Por: Deborah von Nacher

Nunca pensé extrañar esa etapa. Recuerdo mi molestia al ver tanta polarización, especialmente en redes sociales en 2012, 2016 o 2018; años en los que directa o indirectamente estuve al tanto de elecciones presidenciales. Me molestaba el nivel de agresividad de las partes, pero agradecía que la experiencia se concentrara solamente durante las campañas políticas; unas cuantas semanas para luego volver a la «normalidad». Años más tarde —febrero del 2025— esa negatividad y esa polarización, ya son «la normalidad». Todos los días, en todas las redes sociales, en nuestras interacciones cara a cara y ya no solo sobre política, sino sobre cualquier tema o evento. Todo, absolutamente todo, es motivo de polarización, tanto que hasta las ciencias duras no han logrado escapar de esto.
Aunque siempre me pareció una tontería tanto odio en las redes sociales hacia personas que ni siquiera conocíamos en la vida real, estaba convencida de que atacar a extraños detrás de la seguridad de un teclado solo era una válvula de escape de nuestra frustración y enojo. Poco a poco empecé a ver que ya no solamente era un escape, sino que las interacciones empezaron a mostrar nuestras creencias y sentimientos más oscuros; odio, intolerancia, sexismo y racismo y, además, ¡en público! Podemos achacar esta nueva etapa de la humanidad a muchos factores: tal vez ya no se ve tan mal hacer comentarios machistas o racistas en público; tal vez estos comentarios son producto de la desigualdad que siempre ha estado presente y que, ahora que es más notoria, esos productos también se notan más; tal vez nunca dejamos de ser racistas y/o machistas, solo que aprendimos a esconderlo mejor durante esos años en que se veía mal expresarlo… No lo sé. Es un tema muy extenso que podemos analizar en otra ocasión. Lo que me preocupa en este momento no es tanto el porqué, sino que esa polarización ya pasó del aspecto público y político al aspecto privado y doméstico. Nuestras relaciones personales se han visto afectadas como nunca por nuestra ideología política y ahora, en vez de solo pelearnos con extraños e insultarlos exclusivamente a través de un teclado, hacemos lo mismo con familias, pareja, amigos (o examigos, en este momento) y lo hacemos de forma directa, rompiendo relaciones que, antes de estos años, creíamos sólidas. Los que nos quieren dividir lograron infectar hasta nuestro círculo más cercano y querido.
Los abuelos nos decían que no se debe platicar ni de religión, ni de política ni de fútbol «en la mesa» para no tener conflictos. Era un consejo bueno, pero ya ni eso nos salva; ahora no podemos ni siquiera platicar del clima sin que se polarice la conversación.
¿Nos debería importar la polarización si el tema de política no es parte de nuestro repertorio de conversación o si ni siquiera tenemos redes sociales? La repuesta corta es: sí. En cuestión de gobernabilidad y de bienestar ¿cómo podría un gobierno aplicar políticas públicas que nos beneficien si, solo por el mero hecho de que la idea «viene del otro lado», las criticamos (o en el caso de los Senadores y de los Diputados, las bloquean)?
¿Cómo nos podemos poner de acuerdo para resolver problemas que nos afectan a todos para tener una mejor vida, si estamos muy ocupados insultándonos o, en el mejor de los casos, desestimándonos?
La polarización afecta el proceso democrático, debilita nuestras instituciones y baja nuestra calidad de vida.
¿Qué podemos hacer para evitar la trampa de la polarización y —si es que ya caímos en ella— para recuperar estas relaciones personales que se vieron dañadas por diferencias políticas? No es fácil, pero tampoco es imposible si seguimos tres pasos: abrir la mente, cerrar las redes y acercarnos a las personas .
En el primer paso debemos ponernos filosóficos y entender que nuestra experiencia como seres humanos hace que sea imposible que sepamos la verdad absoluta. En Nein. A Manifesto, Eric Jarosinski[1] da en el clavo con esta definición:
«Ideología: La creencia equivocada de que tus creencias ni son creencias ni están equivocadas».
Nuestra realidad está sujeta a nuestras percepciones y a nuestras experiencias de vida. De entrada, tener la madurez de pensar: «Yo creo que esto es bueno porque mi experiencia fue de esta manera y yo percibo el mundo a través de anteojos construidos por mi género, nacionalidad, religión, etc., pero, seguramente, la perspectiva de alguien con experiencias muy diversas de las mías no va a ser igual». En pocas palabras, «cada uno habla de cómo le fue en la feria». Una vez que entendamos que nuestra realidad es producto de nuestras experiencias, podemos estar un poco más abiertos a escuchar la experiencia de otros, para poder entender su realidad.
El segundo paso —estrechamente relacionado con el primero— es reconocer que el algoritmo de las redes sociales analiza nuestros gustos y preferencias y nos alimentan información basada en éstos. Esto nos da una especie de ilusión de que todo el mundo piensa igual que nosotros y hace a un lado información que sea diferente a nuestro pensamiento: información crucial que nos obliga a analizar nuestras creencias y cuestionarlas. Cuestionar nuestras creencias no significa dejar de creer en ellas. Al contrario; si hacemos un análisis profundo de éstas —con sus pros y contras— y al final decidimos que siguen siendo la mejor opción, tendremos argumentos sólidos para seguir creyendo en ellas. Ahora bien, si después de dicho análisis nos damos cuenta de que nuestra ideología no es tan sólida como pensábamos, debemos ser lo suficientemente maduros para aceptarlo y estar dispuestos a cambiar de forma de pensar.
Como último paso, creo que sería importante volver a conectarnos con la forma que tenían nuestras relaciones antes de este fenómeno. Una buena estrategia es recordar a las amistades que hicimos de pequeños o en nuestra adolescencia; personas con quienes nos reuníamos por el placer de estar en su compañía y disfrutar sus pláticas sin importar credo o postura política. Busquemos a nuestras actuales relaciones como buscábamos a nuestros amigos en el colegio: con ganas de compartir sin juzgar. Hagamos un esfuerzo por relacionarnos con el individuo que tenemos enfrente, no con el grupo al cual pertenece. Aceptemos su historia, su experiencia, su perspectiva; intentemos no querer tener la razón, sino entender por qué esa persona es como es y piensa como piensa. En lugar de ver qué tan diferentes somos, busquemos los puntos en los que somos iguales y entendamos que, en el fondo, todos tenemos los mismos miedos y sueños. Permitámonos descubrir que, al final de cuentas, «nosotros» y «los otros» solo queremos bienestar. Tal vez de esta manera volvamos a conectar con lo que todos tenemos en común: nuestra humanidad.
[1] Jarosinski, E., & Solar, J. J. (2016). Nein. Editorial Anagrama.
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