desde la antigüedad se ha tenido por cierto que dichos factores determinan el grado de civilización. No obstante, en este tercer milenio, el entendimiento de las nuevas generaciones -reflexivas y sensibles, pero todavía por fuera del poder- los países llamados civilizados no lo son exclusivamente por sus riquezas materiales, ni por su poderío militar; sino por la cultura y la espiritualidad de sus ciudadanos.
En el presente, desprendidos del individualismo capitalista de Adam Smith, son más quienes tienen por seguro que la riqueza de las naciones debe fundarse prioritariamente en la conciencia de cuidar el planeta -el medio ambiente- en el respeto a los otros -los derechos humanos- y en el remplazo del materialismo por el idealismo (cambiar el oro por las ideas).
El filósofo francés André Malraux, aseveraba que el siglo XXI sería espiritual o no sería; es decir, que si nos vamos por el camino de las guerras, los efectos no son la satisfacción de un botín obtenido o la consecución para sí de un territorio ajeno, sino todo lo contrario: verbigracia, la guerra entre Rusia y Ucrania solo ha servido para convertir un territorio en campo de batalla y para reducir a su población a una triste ciudadanía soldadesca- o, como es el caso de la violencia de Israel contra Palestina, que solo ha servido para la aniquilación de la mayor parte de la población infantil de la Franja de Gaza.
De haberse tenido la mentalidad dada al respeto de los derechos humanos, implícita en la consigna de Malraux, los ucranianos estarían viviendo felices en su país, y los niños palestinos estarían jugando en sus calles con la alegría que les caracteriza. Con todo, la falta de conciencia de quienes aún detentan el poder y toman las decisiones escudados en el señorío de las armas, todavía hace vulnerables a la mayoría de países.
En Colombia, por ejemplo, pese a la disposición del gobierno de Gustavo Petro, de alinear a su población en esa filosofía del respeto a los otros, y del cuidado medioambiental del planeta, la violencia en el Catatumbo lo ha conminado a combinar sus políticas de paz con actos de guerra para hacer frente militarmente a los grupos armados que como el ELN o las bandas criminales, persisten en priorizar la violencia como mecanismo de enriquecimiento.
En contraste, las políticas económicas ligadas al poderío militar y a las ambiciones individualistas de riqueza, siguen, igual que las guerras, la senda de lo injusto y cruel. De tal suerte, los países faltos de riqueza monetaria dependen, en calidad de esclavos, de sus amos imperiales. En el caso nuestro, hemos dependido sumisamente de los Estados Unidos, que en los negocios mercantiles nos impone reglas desfavorables. Con todo, la tradición de nuestros gobernantes ha estado basada en obedecerles, solo y únicamente por el mero temor a su inescrupuloso poderío militar.
Hoy, cuando el presidente Donald Trump, arremete contra la especie humana, con políticas de avasallamiento económico y amenazas de invasiones territoriales, empiezan a surgir voces libertarias -todas comprometidas con la protección al medioambiente y con el respeto a los otros- que ven posible la ampliación de las relaciones comerciales con distintos países, sin importar las distancias que geopolíticamente han dificultado los intercambios comerciales.
Por fortuna, el desarrollo de los medios de trasporte, que por cuenta de los avances tecnológicos se han optimizado y reducido en sus costos, facilita en el presente una cobertura comercial global y sin fronteras. No en vano, hoy y por causa de las fricciones entre el gobierno colombiano y el estadounidense, se habla con bastante seriedad de la opción de integrarnos a los llamados Brics, que consiste en una asociación de naciones con fines económicos y comerciales, integrada por países tan distantes el uno del otro, como lo están Brasil y China.
Sin embargo, tal posibilidad nos tendría que hacer pensar en dos situaciones: primero, que a los Estados Unidos no debemos desatenderlo en calidad de socio comercial, renegociando con ellos los tratados económicos vigentes sobre la base de una igualdad de condiciones-; y segundo, que en ningún caso, le acompañemos en términos de política general, en aquellos asuntos que atenten contra los derechos humanos y contra la protección del planeta. Esto último, pues las estrategias políticas y los criterios de humanidad expuestos por el actual presidente de los Estados Unidos, develan a un país auspiciador del irrespeto a las normas medioambientales y promotor de la desestimación de los derechos humanos.