Por: Guillermo Linero
Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda
Los discursos de los gobernantes en las Naciones Unidas de corriente están adscritos a los protocolos de la diplomacia consuetudinaria, a los modos y maneras propios del trato entre naciones. Un contexto de solemnidades e hipocresías, moldeado por los nexos comerciales y por los compromisos políticos con los otros países, o mejor, con los países poderosos. Son muy pocos los discursos desprendidos de esa tradición formal.
Normalmente, los presidentes que fabrican sus discursos con antelación o los encargan, o los hacen con sus consejeros a cuatro, a seis y hasta ocho manos, terminan siendo demasiado fríos y cerebrales, y en tal sentido desenvuelven argumentos cargados de los intereses más innobles del capitalismo. Intereses que se hacen tangibles en la ambición de poder (armamentismo, asedio y ocupación de territorios), en la insolidaridad despiadada con el llamado tercer mundo, en el nacionalismo y la validación a ultranza de los proyectos políticos de los gobernantes de países poderosos (proyectos de guerras, invasiones y explotaciones). Igual, los gobernantes de tal talante, en sus discursos se ponen lanza en ristre contra los menos poderosos; de hecho, en las Naciones Unidas pareciera practicarse a ciegas la malévola premisa de “al caído caerle”.
Esos discursos cerebrales –discursos de corbatín– son los más frecuentes y no los promueve ni la voluntad ni el deseo de los pueblos, sino el contenido del objetivo mismo, que es potestad de los gobernantes. Los discursos de esa tinta por lo general no trascienden las exaltaciones a las directrices de las naciones poderosas y tampoco pierden la oportunidad de la promoción nacionalista, ni la oportunidad de la gestión en favor de intereses puntuales en beneficio de grupos económicos o de clanes y familias locales. En efecto, lo normal es que cada gobernante lleve, en el mapa de su discurso ante las Naciones Unidas, la sola ruta de las directrices de los poderosos, el mapa de los intereses de su nación y de los suyos, pues poco importa el resto del mundo.
Sin embargo, cada tantos años, uno que otro gobernante sobresale en el atril de las Naciones Unidas por el impacto de un discurso emocional y por la expresión de un vocabulario oscilante entre la ira y la ensoñación. Ese tipo de discursos casi siempre constituyen desahogos verbales y, contrariamente a los discursos racionales del formato solemne o hipócrita, no están fundados zalamerías, sino en la crítica fuerte, en denuncias.
Aun así, por causa de su emotividad, estos discursos también suelen alejarse de la verdad, o más exactamente, suelen nublarla; porque descuentan la racionalidad (concentrándose en lo irrealizable) o porque no van más allá del mapa de su nación (concentrándose en sus propios intereses de aldea), o no van más allá de los intereses de la persona, al estilo de los dictadores y reyezuelos.
Lo cierto es que los presidentes con discursos emotivos son muy pocos e inolvidables y los gobernantes con discursos racionales, por corrientes, son muchos. No obstante, tanto unos como otros tienen precisamente vicios de ineficacia. Los primeros, por descartar la verdad surgida de las actuaciones espontáneas y los segundos porque pierden el norte con mucha facilidad y la pasión les nubla la razón.
Hago estas acotaciones, porque el discurso dado por el presidente Petro este martes 20 de septiembre en las Naciones Unidas contiene las dos características que difícilmente se juntan en los discursos de los gobernantes: la racionalidad y la emotividad. El discurso de Petro tuvo de lo primero –en la línea de la conducta solemne– la racionalidad objetiva, fundada en su caso en estudios de economía y en su larga experiencia política. Presupuestos del sentido lógico con los cuales pudo proponer, por ejemplo, nuevas políticas antidrogas y de protección al medio ambiente –específicamente la protección de la selva amazónica– que podrían ser mejores frente a la realidad del fracaso de las políticas hasta ahora aplicadas contra esos dos grandes problemas del planeta y, desde luego, pensando en los beneficios para la humanidad; pensar en todos y no en cada uno, como lo viene haciendo en nuestro contexto con su programa “la paz para todos”.
Y el discurso del presidente Petro tuvo también de lo segundo, en la línea de las expresiones emotivas; aunque, pese a las exclamaciones de indignación y a su lenguaje afectivo, se trató de una amonestación desprovista de iras –que suelen agregarle más problema a los problemas– y en cambio estuvo bastante provista de ensoñaciones, si consideramos que hasta hoy las referencias a la defensa del medio ambiente y a la vida misma, han sido planes utópicos prendidos más a las motivaciones afectivas (lo deseable) que al pensamiento lógico (lo realizable).
Un discurso, visto desde las consideraciones filosóficas, lleno de mucho valor; por cuanto su objeto develado –esto en la senda de Nietzsche y Lotze– constituye un juicio acerca de la vida y acerca del sentido de esta; pero especialmente, por la senda de Gurvitch y Merton, en cuanto el discurso del presidente Petro buscó motivar y orientar la conducta de un sector social, el sector capitalista.
Comments