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EL PRESIDENTE PETRO Y EL PODER POPULAR

Por:  Guillermo Linero Montes



Todos los seres humanos tenemos individualmente poder. Su corriente definición lo describe como “la expedita facultad o potencia de hacer algo”. Una sola persona es capaz de darle muerte a un animal para alimentar a su familia. Una sola persona tiene fuerza para levantar piedras y construir un refugio para él y los suyos.


Cuando un individuo, movido por su propia voluntad, aplica su fuerza para tumbar un árbol del parque porque le disgusta, y lo tumba por ello; entonces, ese ser individual, al utilizar su fuerza dentro de un contexto social y hacerlo en favor de un interés particular, correrá el riego de verse enfrentado con quienes se surtían de los frutos y se resguardaban bajo la sombra de aquel árbol. Algunos de sus vecinos, con la misma fuerza física suya, podrían reñirle por su conducta egoísta y ello podría originar un conflicto violento.


Visto así el poder, además de ser motor de la civilización, paradójicamente también es generador de barbarie. En tal razón, al poder hay que saberlo usar, y el método básico encontrado por las sociedades ha sido reconocer que en un contexto de concentración social, la manifestación del poder individual únicamente tiene fundamento en cuanto dicho poder esté al servicio de una voluntad general, como lo es la convivencia pacífica.


De hecho, en las sociedades civilizadas, el pueblo ha creado sistemas de derecho que garantizan el cumplimiento obligatorio de específicas reglas de comportamiento, en pro del bien común. El derecho dicta los límites (como prohibir la tala de árboles por el caprichoso interés de un particular) y establece las reglas del ejercicio del poder con legalidad (como permitir la tala del árbol si, por ejemplo, está infectado y perjudicaría el interés general).


El derecho, distinto a los otros componentes que configuran a los estados democráticos, es cimiento esencial de las tres ramas del poder. En la rama legislativa se formulan las leyes, en la rama judicial se solucionan los conflictos y controversias entre los ciudadanos y entre éstos y el Estado; y en la rama ejecutiva, se administra y vela por los intereses generales de la comunidad en función de realizar los programas por los que se haya elegido al presidente. Actividades, o mejor, responsabilidades, que implican naturalmente el Derecho, máxime si el nuestro es un estado social de derecho. 


De esta triada, que divide el poder democráticamente, es claro que la más importante -que no la más poderosa- es la rama ejecutiva, en cuanto su tarea es llevar a cabo el mandato dado por el pueblo. En consecuencia, los gobernantes mantienen o deben mantener un diálogo con las comunidades, en una palmaria rendición de cuentas. Aunque hay ejemplos que contradicen la regla: recordemos al expresidente Virgilio Barco y su calidad de reyezuelo que le impedía tener contacto directo con el pueblo; y recordemos también al expresidente Duque y su repulsa por todo lo que implicara diálogo.


Bajo semejante esquema político, los representantes de la rama judicial (los magistrados de las cortes y de los tribunales) y los de la rama legislativa (los representantes y los senadores) son protagonistas semi invisibles y en tal condición cometen sus actuaciones non sanctas tras bambalinas. De ahí las llamadas “jugaditas” y lo del “cartel de la toga”. Su invisibilidad los hace en apariencia inmunes a la presión del pueblo que, por desinformado (de ahí el malsano papel desinformador de la mayor parte de los periodistas a sueldo) no cuentan con argumentos para cuestionarlos directamente.


Con todo, y por fortuna, la realidad es que la única fuerza con potestad natural para decidir qué camino debe tomar una sociedad cuando se trata de asegurar su progreso y convivencia, es el pueblo. El pueblo tiene la facultad consubstancial de revisar, modificar o cambiar las reglas de juego y a quienes las administran, cuando estas y/o estos no están funcionando como les corresponde.

En Latinoamérica, cuando el poder popular se ha expresado, casi siempre lo ha hecho contra los gobernantes, y tal vez sólo ha ocurrido lo contrario en Colombia, y en ocasión del gobierno de Gustavo Petro, pues el poder popular -que no los tibios plantones- cuando se ha manifestado lo ha hecho específicamente en su favor y en contra del llamado régimen; es decir, en contra de los congresistas y magistrados corruptos, en contra de los mantenidos herederos de antiguos poderosos, en contra de los banqueros inescrupulosos y en contra de cuántos atesoran ilegalmente armas y dinero, llámense clanes familiares o bandas criminales.


Por eso, en medio de las escaramuzas o hechos ciertos que buscan tumbar al presidente Gustavo Petro, este advierte -con seguridad pero sin amenazas- que el pueblo no lo permitirá. Y no hay que ser sabio en ciencias políticas para visualizar que así sería: que de pasarle algo al presidente, el pueblo se levantaría con la inmediatez de un resorte, y lo haría inequívocamente contra el régimen.


Un hecho de semejante atrocidad, abriría las puertas, no a una turba multa que en su rabia destrozaría bienes públicos -como cuando asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán-, sino a una revolución popular, que implica comenzar de cero, como una sociedad virgen, sin ricos ni pobres y sin ramas del poder; pero dispuesta a comenzar de nuevo, con un planteamiento organizacional del estado contrario a lo removido. Eso es tan previsible como indefectible.

1 Kommentar


soniyasinghaniaseo
hace 4 días

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