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El fin de los hermanos Caballero

Por: Iván Gallo - Editor de Contenidos




Los últimos tres años del pintor Luis Caballero los pasó entre París y Bogotá. Ya su obra se cotizaba bien. Los problemas económicos habían desaparecido pero la enfermedad no. Un día se sintió mareado, comenzó a caminar torcido y veía como si tuviera al frente unas rayas. En la clínica nadie quería decir el nombre de la enfermedad. Podría ser Guillain-Barré. En 1993 salió un diagnóstico, era un síndrome cerebeloso derivado del SIDA. Caballero, patológicamente tímido -prefería perderse en el laberinto de Paris antes de preguntarle a un desconocido por una ubicación- decidió que nadie tendría que saber los detalles de sus quebrantos. Los efectos de la enfermedad fueron devastadores e inmediatos. Tenía que usar silla de ruedas. Así que tuvo que llamar a alguien de confianza. En 1993 Beatriz Caballero ya vivía en el apartamento de la carrera quinta esquinera, en pleno Bosque Izquierdo, que había comprado en los años ochenta Luis por recomendación de su amigo de la época del Gimnasio Moderno, Enrique Lleras. Ya era una titiritera destacada, había escrito un par de guiones y libros como ¡Pégale duro Joey! y tenía en la cabeza una novela que terminaría siendo una obra maestra, Las siete vidas de Agustín Codazzi.

 

Luis Caballero fue el gran amor de Beatriz. Era su hermano mayor. Había nacido en 1943 “con una hueva arriba, que nunca le bajó, quien sabe si sería por eso que se volvió marica”. Luis fue un distinto desde el principio. En 1945 nacería Antonio. Antonio y Luis siempre peleaban. Se odiaban, recordaba Beatriz. Nunca llegaron a los golpes pero entre los dos se insultaban con ferocidad. En 1949 nació Beatriz. Era una especie de puente entre los dos hermanos. La guerra terminaba cuando llegaban a la vieja casa en Tipacoque, Boyacá. Allí su padre, Eduardo Caballero Calderón, había escrito sus obras más recordadas, Siervo sin tierra, El arte de vivir sin soñar, el Cristo de espaldas.

 

Caballero Calderón fue nombrado a principios de los sesenta embajador en París. Maria Clara, la hermana mayor de los Caballero, decidió casarse a los 19 años y no dejar Bogotá, pero Antonio, Luis y Beatriz se embarcaron en la aventura. Antonio estudió ciencias políticas, Luis empezó a pintar, crticando siempre la mortecina luz del Louvre y Beatriz empezó a escribir. Eran jóvenes y estaban en Paris, ¿Cómo no ser felices? En 1966 los Caballero regresaron a Bogotá, a la case de la calle 37 en Teusaquillo. Luis ya era un hippie consumado, se había enamorado de una pintora norteamericana llamada Terry que había conocido en París. Antonio estaba decidido, se había convencido de ser un escritor implacable, nihilista y comunista como Sartre. Todos querían ser Sartre. Beatriz tenía tanto talento que no canalizó nada, practicó una gama de oficios que tenían que ver con el arte. Era indudable que estar rodeada de genios para una mujer de finales de los sesenta, por más fuerte que fuera, terminaría achicopalándola.

 

Luis fue profesor de Historia del Arte en Los Andes. Poco a poco rompía su cascarón de tímido. Se hizo amigo del pintor Jorge Madriñán, de Manolo Vellojín, de Felisa Bursztyn, de Beatriz González y Luciano Jaramillo. Comienza a exponer. Aún no salía completamente del closet. Aún no aparecían esos cuerpos desnudos, llenos de dolor y de placer de los hombres que lo convertirían en el pintor más grande de su generación. Beatriz se convirtió en su secretaria. Se encargaba de las cosas prácticas. Lo amaba. Era una especie de apostolado. Luis regresó con Terry a París. Ya vivían en Montparnasse. Las reglas las había cambiado Luis. Era una relación abierta. Terry sufría al ver el apartamento cada vez más lleno de muchachitos enfiestados y desnudos. Al final se aburrió y se fue. Luis escribe a su mamá en Bogotá y le cuenta que es gay. La mujer rompe en llanto y Eduardo Caballero Calderón le pide a su hija Beatriz un momento a solas.

 

-Todo esto es culpa mía- le dice

-¿De qué estás hablando papá?

-De lo que le pasa a Luis, es culpa mía

 

Y entonces el legendario escritor le cuenta que está enamorado de un muchacho cuarenta años menor que él. “Al final todos eran maricas” escribió con sarcasmo Beatriz en el libro Luis, hermano mío.

 

Fueron fogosos los ochenta para Luis. Vendría la libertad de ser lo que quería, el cambio en su pintura y el éxito. De la noche a la mañana se había convertido en alguien rico. Invitaba a comer a sus amigos todas las noches en su apartamento-taller. No se privaba de nada, ni siquiera del caudal de amor al que podría acceder.

 

La enfermedad lo dejó solo. “A mi no me aguanta nadie más de tres meses” repetía. Pero Beatriz dejó todo en Bogotá y se fue, sin dramas, a cuidarlo en París. Lo más duro fue ver como iba perdiendo los sentidos, el gusto, a él que le gustaba comer tan bien, la vista, privándolo de las películas que tanto amaba. “Era un buen trabajo, tenía comida y alojamiento gratis en París, además de que me entraba algún dinero en el bolsillo”. La enfermedad fue tan rigurosa que hubo un momento en que París no fue suficiente. Así que se devolvió a Bogotá. El último viaje. El último regreso. Fue perdiendo tanto el movimiento que ni siquiera podía firmar los cuadros. Luis Caballero murió el 19 de junio de 1995. Tenía 52 años. Dejó una obra descomunal, misteriosa, muy bien cotizada.

 

Beatriz siguió escribiendo, haciendo sus títeres, fue el último gran amor del cineasta Carlos Mayolo. Su hermano Antonio murió en el 2022. Fue noticia nacional.  Nunca abandonó el apartamento de Bosque Izquierdo. El 12 de febrero de 2025 murió a los 76 años. No hubo grandes despliegues mediáticos. Unos pocos buenos amigos, Sandro Romero Rey, Juan David Correa, Pedro Adrián Zuluaga, han contado anécdotas y algunas de sus aventuras a través de las redes sociales. Coinciden en la frescura, en el sentido del humor pero insisten en que Beatriz era, sobre todo, una escritora maravillosa, una artista única que no pudimos ver porque sus hermanos mayor y su papá la eclipsaron. Ojalá su obra pueda ser reeditada. Ojalá su muerte nos acerque por fin a ella.

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