Por: León Valencia

La ministra de relaciones exteriores, Laura Sarabia y la embajadora en Viena, Laura Gil, insistieron este lunes en excluir la hoja de coca de la lista de sustancias más dañinas durante las sesiones de la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas que se desarrollan en Viena. En los últimos años nuestro país ha insistido una y otra vez en los foros internacionales en la modificación de la política antidrogas que Estados Unidos le impuso al mundo desde hace más de cincuenta años.
Todo empezó cuando el presidente Richard Nixon anunció en 1969 que su fiscal general prepararía medidas para combatir el consumo de drogas en Estados Unidos. En 1970, se promulgó la Ley de Sustancias Controladas. Después, el 17 de junio de 1971, Nixon declaró a las drogas ilegales como el “enemigo público número uno” y anunció una “ofensiva total” que se libraría tanto dentro como fuera de las fronteras estadounidenses, con el fin de “enfrentar y acabar con el enemigo”. En ese día, quizás soleado, de Washington, empezó una gran tragedia para Colombia. Nixon creó un demonio para ponerlo a caminar por los campos de nuestro país.
Decía Nixon que dentro y fuera de las fronteras, pero ha resultado que el gran peso de la estrategia se ha desarrollado fuera de las fronteras convirtiendo el territorio colombiano en un escenario de guerra donde “Somos nosotros los que ponemos los muertos” dijo la canciller en Viena. Lo ponemos todo: la vida de los campesinos, en una guerra inútil; nuestra frágil democracia, sus elecciones, sus instituciones, al grave fuego del narcotráfico y la corrupción; y la salud de nuestros jóvenes en las barriadas de las ciudades en las manos de los jíbaros.
Para conjurar este demonio el país ha ensayado políticas extremas y blandas según los gobiernos, de nada han servido, el diablo sigue ahí, impertérrito, señalando una y otra vez que sólo aboliendo la prohibición absurda mediante un nuevo pacto internacional sobre las drogas, es posible salir de la encrucijada, de la grave encrucijada, en que nos metió Nixon.
La política extrema tuvo su momento culmen en los gobiernos de Pastrana y de Uribe, en esos años tomó el nombre de “Plan Colombia”. Fue allí cuando creció la inversión de Estados Unidos en la persecución a las drogas y se unificó la lucha contra los cultivos de coca con el combate a las guerrillas, una sola guerra. La erradicación forzada y las fumigaciones, el encarcelamiento de miles de campesinos, la confrontación entre las guerrillas y el Estado y la grave expansión de los paramilitares.
En esos años se produjo más del cincuenta de los nueve millones de víctimas que ha dejado este largo conflicto armado. Fue el momento de la parapolítica, el mayor asalto a la democracia, que llevo a la condena judicial de 89 parlamentarios. También, uno de los puntos más altos de los cultivos de hoja de coca y de la producción de cocaína, jalonadas por las mafias, los paramilitares y las guerrillas. Al final la desmovilización de los paramilitares alivió un poco, sólo un poco, la situación
La política extrema no acabó con el fenómeno. Después vino una política intermedia, moderada, blanda, si se quiere, que hizo énfasis en las negociaciones de paz, en la sustitución voluntaria de cultivos, en la atención a las víctimas, en la flexibilización de la legislación frente el consumo, fue en los dos periodos de Santos, que culminaron en un acuerdo de paz con las FARC. Esta política disminuyó los indicadores de violencia y aminoró las víctimas, pero los cultivos y el narcotráfico siguieron vivos.
Iván Duque fue un fallido intento de retomar el camino de Pastrana y de Uribe. Dejó atrás los esfuerzos de paz y la búsqueda de una nueva política ante las drogas y volvió al duro predicamento de la persecución, sin éxito alguno en el control a los cultivos de uso ilícito y en la disminución de la producción y el tráfico de drogas. La política extrema se había desgastado.
A Gustavo Petro no le ha ido mejor y, con la cara que ha mostrado Donald Trump en el arranque de su gobierno, le puede ir peor. Desde su posesión lanzó una política de paz total y empezó una campaña nacional e internacional por la legalización de las drogas. Al tiempo hizo el llamado a un acuerdo nacional para darle un cobijo cierto a la reconciliación. En ese empeño volvió a la sustitución voluntaria de cultivos y propuso iniciativas concretas como la compra de la hoja de coca a los campesinos y ahora, en Viena, lanza la idea de excluir la hoja de coca de la lista de sustancias más dañinas.
La respuesta a estas políticas no ha sido buena. Los grupos ilegales han aceptado sentarse a nueve mesas de negociación, pero no han disminuido sus negocios y sus violencias y sólo pequeñas fracciones parecen estar dispuestas a la desmovilización y al desarme en lo que resta del mandato. La derecha no le ha parado bolas al acuerdo nacional y al contrario ha escalado su discurso de vuelta a la mano dura con la esperanza de la percepción de inseguridad y violencia le darán la presidencia en el 2026.
Y, entre tanto, Donald Trump ha parado la cooperación humanitaria y tiene en estudio la inversión militar en la contención de la producción y el tráfico de drogas ilícitas. Es decir, entramos en un limbo en el que Estados Unidos declina sus compromisos económicos para atender una guerra en buena parte inventada por ellos y tampoco se avienen a la regularización y la legalización de las drogas. Como dicen los campesinos: “ni rajan, ni prestan el hacha”.
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