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Cuando la gloria de la selección Argentina le sirvió a una dictadura para ocultar sus crímenes

Por: Redacción Pares




En Argentina, en el fútbol, existen dos religiones. Los bilardistas y lo menotistas. Los primeros son los pragmáticos, los que creen que Carlos Salvador Bilardo, campeón del mundo de 1986, tiene razón al afirmar que lo único que importa en el fútbol es ganar. A César Luis Menotti, hombre de izquierda, le gustaban las formas. Era un lírico. Sin embargo fue Menotti quien tuvo la desgracia de ser el técnico escogido para dirigir la selección en 1978, cuando la dictadura de Videla mandaba. Argentina había sido elegida como la primera sede sudamericana del mundial desde Chile en 1962, pero desde el 24 de marzo de 1976 la bota militar mandaba en ese país. Un golpe liderado por Videla había depuesto la democracia.


El 1 de junio de 1978, acompañado por los obispos que lamían su bota, Videla fue la figura principal de la inauguración de “el mundial de la paz” como llamó la Junta Militar a la competencia. Sin embargo, a cuatrocientos metros del lugar donde se efectuaba la ceremonia, el estadio de River Plate, en la ESMA se torturaban estudiantes. Era la Escuela de Mecánica de la Armada y en ese lugar funcionó el mayor centro de detención, tortura y desaparición de personas de la última dictadura militar de Argentina, entre 1976 y 1983.


Pero las voces de las víctimas no alcanzaban a ser escuchadas por las algarabía concentrada en los 70 mil espectadores que colmaron las graderías del estadio de River Plate. Fue día cívico. En el momento en que se hacían coreografías para darle apertura al mundial, las Madres de Plaza de Mayo eran valientes y demostraban de qué estaban hechas. Aprovecharon además la presencia de periodistas de todo el mundo para contar las historias de sus hijos desaparecidos.


La dictadura se esforzó por mostrar la mejor cara de su país. Pero, durante el mundial, se contabilizan por lo menos cincuenta desaparecidos en el mes que duró el campeonato. Nueve de ellos eran mujeres embarazadas. Sus hijos tuvieron el destino de muchos: se los dieron a familias cercanas a la dictadura que ansiaban tener un hijo. El día que Argentina jugó la final del mundial contra Holanda habían jugadores de ese país que tenían miedo de ganar. El ambiente podría ser tan hostil como el que sintieron los atletas olímpicos extranjeros durante las olimpiadas de Berlín en 1936, organizadas por el partido Nazi o el mundial de 1938 organizada por la Italia fascista.


Se cuenta que en la Esma los torturadores pararon su tarea y vieron la final con los que torturaban. Ebrios de poder, después de que Kempes destrozara a la Naranja Mecánica, decidieron sacar a los muchachos torturados, los metían en un carro e incluso les dejaban sacar sus cabezas por las ventanas para que gritaran. Nadie los escuchó. El país había salido a la calle, ebrio de alegría. Eran puros papelitos blancos. Algunos de ellos que sobrevivieron contaron este momento de angustia como la constatación de que vivimos en un mundo absurdo.


Menotti cargaba una culpa sorda. Ardiles, ídilo de ese equipo, comentó años después que en algún momento se preguntaba ¿Qué implicaciones podría tener cada gol que él metía? Incluso, en el imaginario latinoamericano, se habló siempre de un arreglo con Perú para dejarse hacer los seis goles que necesitaba por parte de Argentina para pasar a la final.


El punto es que esa primera Copa del Mundo le dio a la dictadura, por unos pocos años, la extraña certeza de que a punta de triunfos deportivos serían eternos. La Guerra de las Malvinas sería la cachetada definitiva.

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