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El presidente no se debe quedar, pero tampoco tiene que irse

Por:   Guillermo Linero Montes




El reciente 7 de agosto, el presidente Gustavo Petro alcanzó la primera mitad de su mandato. Estos dos años iniciales fueron sin duda los más difíciles y no hay necesidad de explicarlo, porque en la naturaleza de la comprensión humana -y en el estricto contexto de los hechos políticos- se sabe que la primera mitad de los proyectos en ejecución, siempre van cuesta arriba.


En adelante -pese a que el presidente ha dicho que los dos años que faltan serán los más duros- por la naturaleza de las llamadas “secuencias lógicas” y por los buenos resultados hasta ahora logrados, es visualizable que en adelante los obstáculos serán sorteables, y no es riesgoso atreverse a decir que se viabilizarán con la efectividad de lo que va cuesta abajo. Evidentemente estos dos años han sido muy difíciles; pero, lo más desilusionador de ello, es saber cómo la mayoría de las dificultades para el debido cumplimiento de lo prometido en campaña, han sido fabricadas por la oposición al margen de las reales actuaciones del gobierno.


A la oposición le ha quedado más fácil obstruir y desacordar, que debatir y concertar; y al no encontrar quejas o delitos achacables directamente al presidente y a sus ministros, se han inventado en remplazo de la realidad exitosa de su gestión, un mundo ficticio, donde todo fracasa. Han confeccionado un mundo de engaños según los cuales, por ejemplo, con el presidente Gustavo Petro el dólar se elevaría mucho más de lo que había subido en el anterior gobierno; cuando en la realidad lo que hizo fue bajar y bajar. Dijeron que Colombia se convertiría en una Venezuela, y en este momento no creo que haya un solo colombiano honrado que quiera irse del país por asfixia económica o persecución política.


Desde ese mundo ficticio se oculta a los ciudadanos -entre otros logros muy difíciles de alcanzar en tampoco tiempo y en un país de gobernantes egoístas- que gracias a este gobierno bajó el desempleo, que las matrículas en las universidades públicas ahora son gratuitas, que frente al dólar se revaluó el peso colombiano, que la inflación bajó y se recuperó el turismo, que los jóvenes pueden acceder a la carrera militar gratuitamente, que hubo récord en incautación de droga, que se entregaron tierras gratis para los campesinos, que la Ruta del Sol por fin es transitable, y que se redujo la deforestación.


Inventaron que la delincuencia se tomaría las calles, y pese a que todavía falta mucho por hacer en ese aspecto, hoy, gracias al talante político pacifista del presidente, y a la ejecución de algunos de sus programas sociales, se empieza a respirar por fin sosiego y convivencia ciudadana. Recordemos el aire social de cuando estaban en boga las pescas milagrosas de las guerrillas y los crímenes atroces de los paramilitares y, desde luego, por lo reciente, hasta los niños recuerdan el irrespirable aire social durante el mandato del expresidente Duque, cuando a los jóvenes les sacaban los ojos o los asesinaban únicamente por salir a protestar en contra de las reformas de su gobierno.


No se ha conseguido todavía la paz, pero en el proceso de conseguirla no se descuida la objetividad, no se desgasta la esperanza y crece la tranquilidad, lo cual es una situación emotiva claramente propicia para construir y distanciar a la población vulnerable de emociones negativas como la desazón; porque hoy, solo deben estar seriamente preocupados quienes alimentaban sus negocios con la corrupción, con el narcotráfico, y con las políticas anti distribución de las riquezas.


Frente al presidente Gustavo Petro, ninguna oposición política ha tenido la capacidad argumentativa para debatirle sus políticas y como estrategia han preferido echar mano de los congresistas más inescrupulosos, desalmados o con el cerebro vacío, que no votan los proyectos de ley del gobierno por estar desprendidos de la voluntad del pueblo que los eligió y por estar plegados a sus ambiciones personales, y especialmente por estar obligados a servirle a sus poderosos padrinos económicos.


En tal suerte, la oposición ha optado por echar mano de los medios de comunicación, a tal punto de convertir a dichas empresas en las llamadas bodegas que son centros de manipulación de la opinión pública para la confusión social. Y a los periodistas, en este mismo propósito, los han convertido en mamarrachos de primera línea, con el único fin de que estos -como ya está pasando- sean los desprestigiados y no los poderosos que los alimentan.


Este país sabría muy poco de lo que hace bien el gobierno y nada sabría de las sucias artimañas de la oposición, de no ser por cuenta de los comunicadores alternativos e independientes como, entre otros, Alejo Vergel, Daniel Monroy, Andrés Rivera, Eco Aneko, Universidad Anómala, Estrato Medio, Colombia Hoy, La Píldora, Comunícate Mejor, y Mr. Carvajalino, a quienes Juan Pablo Calvás, con pelusa malévola califica de “aparecidos”.


Siempre he visualizado con preocupación, que la estrategia de los oponentes al presidente Gustavo Petro, dirigida a frenar o dilatar sus proyectos, está abriendo puertas para que un día el pueblo decida exigirle, al menos dos años más de permanencia, o hasta cuando termine de cumplir las promesas de cambio que por culpa de una oposición deshumanizada se han entorpecido. Yo no estoy de acuerdo con que las democracias se eternicen en un solo candidato o en un solo partido, pues tales situaciones desdibujan la democracia, pero cuatro años es muy poco en un país de estorbosos egoístas.


Por dura que sea la cuesta en esta segunda mitad de gobierno, lo cierto es que el presidente Gustavo Petro, cuenta como nunca con el poder popular y eso lo mantendrá firme en el gobierno hasta el 7 de agosto de 2026, si es que este mismo pueblo -la única autoridad con poder supremo en un estado civilizado- no lo conmina a prolongar su gobierno por lo menos dos años más; pues la democracia también requiere eficacia, y en cuatro años y en un  país tan intrincado políticamente como el nuestro, ese tiempo no alcanza, como lo estamos viendo. No obstante, valga decir que la democracia no es inflexible, pero tampoco tolera extravagancias.

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