Por: Guillermo Linero Montes
Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda
Si descontamos a los autores de las obras del llamado arte precolombino -digamos que por la inexistencia de firmas y datos sobre quiénes fueron-, entonces, indefectiblemente, sobresale como el más importante artista plástico colombiano el nombre de Fernando Botero. Esta es una aseveración incuestionable, no sólo por los fundamentos teórico-críticos que la respaldan, sino también por los hechos materiales que lo demuestran.
En efecto, la obra de Fernando Botero es la más prolífica entre las de artistas nacionales, no sólo por la cantidad de obras producidas, sino también por el número de sus exposiciones. En términos de producción, Botero es el pintor colombiano con más exhibiciones realizadas y hasta sus últimos días, ya sobre los 90 años, produjo con ritmo juvenil, mientras continuaban sin menguarse las solicitudes de su obra por cuenta de museos, galerías y centros culturales del mundo.
En nuestro país, ningún otro artista plástico había sido reconocido en su estilo con la inmediatez que un espectador corriente reconoce el suyo. Tal como lo exige la concreción de lo artístico, las obras de Botero emparentan, sutil y estéticamente, la función social de sus ocurrencias temáticas y los recursos expresivos para comunicárnoslas como el efecto visual de sus realidades volumétricas o la disciplina técnica (con igual delicadeza Botero pintaba el verde claro de una manzana o el verde oliva de un militar).
Desde la función social, Botero abordaba nuestra realidad sin timideces. Con humor y crítica política, develó la sociedad de su tiempo, exponiendo sus modos y maneras. Sus paisajes y retratos dan fe de los vicios de las familias antioqueñas de “alta alcurnia” más que de sus virtudes. Botero describió los círculos aristocráticos del país (gobernantes, jerarcas de la iglesia y altos mandos militares); pero, también, y con la inocultable intención de resaltar la arrogancia de las familias poderosas, que eran su target crítico, incluyó en su galería de personajes a meretrices, a truhanes y emboladores.
En cuanto a lo meramente plástico –medios y recursos para representar– Fernando Botero se plegó sin timideces a una tradición estética de inocultable valor universal, cuyo cumplimiento es principio, tanto para quienes eligen la abstracción o para quienes eligen la figuración. Botero no sólo fue fiel a esas leyes de la composición plástica desde la figuración, sino que rehuyó a los artilugios filosóficos trascendentales y a la búsqueda de un progreso supra mental de la humanidad. La suya se trataba de una visión de la mecánica del proceso del arte –bastante auténtica– desde la cual los pensamientos profundos y abstractos no son la vía para decir la realidad inmediata y tangible –como una canasta llena de frutas– sino que es la representación de esa realidad objetiva y elemental –la misma canasta de frutas– la que debe conducir a reflexiones trascendentes.
Es tan diciente la calidad del genio de Botero que sus obras están exhibidas en los mejores museos del mundo, que son prestigiosos precisamente porque vigilan, con riguroso celo, que las obras adquiridas por ellos se rijan por los valores universales de la composición plástica. Valores facilitadores de que pintores como Botero y Picasso, así revelen su estricta subjetividad (lo volumétrico en Botero y lo cuboide en Picasso), sean tenidos en cuenta porque cumplen cabalmente con esos requerimientos. Requerimientos de armonía compositiva, pero también de belleza, aunque esta vez no en los términos clásicos del concepto de belleza romántica, sino en los términos de lo bien hecho, como lo explicaría Eugenio d’Ors en defensa de los cuadros de Picasso cuando, a principios del siglo XX, fueron calificados por críticos y coleccionistas como infantiles mamarrachos.
Contrariamente a lo que ocurrió con Picasso, cuando calificaban sus cuadros de mamarrachos porque se alejaban del cuidado clásico, a Botero le criticaron su excedido clasicismo, su irrestricta fidelidad a la disposición compositiva, y su clara intención de trasmitir sensaciones sutiles, que llevaran al ojo por la historia contada en el lienzo, y hacerlo de manera placentera, sin impresionar al espectador a la manera de los abstraccionistas americanos o de los expresionistas alemanes. Sin embargo, Fernando Botero fue especialmente objeto de crítica por su entrega a un mundo plástico aferrado a lo volumétrico, pues
encontraban en tal recurso una fórmula plástica demasiado evidente, desconociendo que cuando un creador encuentra una forma de hacer, lo que descubre es un estilo, y cuando eso ocurre, el pintor ha de repetirse en la fórmula que lo conduce a él, ha de repetirse a sí mismo.
A Fernando Botero le criticaron que sus trabajos plásticos fueran fieles a las leyes intrínsecas de la composición plástica, porque distribuía sus personajes y sus objetos en el espacio del lienzo, igual a como lo hacían los retratistas de principios del siglo XX, que tomaban sus fotos disponiendo al personaje a retratar sentado en una silla, de pie, simulando con una postura la realización de algún acto solemne, pero siempre ocupando el centro de un espacio, “encuadrados” como decían los pioneros de la fotografía. A Fernando Botero le criticaban incluso su paleta delicada, como si sus trasparencias, acuarelas y pasteles fueran de poco peso, siendo que estas mantienen un nexo expreso con la pintura clásica italiana (Piero de la Francesca, Paolo Uccello…) que le aprovisionó de rasgos técnicos que hoy singularizan su paleta.
Fernando Botero recibió de joven las influencias del contexto plástico de la Medellín de principios de siglo, donde reinaban paletas y conceptos de pintores (más locales que universales) como Pedro Ruiz Gómez o Débora Arango. No obstante, la realidad es que Botero pisó fuerte sobre el espacio universal de la pintura cuando empezó a trabajar, ya no mirando a su entorno plástico inmediato ni a los artistas de su aldea, sino mirando a los grandes reconocidos (Rubens, Botticelli, Piero de la Francesca…) y haciendo variaciones de sus obras, atraído no por el expreso virtuosismo técnico de esos maestros, sino porque hacían parte de la cadena evolutiva del arte que cualquier pintor debe tener en cuenta si desea encarrilarse en el compacto fractal del arte.
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