Por: Guillermo Linero Montes
Cuando una población da vida a un ejército, lo hace siguiendo un principio elemental: asegurar la protección de cada uno de sus miembros. No obstante, un ejército no es necesariamente un conglomerado de personajes agresivos dispuestos a matarse contra otros –como lo fueron las invasiones mongolas en oriente y las guerras mundiales en occidente- sino una suma de cohabitantes dispuestos individualmente no sólo para defenderse de los otros con armas y escudos, sino además “para salvar al gato” que, siendo una acción sin complejidades letales en su ejecución, es de muy alto valor humanista.
Los ejércitos, como fuerzas de paz pertenecientes a sociedades delimitadas políticamente –o lo que es igual, en paz consigo mismas y con las sociedades vecinas- son fuerzas que construyen, no fuerzas que destruyen. Nada es más satisfactorio que ver a un conglomerado de militares iguales a un montón de hormigas… (hormigas que juntan sus extremidades en una suerte de “tejido social de protección” y con sus propios cuerpos construyen un puente provisional sobre un hilo de agua)… llegando a una región apartada o en calamidad, en cumplimiento de tareas que pueden llevarse a cabo con efectividad si existe un equipo numeroso de personas preparadas. Un equipo semejante a las llamadas brigadas de asistencia social de los ejércitos: soldados que reparan zapatos, limpian solares, abren caminos, hacen cortes de pelo, vacunan animales y prestan, entre otros varios servicios, asistencias de salud básica.
Los ejércitos que inculcan la disciplina unipersonal, el orden social y el amor a la libertad, facilitan que el contrato social se convierta en un ameno juego de sana convivencia y de expresiones culturales, y no un campo de rapiña donde se aplica, haya o no constituciones o reglamentaciones, la ley del más fuerte. En Colombia, por ejemplo, donde rigen varios ejércitos, así como hay dominio territorial de nuestro ejército regular, también hay en muchos municipios dominio territorial de ejércitos irregulares, que dicen, unos y otros, haberse fundado por causa de la inseguridad del país, o más exactamente, en el miedo a cohabitantes que están dispuestos a dañarles sus economías y a cuestionarles sus criterios políticos.
Los ejércitos se necesitarán siempre en aquellas labores donde es requerida una fuerza grupal al servicio benévolo de la sociedad, una fuerza adiestrada en la construcción y no en la destrucción. Tal vez haya que reinterpretar lo establecido en los cánones de derecho internacional, acerca de que “una guerra sólo es justa cuando ha sido motivada por una causa justa y necesaria” y pensar mejor, partiendo de que toda guerra es injusta, en esta otra premisa: “un ejército sólo es justo cuando ha sido motivado por una causa justa y necesaria, como “salvar al gato” o prestar servicios sociales a una población lejana o en calamidad”.
Los ejércitos con vocación de guerreristas, los no constructores, fueron forjados por un hecho elemental: el miedo de algunos poderosos a enfrentar a quienes con violencia afectaban su política –los modos y maneras de vivir- y afectaban su economía –sus posibilidades de producir y subsistir- y, especialmente, el temor a perder el derecho a ser dueños de sus tierras. De hecho, en respuesta a esos eventos de miedo y tensión -los ocurridos en la etapa primigenia de la civilización -cuando ignorábamos que la educación en valores podría evitarlos- empezaron a configurarse los primeros grupos armados y, en consecuencia lógica, comenzaron por parejo los enfrentamientos entre ellos: las llamadas guerras.
Aunque así no lo comprenda el derecho internacional, las guerras no comenzaron como batallas entre estados por cuestiones de dominio territorial, sino al interior de los mismos grupos sociales organizados y, vaya qué cosa, como refriegas entre simples individuos.
Aquellos grupos de población, temerarios por haberse establecido a la topa tolondra, estaban muy ligados a los medios de la violencia; es decir, a la aplicación de políticas diversas -las de cada quien- y a la imposición de economías muy inequitativas por cuenta de estar basadas en la ley del más fuerte.
Por eso, muchas personas –aun opuestas a Heráclito, para quien la contrariedad y la discordia eran el origen de todo el mundo- piensan que los ejércitos y las guerras son de nunca acabar; pues según ellos la naturaleza humana nos conduce indefectiblemente a la rivalidad entre individuos de la misma especie y de la misma tribu, e incluso –esta vez sí plegados al filósofo de “la unidad de los opuestos”- ven en el desarrollo armamentístico la mejor fórmula de evolución social.
Lo cierto es que las guerras ocurridas al interior de los pueblos con auto determinación, las llamadas guerras civiles, no ocurren en los estados donde hay claridad acerca de quiénes son los verdaderos dueños de las tierras y no ocurren, especialmente, porque existe una irrestricta política que los unifica: el respeto a la vida y a la equidad social.
De hecho, contra los delincuentes, contra los violentos y contra la misma guerra, la humanidad -paralelamente a los modos de la barbarie, que consiste en evitar ser víctimas haciendo lo mismo que los victimarios, digámoslo así, creando “frentes de seguridad”- ha desarrollado un conjunto de valores que extinguen la guerra. Me refiero, a la educación académica, cívica y espiritual; me refiero a los avances tecnológicos y filosóficos, a la formación intelectual y humanística, y me refiero a la construcción de estéticas, al reconocimiento de las expresiones culturales y artísticas de los pueblos, o lo que es igual, me refiero a la construcción de un tejido social de protección: no empuñar las armas como los brutales, sino juntar las manos como las hormigas.
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