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El poder popular es el fortín de Petro

Por: Guillermo Linero Montes

Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda


Democracia significa, más que poder del pueblo, el entendimiento de que la autoridad ejercida por un gobernante, elegido popularmente, le ha sido prestada por el pueblo para que lleve a cabo una misión. De ahí surge la principal diferencia entre “poder” y “poder popular”.


El “poder” corresponde a un modelo de gobernar plegado a la manera de los reyes y los dictadores, o plegado a un régimen como ha pasado en nuestra historia nacional, a cuyo sistema político lo rige un club de poderosos que, hasta el expresidente Duque, venían turnándose el ejercicio de la autoridad. En contraste, el “poder popular” corresponde a un modelo de gobernar plegado a las maneras de los presidentes elegidos democráticamente, a quienes el pueblo, y no el régimen, les ha prestado la autoridad.


Mientras que el “poder” refiere la capacidad de una persona o grupo minoritario para imponer la propia voluntad sobre los demás –porque se tiene dinero y armas para someter al pueblo–; el “poder popular” refiere la imposición de la voluntad del pueblo sobre el mismo pueblo. En tal contexto el “poder popular” es un ente que se ordena y obedece a sí mismo. No obstante esto sólo puede darse si el pueblo le otorga facultades de autoridad a uno de los suyos para que en nombre de todos armonice las distintas ideas sugeridas por la población, y desarrolle estrategias administrativas que aseguren su cumplimiento.


Desafortunadamente, la virtud sagrada de la democracia, basada en la participación de todas las personas, ha tenido como característica esencial este defecto: la voluntad del pueblo, que debería emanar de todos los sectores de la población, siempre ha emanado de uno o de muy exclusivos sectores sociales, como si la democracia en su esencia y praxis fuera antidemocrática. No por otra cosa los teóricos comunistas de la primera mitad del siglo XX encontraron en ella un carácter de clases.


En la antigua Roma, y especialmente en la antigua Grecia –donde surgió el concepto de democracia–, si bien los cargos públicos de poder eran asignados tras lides de elección popular, a estas contiendas no podían aspirar ni las mujeres, ni los esclavos, ni los extranjeros residentes, ni sus descendientes. Si hipotéticamente trajéramos esa noción de la democracia a nuestro presente, entonces ni las mujeres, ni los campesinos, ni los obreros, podrían participar en las elecciones para los cargos de poder público.


Esa era la realidad de la democracia perfecta de la antigua Grecia: prohibirles el derecho de elegir y ser elegidos a precisas personas, porque al carecer de reconocimiento político, jurídico y social, no se les contaba como miembros de la polis. Así funcionaba la democracia ateniense, pese a que las mujeres constituían al menos un 40 por ciento de la población, pese a que los extranjeros y sus descendientes abundaban –pues el mayor comercio se daba entre raizales y foráneos– y pese a que los esclavos constituían un alto porcentaje de la población. Sin embargo, la democracia ocurría como sistema o modelo político, pero se trataba de una democracia sin representatividad, sin poder popular.

Luego de esa imperfecta primera etapa de la democracia, correspondiente a los inicios de la civilización occidental, se pasaría a un modelo peor en la Edad Media; se pasaría al gobierno y control de la población por parte de un rey que no representaba al pueblo sino a poderosas familias (integrantes de la llamada realeza), que representaba a sociedades de adinerados (los llamados nobles); en fin, un rey representaba a un sector social que por su naturaleza egoísta no podía desprenderse del concepto de “poder” y le daba pelusa el concepto de “poder popular”.


Aun cuando en la edad media la aristocracia estuvo basada en el vasallaje, en las guerras sangrientas y en el escaso avance científico, todavía hoy persiste en el mundo como rezago medioeval. En Colombia, por ejemplo, no es el presidente de la república quien detenta la mayor parte del poder político, sino los grupos económicos, los clanes políticos, la narco política y las familias tradicionalmente privilegiadas sin justa causa.


Durante la historia política de occidente, correspondiente a la edad media, el modelo de gobierno democrático se esfumaría, al perderse el derecho del pueblo a “designar” y el derecho a “controlar”. Dos potestades que, superada la etapa de los regímenes monárquicos, revivirían como principios de la revolución norteamericana (en 1776) y luego de la revolución francesa (en 1789).


Con todo, en cuanto al derecho de los pueblos a “designar” sus gobernantes, en Colombia la compra del voto y la presión electoral de los empresarios a sus trabajadores han obstruido su aplicación honesta: en efecto, los presidentes anteriores a Gustavo Petro no fueron escogidos por la espontánea voluntad de los electores, sino por la voluntad del círculo tradicional de poder (grupos económicos, clanes políticos y familias injustamente privilegiadas) que bajo la amenaza de despidos a sus trabajadores, les conminan a votar por específicos candidatos. Y en cuanto al derecho a “controlar”, exceptuando al presidente actual, los anteriores gobiernos administraron los entes de control, y las instituciones en general, como si fueran moneditas de sus bolsillos.


Por fortuna, en la segunda mitad del siglo pasado y durante lo que va de este, el derecho a participar, anhelado por los pensadores de la Ilustración, se ha venido enriqueciendo con la implementación de nuevas libertades. Reivindicaciones que el presidente Petro ha adoptado poniéndolas de presente en sus propuestas de reforma y llevándolas a la práctica con puntuales realizaciones que nos permiten decir: por fin es posible la participación ciudadana y la reorganización social (por ejemplo: el presidente ha pedido a los jóvenes que se organicen en asambleas estudiantiles para sacar a delante las leyes en favor de la educación); por fin es posible la solidaridad (los subsidios a las madres cabeza de hogar, son la mejor evidencia de tal propósito); por fin podemos ejercer el respeto a la diversidad (las nuevas relaciones entre los indígenas y el ejército, el embajador Luis Gilberto Murillo en Norteamérica y la embajadora Leonor Zalabata ante las Naciones Unidas, así lo demuestran), por fin podemos validar los principios de igualdad y equidad (ya se ha reglamentado el Ministerio de la Igualdad y la Equidad), y por fin podemos apostarle a una Paz Total, porque los procesos de paz incompleta nos han mantenido en guerras continuas.


El presidente Gustavo Petro ha hecho énfasis en la necesidad de fortalecer la creatividad (su interés por la implementación de la música clásica en los colegios es el mejor soporte para ello); ha promovido también el desarrollo de la autonomía, la libertad de expresión y, especialmente, ha priorizado el respeto a sus opositores, al pedirles a los miembros de la fuerza pública el cuidado de cada participante en marchas y manifestaciones en favor o en contra de su gobierno (ya no habrá nunca más manifestantes torturados, desparecidos o asesinados).


Pero, bueno, estas informaciones acerca de la democracia las he repensado, no para denunciar de nuevo la imperfección de la democracia, sino para connotar aquello que la ha mantenido vigente por encima de otros modelos de gobierno. Me refiero a la obediencia cívica, que es un principio inviolable. La obediencia cívica asegura que una vez expresada la voluntad de un pueblo y precisado qué gobernante obtuvo la mayoría del respaldo popular, la obligación de cada uno de los asociados, es contribuir para sacar adelante sus programas, porque estos provienen de un mandato del pueblo.


De hecho, las democracias que aun siendo imperfectas funcionan sin dramatismos, son aquellas en las cuales el pueblo –electores y opositores– se pone en la tarea de cumplir lo que el mismo pueblo pidió con su elección; porque no hacerlo es algo semejante a girar sobre sí mismo para morderse la cola. La creencia de que la oposición tiene licencias para destruir las reformas por las que un gobernante fue elegido, es un burdo acto antidemocrático.


Si nos consideramos una república democrática, en la que reina el “poder popular”, lo natural es que la oposición, junto a los adeptos al gobierno, apoye plenamente las reformas y programas del presidente; pero, si nos consideramos “gente de bien”, por nuestras familias de inmerecido abolengo, por hacer parte de algún clan político, o por tener dinero y armas, el resultado previsible es que cuanto hagamos contra esos cambios, en un presente de progreso moral y ético, nos hará marginales, ambiciosos y malvados.


¿Qué hacer, entonces, cuando esto último ocurre, cuando la oposición obstruye las reformas políticas de un gobernante elegido democráticamente? Hay una sola respuesta: a falta de una figura lícita que permita el control a la oposición y con el derecho adquirido de hacer valer su voto, el pueblo puede salir a las calles, puede declararse en desobediencia civil o puede acogerse a la constitución y promover un referendo para cerrar el Congreso, que es el cubil felino de aquellos a quienes les da pelusa el “poder popular”.


 

*Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.

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