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Era hermoso y amaba pintar: retrato del hijo de Piedad Bonnet

Por: Iván Gallo - Editor de Contenido




La tristeza nunca se le iba. Era un peso que cargaba en sus hombros. Su mamá, Piedad Bonnet, afirma que Daniel Segura era una persona común y corriente hasta los 18 años. Bueno, nunca fue alguien común y corriente. Le gustaba el arte, la literatura, tenía una vida espiritual activa y profunda. Y a pesar de eso tenía un éxito rotundo con las mujeres. A veces la introspección es la forma más eficaz de la seducción. Pero vino el acné. La cara se cuarteó como un pergamino viejo. Para combatirlo le dieron una droga que, entre otras características, lo hundía en un pozo depresivo. Entonces empezó un descenso a los infiernos. A los 20 años cayó como si fuera una guillotina, sobre él, un dictamen médico: tenía esquizofrenia. Esa era la razón por la que no paraba de escuchar voces en su cabeza.

 

Pintaba, le gustaba la pintura. Pintaba todo el tiempo. Le gustaba Bacon pero veía el horror como Goya. Mientras pintaba escuchaba a Lou Reed, David Bowie y Satie, aunque a veces atormentaba a su mamá con un cd de Miguel Bosé que rayó de tanto escucharlo. Los episodios se repetían. Los diagnósitcos eran errados, imprecisos. A veces le decían que no le pasaba nada, que era normal, que esas ganas que tenía de irse de este mundo podía manejarse con unas cuantas pastillas. A veces, desesperado por no poder tener la libertad de crear, Daniel no se tomaba la medicación. Entonces aparecían de nuevo los demonios. Y lo dominaban y no lo soltaban. Lo ahogaban. Una vez, en el 2008, decidieron hacer un viaje de vacaciones. Brasil fue el destino. En el Jardín Botánico de Rio de Janeiro Daniel se llenó los pulmones de vida. Había algo de exagerado en esa felicidad, una especie de euforia. Eran las gotas antes de la tormenta.

 

Durante varias noches Piedad veía los ojos abiertos de su hijo, como si ya tuviera adentro la peste del insomnio. Luego vendría lo peor. En el 2008 la empresa Varig quebró. Piedad, su esposo y Daniel estaban de escala en Sao Paulo. Estaban a punto de subirse al avión para regresar a Colombia cuando Daniel levantó la mano y sólo dijo estas palabras “Papá, mamá, chao, yo me quedo” Y Daniel salió corriendo por los pasillos del aeropuerto. Su papá lo persiguió, lo abrazó y como pudo lo metió el avión. El vuelo hizo otra escala en Lima, allí lo esperaban dos enfermeros y un médico. Durante todo el vuelo siguió el ataque. Patadas y empujones iban y venían. La desesperación en el rostro de Piedad. En Lima se quedaron un mes mientras Daniel volvía a tomar fuerzas.

 

Y entonces llegó el viaje a Columbia, a estudiar arte. El estrés que le generó estar entre los mejores fue indecible. Los medicamentos neutralizaban el mal pero le iba apagando sus funciones cognitivas. Hay evidencias de que se le estaba olvidando el inglés. Y en el apartamento en el Upper side en Nueva York decidió tirarse de un quinto piso. Los vecinos, los que vivían abajo de su apartamento, lo escucharon correr hacia la ventana. Tenía 28 años. Su mamá, un día antes de ese 11 de mayo del 2011, se había ganado el premio Casa de las Américas por su obra poética. Tener que ir a recoger su cuerpo en Nueva York, responder las llamadas de periodistas y de familiares, fue otra forma de tortura.

 

Todo su dolor, lo que sucedió antes, después, lo vertió en Lo que no tiene nombre, una de las novelas más devastadoras de la historia de la literatura colombiana y un suceso entre la literatura sobre el dolor.

1件のコメント


babuinsobaka
hace 10 horas

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