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Joe Broderick: el sacerdote australiano que llegó a Colombia buscando el rastro de Camilo Torres

Por: Iván Gallo - Editor de Contenidos


Foto tomada de: Radio Nacional


Joe Broderick se ríe cuando la gente le pregunta sobre su amistad con Camilo Torres. El biógrafo más notable que tiene el cura guerrillero jamás lo conoció personalmente. Esto fue lo mejor, piensa Joe, por eso tuvo la distancia requerida para que su libro no se convirtiera en una hagiografía, en la vida de un santo.


La primera vez que escuchó hablar de Camilo fue en Melbourne, el lugar donde nació. Había regresado de un largo viaje que lo llevó desde Karachi, en Pakistán, hasta Santo Domingo pasando por las barriadas de Lima, acompañando, como secretario personal, a un Nuncio apostólico. En 1966, a sus 31 años, este joven sacerdote australiano había vuelto a la casa paterna, un lugar amplio, que tenía abetos en el jardín y canchas de tenis, comprado por su papá a principios de esa década gracias a su negocio, la venta de comida para animales. Camilo acababa de morir abatido por el ejército en el área rural del municipio de San Vicente del Chucurri en Santander. La noticia la escuchó por radio. Le interesó saber más de ese niño bien, hijo de Calixto Torres, el primer pediatra que había tenido Colombia, y de una mujer tan cosmopolita como Isabel Restrepo.


Camilo estaba lejos de ser un curita loco que se había metido de guerrillero afiebrado por la teología de la liberación. Era un intelectual, un sociólogo. La pregunta que rondó a Broderick fue ¿Cómo se pudo haber metido en esta aventura quijotesca, suicida? Inquieto volvió a Latinoamérica. Se fue primero a Cuernavaca, a un monasterio en un monte, al lado de un obispo de pensamiento libre que lo miró a los ojos y le dijo que buscara su camino, que no confundiera el amor a ayudar a los demás con el amor a Cristo. Así que emprendió la aventura. Recorrió el continente hasta que llegó, en un barquito que surcaba el Magdalena, a Bogotá.


El mito de Camilo se agitaba en el mundo y hervía en Colombia. Los estudiantes de la Nacional, poseídos por el espíritu de la revolución, flipaban con el ELN. Admiraban no sólo a Camilo sino a su creador, Fabio Vásquez. Vásquez se hacía llamar con el alias de Alejandro, por eso de parecerse, según él, a Alejandro Magno. Así que las universitarias bautizaban a sus hijos con el nombre de Alejandro o Alejandra. Desconocían el carácter despótico, la paranoia que lo impulsaba a fusilar a todos los que supieran más que él, a todos los que constituyeran una amenaza para imponer su autoridad. Nada de eso sabían de Vásquez ni de su régimen dentro del ELN. Era inevitable que Broderick no terminara empapado de Camilo.


En Sasaima conocería al grupo de sacerdotes que le cambió la vida. Se hacían llamar Golconda, por el nombre de la finca donde se reunían. En un principio su objetivo era estudiar y profundizar la encíclica Populorum Progresum que en 1967 había publicado el papa Pablo VI. Con el tiempo fueron conocidos como Los curas rojos y se fueron radicalizando hasta el punto que varios de sus integrantes, como Domingo Laín o Manuel Pérez, terminaron siendo comandantes en el ELN.


Walter Joe Broderick tenía un alma demasiado libre como para abrazarse a un dogma. En 1969 viajó a México. Se quedó en la casa de Iván Illich, un célebre revolucionario, un pensador de izquierdas hoy parcialmente olvidado. Allí también estaba hospedado un editor de New York bastante conocido en ese tiempo, Walter Bradbury. Representaba al sello Doubleday que estaba esperando encontrar un escritor que se le midiera a la biografía de Camilo Torres. En esos años convulsos los jóvenes en Estados Unidos y en Europa esperaban leer la historia del nuevo Salvador. Broderick dudó pero Illich le aconsejó sentarse a escribir el libro “Vas de un lado a otro, tu vida está vacía, es hora de ponerle un objetivo”.


Duró cinco años escribiéndolo. Habló con todas las fuentes que pudo, incluso con los soldados que mataron en la fallida emboscada a Camilo. Uno de ellos le contó que los uniformados iban caminando cuando vieron un plátano en el suelo. Tenían hambre, le pidieron permiso al oficial al mando para recogerlo cuando sintió “la quemazón”. La guerrilla del ELN los había emboscado. La confrontación duró tres cuartos de hora. Cuando fueron a reconocer los muertos vieron a uno que no se parecía al resto. Era alto y blanco, tenía sus años y una barba incipiente. Al esculcarle los bolsillos descubrieron una pipa, tabaco, una carta en inglés y otra en español que iba dirigida a su mamá, Isabel Restrepo. Era Camilo. El general Álvaro Valencia Tovar, que comandaba la operación, le describió en un croquis a Broderick cómo habían ocurrido los hechos. Habló con estudiantes de la Nacional, con los compañeros del sacerdote en la ESAP, con su media hermana quien le dio incluso un diario en donde relataba el momento en el que Camilo Torres llegó al mundo. Habló con todos menos con el ELN.

Si, el ejército desconfiaba de él. Incluso le pusieron un espía del DAS que le seguía los pasos. Era común verlo leer el periódico mientras, con disimulo, escuchaba las conversaciones de Broderick en un café en el centro de Bogotá. Pero era peor la desconfianza del ELN. ¿Qué hacía ese gringo preguntando por Camilo Torres? ¿Era de la CIA? Muchos años después supo que incluso intentaron matarlo.


El libro fue un suceso y cincuenta años después lo sigue siendo. Ya lleva 10 ediciones. Se vende bien en Argentina y Chile. A sus 89 años Walter Broderick se siente justificado al ver que son cada vez más los jóvenes que le piden una foto. Con el tiempo aceptó hacer otra biografía de un insurgente, Manuel Pérez. Al contrario de Camilo este personaje no lo movía. Pero las finanzas estaban mal y aceptó. Ahora cree que el Guerrillero invisible, nombre que le puso a esta biografía, es el mejor de sus libros. Broderick ha vivido como ha querido. Es un anarquista, un tipo al que su dios no es Marx sino James Joyce. Sus cursos sobre el Ulises son uno de los sucesos de alta estima en la Candelaria. Se mantiene erguido y claro, y con un sentido del humor que raya en lo diabólico. Gracias a este australiano el mito de Camilo Torres se convirtió en algo eterno.

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