Por: Laura Bonilla
En 1991, las urgencias del hospital San Vicente de Paúl se habían transformado en un verdadero hospital de guerra. Ese año, Medellín fue catalogada como la ciudad más violenta del mundo, con 6.809 homicidios registrados, lo que equivalía a un promedio de 18,9 asesinatos diarios. Estos hechos eran el resultado de la guerra que Pablo Escobar había declarado al Estado colombiano. Los carros bomba y los ataques de sicarios eran una constante en la vida cotidiana. Desde entonces, la ciudad ha experimentado una disminución sostenida en los homicidios. En 2024, Medellín y el Valle de Aburrá alcanzaron la tasa más baja de su historia: 10,2 homicidios por cada cien mil habitantes. En términos absolutos, los casos pasaron de 526 en 2023 a 441 en 2024, lo que representa una reducción del 16 %.
Las buenas noticias entusiasman, y más cuando escasean. Mi primera reacción al leer estos datos, como alguien con una clara vocación por apoyar los procesos de diálogo y negociación, fue atribuir los resultados positivos al proceso de Diálogo Socio-Jurídico que se adelanta en el Valle de Aburrá. Una percepción compartida, además, por el presidente Gustavo Petro, quien así lo expresó en su momento. Posteriormente, la Consejería Comisionada de Paz y la Delegación de Paz Urbana del Gobierno Nacional en Medellín y el Valle de Aburrá reafirmaron esta interpretación en un comunicado oficial. Sin embargo, el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, ofreció su propia lectura del éxito, y ahí se desató la polémica. No es un fenómeno nuevo: cada vez que surge un resultado positivo, la nación y el territorio compiten por adjudicarse el mérito. En cambio, cuando el resultado es negativo, el juego de culpas se invierte; siempre es el "otro" el responsable.
En el contexto de nuestra ya consolidada crispación política, resulta prácticamente imposible reconocer que un adversario político pueda hacer algo bien. Lo he señalado en otras ocasiones: hace veinte años, se valoraba que dos políticos llegaran a acuerdos por el bien público; hoy, ese gesto es percibido, en el mejor de los casos, como incoherencia, y en el peor, como traición. Este clima dificulta enormemente la toma de buenas decisiones. Mientras Federico Gutiérrez atribuyó la disminución de los homicidios a su gestión como alcalde y a una mejor articulación con la Policía Nacional, el presidente Petro y su delegación señalaron que los resultados obedecen al cumplimiento de los compromisos asumidos por las estructuras armadas presentes en la mesa de diálogo.
Medir la atribución de estos resultados es un desafío complejo, y en este caso, mucho más. Las dos intervenciones que se disputan el éxito son simultáneas y superpuestas: ocurren prácticamente al mismo tiempo y en el mismo lugar. Recientemente, en un debate, la concejal Claudia Castellanos aseguraba que la "prueba" de que no era atribuible a la paz era que, en las mesas técnicas realizadas por la Alcaldía con la Fiscalía, esta última atribuía gran parte de los homicidios a la delincuencia organizada. Sin embargo, el hecho de que la delincuencia organizada siga presente no implica que los diálogos no influyan positivamente, especialmente cuando hay un compromiso explícito de las estructuras armadas para reducir la violencia letal. Dicho esto, también es crucial evaluar hasta qué punto el diálogo es responsable de la reducción y cuáles son sus verdaderos alcances.
Desde la Fundación Paz y Reconciliación (PARES), analizamos recientemente la trayectoria y los datos asociados al Espacio Socio-Jurídico del Valle de Aburrá, comparándolo con Buenaventura y Quibdó, donde también se llevan a cabo diálogos. No encontramos patrones comunes, excepto uno: en todos los casos, la reducción de homicidios parece más atribuible a decisiones de las estructuras armadas que a la acción pública. Esto no es un dato menor, porque evidencia el peso que tiene el crimen organizado en imponer la agenda de seguridad a través del delito y la violencia. Si esto es cierto, estamos ante un problema mucho más grave, donde lo que ocurra con la mesa de diálogo en Medellín y el Valle de Aburrá es más determinante y fundamental de lo que el alcalde Federico Gutiérrez cree.
Medellín no solo ha padecido violencias en el pasado, también ha demostrado una larga trayectoria de pragmatismo e innovación en la resolución de problemas, incluyendo la violencia. Como bien señaló Andrés Preciado de la FIP en un reciente hilo en X, la disminución de homicidios ha sido constante, con picos cada vez menos pronunciados. Esto refleja esfuerzos locales y nacionales combinados, tanto en negociación como en el uso estratégico de la fuerza pública. En pocas palabras, Medellín conoce la ruta de su éxito.
Por eso preocupa enormemente que la postura del alcalde Gutiérrez sea tan adversa a la mesa de diálogo. Más aún, considerando que él será el principal beneficiario de cualquier reducción en la violencia. Pero también porque la posibilidad de construir un Medellín sin las instituciones informales que el crimen organizado ha instaurado debería ser un objetivo compartido por cualquier mandatario
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