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El Hueco, el primer barrio de la prostitución en Medellín

Por: Iván Gallo


Foto tomada de: Medellín Antiguo


En 1890 Medellín tenía cuarenta mil habitantes. En las noches no había mucho qué hacer. Lo más bonito que podía tener la ciudad eran las mansiones de José María Amador y Tulio Ospina, reconocidos hombres de empresa. A veces llegaba una compañía de zarzuela o se realizaban unas corridas de toros para romper eso que llamó Tomás Carrasquilla como “el limbo de la monotonía”. Poco a poco llegaba la modernidad y también lo prohibido. En 1893, según el historiador Jorge Mario Betancur Gómez, apareció la primera estadística de criminalidad que se conoce en Antioquia. Entre 1889 y 1893 fueron asesinadas en ese departamento. La mal llamada “gente de bien” fue alejándose de la zona pantanosa, llena de enfermedades donde sería edificado en 1894 el barrio Guayaquil. Por ese año fueron llegando mendigos, aventureros y comerciantes que se asentaron en “ese lugar infecto”.


Sobre el nombre del barrio, aclara el escritor Manuel Mejía Vallejo en uno de sus escritos, que tenía que ver con las condiciones insalubres que recordaba a una ciudad ecuatoriana, Guayaquil, que por esa época sufría una epidemia de fiebre amarilla “¿No conocían este Guayaquil? Así se llama el barrio porque fue un pantanero de zancudos, rumbaban las fiebres como en un tiempo en esa ciudá de los Ecuadores”. Todo lo que estaba mal se remitía a Guayaquil. Allí la gente sacaba sus vasijas llenas de excrementos y, como no había alcantarillado, simplemente sacaban sus miserias a la calle, específicamente en las cunetas. En relatos de la época se cuentan que, en edificios de cuatro plantas, habían vecinos que veía como el techo se les iba poniendo negro: había personas que no sacaban la mierda a la calle y, simplemente, la dejaban rebosar en sus pisos, filtrando la privacidad de los vecinos que vivían en la planta de abajo. Eran lugares donde la enfermedad, el trago, el juego y el placer sexual se mezclaban.


En los primeros meses de 1899 aparecieron en Guayaquil lo que los vecinos llamarían, de manera despectiva “los primeros travestis”. En el periódico Novedades, en 1910, hay una primera referencia sobre ellos: “En estatuaria femenil, los viernes y martes salen a mostrar ciertas formas corporales, propias de una deformidad antropoforme, unos muchachos que escandalizaron a señoras y señores camino al mercado”.


Con los mal llamados travestis aparecerían las primeras prostitutas. Siempre existió en las administraciones municipales la hipocresía de ocultar lo que ellos consideran feo, contranatura, depravado. Por más que intentaran llevarse de sus calles a las mujeres que se paraban en las esquinas, siempre aparecían ahí para escándalo de las mujeres casadas según lo ordenaba el sacramento y de los hombres que se tapaban la cara con sus manos abriendo con sigilo sus dedos. Ninguna campaña policial o eclesiástica sirvió para algo. En Guayaquil eran tan comunes las prostitutas en la calle como las peleas a cuchillo entre sus visitantes, los borrachos cantando canciones viejas o la propia mierda.


Según el libro Moscas de todos los colores, historia del barrio Guayaquil de Medellín 1894-1934, hubo alcaldes que quisieron prohibir la prostitución a punta de ley. Uno de ellos fue Alfonso Ballesteros quien firmó un decreto contra las pianolas “sitios de diversiones nocturnas, de libaciones eternas y caricias vulgares. De verificarse nuevos escándalos en estos establecimientos, ordenó un arresto de cinco días para las mujeres públicas de esos lugares”. El vicio, tal y como lo escribió Mejía Vallejo, rezumaba en las calles de Guayaquil: “La calle, las luces, las cantinas, los traganíqueles... El vicio va agarrando, y lo pior, uno se envicia al vicio, le hace falta seguir arrastrao”.


Las leyes eran celosas con las prostitutas. Afortunadamente sólo eran letra muerta. La ley no les permitía a estas mujeres poseer casas cercas a templos, colegios o plazas de mercado. A pesar de estos cuidados Medellín, hace cien años, vivió una verdadera plaga de sífilis y gonorrea. Los esposos, que con devoción comulgaban en la misa del domingo, transmitían las enfermedades a sus fieles esposas. Hubo una campaña a comienzos de la década del veinte para obligar a las prostitutas a hacerse exámenes en profilácticos. Ninguna fue por voluntad propia, tuvo que intervenir la policía y ellas supieron defenderse de ese ultraje a punta de dentelladas y arañazos.


La sociedad, sabiendo que había perdido su pelea contra las buenas costumbres, exigió, al menos, que la prostitución se reglamentara y que no saliera del barrio Guayaquil, al amparo de sus casas amplias convertidas en conventillos. Desde principios del siglo XX se pedía que las prostitutas se alejaran de los barrios donde vivían los ciudadanos de bien. El 7 de octubre de 1898, en el periódico Las Novedades, salió esta súplica: “Allá donde el rumor de las aguas y los vendavales de las vecinas selvas impidan escuchar a las personas honradas el ruido siniestro causado por el aleteo y los picotazos de los buitres de la orgía sobre el cadáver de la moral cristiana”.


Ya en los años treinta Guayaquil era conocido como el barrio de la prostitución. Allá iba el papá con su hijo, esperando iniciarlo en el tortuoso camino del machismo, los soldados sedientos de caricias y los maridos cansados de tanto rosario. Guayaquil fue el gueto donde vivieron ya entrados los años sesenta, cuando el oficio se dispersó por toda la ciudad. En los años ochenta del siglo XX planeación municipal ordenó derrumbar buena parte del barrio que hoy es conocido en la ciudad como El Hueco.


La prostitución ha llegado a sitios antiguamente encopetados como el parque Lleras y Medellín, muy a pesar de la falsa moral de sus alcaldes, se ha convertido en el foco del turismo más aberrante de todos: el sexual, el que pervierte a niños y niñas para complacer a gringos obesos y viejos. Medellín se está transformando en su peor pesadilla.

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