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El pensador que odiaba a los seres humanos

 Por: Iván Gallo





Tenía 20 años y publicó un libro. Se llamaba En las cimas de la desesperación. Hijo de un religioso y una madre agnóstica pero hipócrita, generó indignación en Rumania, su país, después de soltar una retahíla en donde quedaba claro que la única forma en la que la vida podría ser soportable era gracias a la posibilidad de acabar con ella cuando quisiéramos. Una apostasía. Era 1934 y Rumania seguía siendo un país indomable, la tierra que Vlad Tepes, el empalador, principal defensor de la fe cristiana en el medioevo, tiñó de sangre musulmana. Fue un escándalo. Su madre se sentía tan avergonzada que, con el libro en la mano, le espetó:


-Mejor te hubiera abortado


Cioran afirmó muchos años después que esta frase para él fue reconfortante. «No haber nacido, de solo pensarlo: ¡qué felicidad, qué libertad, qué espacio!», gritó en uno de sus silogismos.  En ese tiempo ya padecía un mal que lo enfrentaba al continuo devenir de el tiempo: el insomnio. El sueño es la interrupción de la vida, la pequeña muerte que todos nos merecemos para poder recompensar. No existe nada más agotador que lo continuo. Pero fue gracias al insomnio que Cioran se sintió vivo. Conoció el tedio. La única forma de sentir el significado de la vida es aburriéndose.


En 1934 el Nacional socialismo vivía su época de esplendor en Alemania. Arruinada por el tratado de Versalles los alemanes se habían agarrado a las vociferantes promesas de grandezas de Hitler, el bárbaro, y copiaban teorías tan extravagantemente inhumanas como proscribir a una persona por su raza, credo o sexualidad. Cioran se había criado en un pueblo de campesinos llamado Sibiu, Transilvania pura, que pertenecía a comienzos del siglo XX al imperio austrohúngaro. Aprendió a leer en alemán, se entusiasmó por sus filósofos – sobre Nietzsche creía que era un ingenuo por la esperanza desmesurada que tenía en los hombres, idolatraba a Heidegger- y obtuvo una beca para estudiar en la Universidad de Berlín. La vorágine de la historia lo llevó a entusiasmarse por el nazismo. Incluso escribió un entusiasmo artículo sobre La noche de los cristales rotos, el atentado que hicieron los nazis contra los establecimientos judíos en Alemania, rompiendo sus vidrieras, saqueando sus estanterías. De Hitler llegó a decir en su momento que era “un político admirable” y se unió al coro de antisemitas.


Después, cuando los rusos entraron a Polonia y descubrieron fábricas de muerte como Treblinka, abjuraría del Nacionalsocialismo. Eso sí, enemigo del proceso, propugnaba por un regreso a las cavernas, volver a tener piojos, escupir sobre la tecnología. Provocador, afirmó que los alemanes, en la década del treinta, apoyando a un loco, estuvo a punto de devolvernos a esas instancias, para él maravillosas.


Porque Ciorán odiaba al hombre. A los seres humanos. Y, gracias a su madre, quien se lamentó de haberlo concebido, entendió que la vida “no es buena, ni noble, ni sagrada”. Despotricaba del hombre y de su perversa creación: Dios. La civilización judeocristiana le había dado a la humanidad otro motivo de su desprecio: la esperanza. Lo único que amaba con fervor y que justificaba un poco a Dios era Bach. Amante de la música pasaba las largas noches de insomne en París escuchando las Variaciones Goldberg y La Pasión según San Mateo, además de algunas sonatas de Schubert.


Pero que este amargado no los confunda. Cioran era un gocetas. Tenía dos amigos que conoció en Rumania y a los que nunca soltó, los escritores Eliade y Ionescu. En París se hizo amigo de Henri Michaux, poeta y transgresor. Cuando este murió pudo criticó sus experimentaciones con la droga. Si bien llegó a tomar bastante whisky en su juventud, nunca alteró su consciencia con sicoactivos.


Otro de sus grandes amigos fue Samuel Beckett  a quien adoraba por su capacidad de no estallar. Odiaba a los escritores por sus ínfulas, sus histerias, el autor de Esperando a Godot era una muestra clara de autocontrol y eso lo respetaba.


Su primer libro fue escrito en rumano. Lo publicó un tipógrafo porque ninguna editorial se iba a exponer al escarnio público. Cuando llegó a París, a los 37 años, empezó a aprender este idioma y abjuró de su lengua natal, una lengua muerta, mezcla de latín y eslavo que hablan un puñado de personas. Se hizo gran maestro del francés. Le agobiaba y también amaba la precisión, la exigencia de un idioma hablado por megalómanos. Los más presumidos de Europa. Su forma de escribir fueron los silogismos, pequeñas frases que se convertían en sentencias. Frases demoledoras y provocadoras como esta: “Un mundo sin dictadores sería tan aburrido como un zoológico sin hienas”.


Vivió como quiso, sin amarrarse al yunque de los horarios. Vivía casi de la caridad. Si bien sus libros, Silogismos de la amargura, La tentación de existir, En las cumbres de la desesperación, Breviario de los vencidos, Desgarradura, llegaron a crear un culto en torno a él, estuvieron lejos de ser sucesos en venta. Vivía casi de la caridad de sus fans. Moriría en 1995, en ese pozo del olvido que es el Alzheimer. Quedaron sus frases, el consuelo que le dio a sus lectores, de saber que la vida era soportable precisamente porque se terminaba.


A indecisos como yo, con una culpa perpetua heredada de las creencias cristianas, nos reconfortan frases suyas como: “No importa el camino que escojas, siempre será el equivocado”.

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