Por: Redacción Pares
A comienzos de 1942, después de que el ataque por sorpresa a los Soviéticos llamado Operación Barbarroja, no llegara hasta Moscú, Adolf Hitler sabía que la guerra estaba perdida.
Aún así continuó. Convencido en que el destino estaba en sus espaldas y que él lo dominaba a su antojo, que algún invento de sus científicos podría cambiar el inevitable curso de la guerra, Hitler llevó a Alemania hasta la ruina total. Cuando los rusos entraron a Berlín lo que encontraron fue escombros y cenizas. Y además, en el búnker que había mandado a construir el Fuhrer debajo de la cancillería, encontraron el cuerpo carbonizado de Hitler junto a Eva Braun, con quien acababa de casarse antes de tomarse una pastilla de cianuro y pegarse un balazo de nueve milímetros en la sien. Los rusos, además, por su incursión en el territorio conquistado de Polonia, descubrieron los campos de concentración de Auschwitz, Treblinka, Dachau. Periodistas como Grossman relataron en sus crónicas el horror de ver cuerpos apilados, con la piel forrada en los huesos por culpa del hambre y del tifus. Se empezó a hacer conocido mundialmente una palabra: el Holocausto.
Alemania, la cuna del pensamiento moderno occidental, con filósofos como Nietzsche, Kant, Heidegger, de la música más hermosa jamás escuchada, de poetas como Goethe, había seguido hasta el desbarrancadero a un hombre que representaba el mal en todas sus dimensiones. La cifra, que oscila entre los 5 y los 8 millones, describe la pesadilla. Hitler pensaba purificar la raza, un mundo para los rubios de sangre, según él, pura, y por eso decidió acabar no sólo con judíos sino también con eslavos, gitanos, homosexuales, drogadictos, comunistas y todo lo que no se acomodara a sus estándares raciales. Tenía un arquitecto, Albert Speer, con el que había soñado una ciudad absolutamente inhumana. La maqueta, de la que quedan fotos, además del testimonio del propio arquitecto en sus memorias, queda claro que era una ciudad pensada para el goce estético, en donde las cúpulas y los edificios para albergar a los funcionarios del imperio, reemplazaría cualquier idea para que vivieran allí personas.
La carga la vive aún Alemania, un país que ha intentado borrar ese vergonzoso pasado. Hoy en día se vive un estado de bienestar y aunque la derecha siempre está rondando, jamás ha vuelto a ganar unas elecciones. Si así ha reaccionado el pueblo alemán, una respuesta aún más enérgica han tomado los últimos descendientes directos de Hitler. Hay un libro que acaba de publicarse en español, se llama 'El linaje de Hitler. Una investigación de los descendientes del 'Führer, es sobre los hijos de William Patrick Hitler, un sobrino del Fuhrer, quien se fue de Alemania cuando terminó la guerra y se hizo ciudadano inglés y sobre el que hay versiones cruzadas: unos dicen que fue un descendiente “repugnante” y su familia más cercana afirma que lo dio todo para resarcir, en lo que más pudiera, un legado que se pega en la piel como un tatuaje maligno.
Según el investigador David Garner, los dos hermanos se pusieron de acuerdo para no tener jamás un hijo y poder acabar de una buena vez por todas con esa descendencia. Incluso uno de ellos, el mayor, se enamoró de una mujer judía. Tenían todo listo para casarse. El llevaba un nombre falso y, cuando le contó a su prometida la verdad, ella se horrorizó y canceló el compromiso. Garner se pasó media vida buscando a los últimos Hitler hasta que los encontró en el último lugar posible de Inglaterra. Tienen más de setenta años y le contaron sus vidas, a manera de catarsis, al investigador.
No existen pecados de sangre, no hay ningún estudio que certifique que el mal pueda heredarse genéticamente, pero la decisión de los últimos Hitler de acabar con su estirpe puede ser un mensaje poderoso en tiempos donde los fantasmas de la derecha parecen resucitar en Europa.
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