Por: Daniela Quintero. Redacción Pares
De pie, sin importar que llueva o haga sol, así se mantienen todo el día miles de mujeres que en su mayoría son madres cabeza de familia y trabajan como vendedoras en la calle para sostener a sus hijos. Cuando termina el día salen con prisa, guardan su mercancía, hacen cuentas y atraviesan toda la ciudad para retornar a sus hogares: así es la dura labor de las mujeres vendedoras informales.
Según el Ministerio de Trabajo, en Colombia hay más de 15 millones de vendedores informales, pero en su mayoría son mujeres. A continuación, tres historias de mujeres trabajadoras:
La calle: “un ambiente pesado”
La alarma suena a las 6 de la mañana. Astrid Rincón Fernández se despierta y empieza a prepararse mentalmente para un nuevo día. Toda su vida ha trabajado como vendedora informal, desde que tiene memoria, y aunque ya está acostumbrada asegura que es un entorno masculino, casi machista.
En las mañanas arregla a sus pequeños y espera a que abran el jardín para poder irse a trabajar, sale corriendo al Transmilenio y ya son casi las 8 de la mañana. Creció en la ciudad de Bogotá vendiendo todo tipo de productos. A sus 42 años tiene seis hijos, tres de ellos mayores de edad que ya responden por sí mismos y los otros de diez, cuatro y dos años, por los que trabaja todos los días.
Actualmente se ubica cerca al Planetario de Bogotá en un módulo que le rentó a la Alcaldía donde lleva once años instalada. Mientras atiende a los clientes, sentada en una silla de plástico y con la fortuna de que el cielo estaba despejado cuenta cómo es su día.
“De acá salgo corriendo para la casa para darles la comida, yo vivo en Usme entonces me demoro mucho. Yo cierro el módulo acá a las 5 o 6 de la tarde porque tengo que cuidar a mis hijos, lo máximo es cuando hay eventos en el Planetario e intento quedarme por acá pero nadie me cuida a mi hijos en la noche”, expresa Rincón.
“Este gremio de la calle es un ambiente muy pesado, entonces se encuentra de todo. Para uno de mujer es muy difícil uno siente machismo. Me han faltado el respeto, que si uno se hace en un lugar comienzan a hacerle propuestas indecentes, es pesado, pero se ponen en su sitio a esas personas”, agrega. De acuerdo con Rincón, nunca ha habido unión entre los vendedores. Quizás cuando la policía llega pero unión en protección hacia la mujer no.
Manifiesta que es muy organizada con el dinero, pues el padre de sus hijos no aporta suficiente dinero para ellos. Mensualmente debe llamarlo y llamarlo e insistirle para las cuotas mensuales.
“Él me da 150.000 pesos o 200.000 pero tengo todavía tres hijos pequeños, y solo el jardín vale 100.000 pesos, a eso súmele los pañales, el tetero, a los otros niños pues las onces”, explica.
Sin importar el trajín de su trabajo su objetivo final es que los hijos estudien, que exploren el mundo, así lo dice. “Afortunadamente el mayor ya está en la universidad, el segundo está buscando trabajo y el tercero de los grandes también quiere estudiar”, cuenta con una sonrisa mientras atiende a un comprador.
“Yo quiero estudiar”
Con el sudor en su rostro, mientras asa arepas, bate los huevos y recibe los pagos, está Aidé Torres de 39 años junto a uno de sus hijos, el menor y quien la acompaña a trabajar.
Tiene un puesto en el que vende arepas, empanadas y bebidas calientes. Torres vive en Bosa y se levanta a las 4 de la mañana de lunes a domingo, sin descansar un solo día. Prepara todos sus elementos de trabajo: agua, tinto, termos, los ingredientes de todas sus recetas y sale con su hijo a trabajar.
Se va en bicicleta desde Bosa hasta el centro de Bogotá, lugar donde tiene su carro de ventas. Aproximadamente gasta 50 minutos que parecen a veces más con todo el peso que carga en su espalda.
A los 17 años migró de Boyacá a la capital. Quedó embarazada muy joven y decidió buscar empleo en la ciudad lejos de casa. Llegó con su bebé en brazos, una niña que ahora ya está por terminar su bachillerato.
“Acá llevo trabajando 6 años y llevo 23 años trabajando. Antes vendía solo tintos, pero ahora intento vender lo que sea. El trabajo en la calle es duro, claro, pero no he sufrido de machismo afortunadamente, por eso no me quejo”, relata.
Se acercan al menos 10 personas mientras conversamos. El humo se esparce en el lugar y ella sigue muy activa alistando sus pedidos. “Cuando no vendo tanto es muy complicado porque o sino uno no lleva el diario, lo difícil es tener el producto y no venderlo”, asegura.
Según ella, lo bueno que tienen los carritos que da la Alcaldía es que se trabaja tranquilo en la calle, pero tiene un costo mensual. “No me parece justo que uno tiene que pagar harto y caro, son 90.000 pesos mensuales y le toca pagar el parqueadero, no hay luz, no baño y no me parece que eso se una ayuda”, añade.
Además, explica que muchas mujeres vendedoras informales son madre cabeza de familia. “En mi caso yo sola los he sacado adelante siempre. Los papás no sirvieron para nada”, dice con sarcasmo. “Yo no quiero que ellos trabajen en lo que yo trabajo pero con esto los he sacado adelante a ellos. Uno acá está al sol, al agua. Mira como está el piso, tengo que correrme porque como no soy dueña de nada, mira estoy en la tierra”, describe mientras señala el suelo donde tiene su puesto. Justo al frente está una construcción pero es el lugar donde al menos no la han sacado.
“Entonces uno acá no tiene nada seguro. Pero ahorita voy a ir al IPES (Instituto Para la Economía Social) a ver si me ayudan, quiero estudiar mantenimiento para lavadoras. El año pasado terminé el bachillerato y quiero buscar otra alternativa porque esta alternativa está muy fea”, agrega.
Torres asegura que gana un poco más del mínimo, y ese mínimo no sirve para vivir. Recalca que tiene dos hijos que estudian, que les debe pagar transportes y el transporte es muy caro.
El pasaje del transporte público en Bogotá está en 2.400 pesos, en ese sentido, al mes una persona gasta 148.800 pesos con los tiquetes de ida y vuelta. Ahora bien, si se multiplica por tres el gasto es de unos 446.400 pesos, y el salario mínimo es de 828.116, y en este caso, solo un miembro del hogar asegura el ingreso para poder vivir.
“Todo es demasiado caro, yo gastaba mucho en transporte, por eso decidí montar en bici. Yo tengo que trabajar de domingo a domingo, no tengo prestaciones de ley, entonces es muy difícil. Si yo me enfermo de malas, párese y trabaje. Y el alcalde solo molesta con sacarnos de los espacios”.
En las últimas semanas, la Policía en Bogotá aumentó su fuerza con los vendedores ambulantes, debido a que, según ellos están implementando el artículo 140 del nuevo Código de Policía, expedido en 2016 por la utilización indebida del espacio público.
«Con este trabajo no soy desagradecida»
Luz Marina Martínez López es una mujer de 52 años. Nació en Bogotá y lleva trabajando 27 años como vendedora ambulante. Cuando su esposo se fue de la casa tuvo que salir a conseguir más dinero. Tuvo cuatro hijos, y desde aquél momento cuando su esposo abandonó el hogar buscó los medios para “sacarlos adelante”, así lo relata.
“Yo vivo en el barrio Juan Rey, salgo de mi casa a las 6 de la mañana y vuelvo hasta las 7 de la noche”, narra, mientras mueve su “carrito”, el que dio la Alcaldía.
Ella paga una mensualidad de 90.000 y 4.000 para el parqueadero, puesto que, no se lleva la mercancía hasta su casa. El beneficio, explica, es que la policía no molesta porque tiene un chaleco y un carro con el logo de la institución.
Afortunadamente ya sus hijos están grandes: el mayor tiene 34, le sigue la hija de 26 y su último hijo de 22. Por eso, cuenta que puede pagar, con mucho esfuerzo, mes a mes la cuota para vender sus producto con tranquilidad, pero con hijos a bordo no hubiera sido posible años atrás.
“Mientras mi hija está sin trabajo yo le ayudo, pues porque ella tiene hijos pequeños y el papá tampoco responde” Cuando sus niños eran pequeños su labor fue también de vendedora pero de fruta. Según cuenta esto le permitía llegar temprano a la casa y sino, entonces salía con todos a vender porque no había quien los cuidara.
“Con este trabajo no soy desagradecida con esto trabajo para el diario, para mis transportes, mi comida”, agrega.
Como Astrid, Aidé y Luz Marina hay miles de mujeres que salen a buscar empleo para sobrevivir. Sobrevivir, efectivamente, porque no se vive, se lucha diariamente, así lo sostienen mientras hablamos. Aunque lo dicen con fuerza, pues no hay tristeza en sus rostros, también expresan que es un trabajo difícil porque nada está garantizado: no tienen salud, educación, ni empleo seguro.
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