Por: Redacción Pares
Foto tomada de: ELOLFATO.COM
Durante 21 años Eduardo Bejarano no sabía quien había ordenado la muerte de su papá. Sólo hasta el 3 de octubre del 2020 recibió la carta que le permitió completar el duelo. Los ex comandantes de las extintas FARC reconocieron, con verguenza, que habían estado detrás del asesinato del querido profesor de la Nacional Jesús Bejarano, el 15 de octubre de 1999. En la JEP, el entonces senador Julián Gallo, quien en su vida en las FARC tomó el nombre de Carlos Antonio Losada, fue quien se subió a dar la cara y asumir la culpa: “Venimos a reconocer el asesinato del profesor por parte de un comando de las FARC-EP. Nos hacemos responsables del daño causado a su familia, amigos, académicos, intelectuales y a la Universidad Nacional (…) No tenemos explicación alguna ni convincente para este hecho que violó el derecho internacional humanitario. Tenemos sentimiento de vergüenza y ganas de devolver el tiempo para evitar que esto ocurriera”. Eduardo podría continuar con su vida. El dolor seguía pero al menos la certeza de saber la verdad le permitía continuar.
Chucho Bejarano no sólo era un admirado profesor sino que era uno de los economistas más consultados y respetados del país. Había ganado notoriedad, muy a su pesar, al comprometerse y participar activamente como mediador en los procesos de paz que se venían sosteniendo en esa época con grupos como el EPL y las FARC. Desde la época en la que Virgilio Barco era presidente Bejarano se comprometió con la paz en los diálogos de Caracas y luego con César Gaviria en México. Pero lo que terminó condenando a Bejarano fue la investigación que venía liderando sobre el asesinato de Alvaro Gómez, el líder y destacado pensador conservador que sería abaleado en 1995 mientras salía de la universidad Externado en Bogotá, un crímen sobre el que Losada también confesaría su autoría.
A sus alumnos les contaba sus miedos. Semanas antes de su muerte su auto había sido vandalizado en tres ocasiones. A veces, en las clases, que eran abiertas, generosas, podía ver gente de rostro contraído, mirada adusta, gente que no iba a estudiar sino a hacerle inteligencia. La Nacional no era un lugar seguro. Uno de sus amigos más cercanos le notificó a Chucho que, efectivamente, había un plan de las FARC para asesinarlo.
Era paradójico que un hombre con sus convicciones de izquierda podría ser objeto de una guerrilla que se autocalificaba de comunista. En septiembre de 1999 el país estaba convencido que cualquier cosa mala podría suceder. Un mes antes había sido asesinado Jaime Garzón por orden de Carlos Castaño. Ahora la guerrilla de las FARC le ponía precio a la cabeza de un académico. Nadie parecía estar a salvo.
Y la tragedia ocurriría el 15 de septiembre de 1999. Lo mataron mientras iba a dar una clase en el salón 238 de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional. Era un viernes en el atardecer, la hora en la que en las universidades del país, al menos en sus alrededores, todo se convierte en una fiesta. Pero ese viernes no. Ese viernes la sangre de un colombiano inocente volvía a manchar el suelo. La paz volvía a estar en entredicho, como lo sigue estando veinticinco años después. El asesinato de Bejarano, que se dio en parte por la posición crítica que había asumido el profesor contra la comandancia de las FARC de la época, sobre todo contra la intransigencia de Manuel Marulanda Vélez, era la prueba de que este grupo había perdido por completo el rumbo. Por eso a Julián Gallo, cuando pidió perdón en la JEP, se le arremolinaban las palabras, la mirada clavada en el suelo, la verguenza se podía tocar.
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