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La democracia de los ignorantes

Por: Guillermo Linero Montes

Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda



En las recientes elecciones regionales la democracia funcionó plenamente, todos los puestos de votación a nivel nacional tuvieron facilidades de acceso y seguridad. Los hechos de terrorismo, a los cuales estábamos acostumbrados en tiempos de elecciones, no pasaron de ser escaramuzas; pues, al parecer, esta vez no estuvieron comprometidas fuerzas oscuras y sólo se trató de enfrentamientos entre civiles no armados. Las llamadas disidencias y las bandas criminales guardaron prudencia, y podríamos interpretar en esta conducta su interés por plegarse al proceso de paz en curso, que de seguir las pautas del gobierno de Gustavo Petro, y sorteado el error del ELN que secuestró al padre de Luis Díaz, más temprano que tarde será total.


También la compra de votos fue por primera vez menguada y las libertades para que los candidatos presentaran sus propuestas fueron respetadas y plurales. Igual los medios de comunicación tradicionales o de la oposición, y los nuevos comunicadores de las redes sociales, pudieron realizar sus cubrimientos con holgura y seguridad (ya no son los periodistas los perseguidos, y por el contrario muchos de ellos hoy ejercen la criminalidad con su mediana pluma y sus falsas noticias).


No obstante, aún con menos trampas y con menos compra de votos, aun sin masivos constreñimientos a los electores, todavía son demasiado los ganadores que hacen parte de “los mismos de siempre”, de las tendencias ideológicas excluyentes y de los partidos que consuetudinariamente han estado del lado de la corrupción. Todavía ocupan espacio político los cómplices de las perversas administraciones anteriores, y los representantes de una sociedad de élite de aporofóbicos, a quienes les fascina la opresión y la inequidad; en fin, todavía son muchos los promotores de un “narco-estado” y de un “ambiente traqueto” que privilegia la cultura sin ton ni son en la que reina la autodenominada “gente de bien” con sus títulos universitarios –pues la esclavitud de los otros les ha financiado los altos costos necesarios para estudiar–, pero sin moral ni ética.


Empero, ¿quién se atreve a decir que en esta última contienda electoral no funcionó el mecanismo democrático? La realidad historiográfica lo explica muy bien: desde cuando las democracias se instauraron en la antigüedad, lo primero que observaron sus proponentes filósofos fue cómo en ella, paradójicamente, no podía participar la población completa, el demos, por causa de una fuerte y sencilla razón: en la democracia el único voto que funciona es el voto de opinión.


De tal suerte, si los electores no tienen la formación intelectual básica que les garantice la autónoma elaboración de criterios, antes que contribuir a la democracia con sus votos, afectan y pervierten su mecanismo natural. No es difícil imaginar, lo que incluso en la historia se ha experimentado como real, a un pueblo sumido en desgracia eligiendo una y otra vez como administradores de sus virtudes y de las riquezas de su tierra a un instruido inmoral. A un astuto –que no a un inteligente– aferrado a la malas costumbres porque no ve más allá de su placer: comprobar cuánto privilegio tiene sobre los otros, como el pastor que cuida sus fieles ovejas, no por amor a la naturaleza, sino porque las va a esquilar y a engullir.


Por ello, (porque las ovejas no pueden aspirar a ser pastores) en los inicios de la democracia no participaron de su estructura todas las personas. Les fue vedado el voto a los esclavos –por carecer de la educación cívica necesaria para opinar–, no podían participar los extranjeros –pues desconocían los hitos y preceptos cognitivos de la educación cívica raizal– y tampoco participaban las mujeres a quienes, por estar conminadas al cuidado de los hijos y del hogar, les negaron la educación y las excluyeron de este modelo de organización política por más de veinticinco siglos.


Pero, si la democracia ha funcionado bien con esa estructura, cualquiera podría concluir que la democracia no sirve para discriminar entre el bien y el mal, ni entre lo justo e injusto. La democracia proporciona iguales oportunidades para alcanzar el poder, tanto a los corruptos (el expresidente Duque es ejemplo de estos), como a los no corruptos (este gobierno es ejemplo de estos); tanto a los malévolos (el presidente de El salvador, por ejemplo, ataca el mal haciendo mal) como a los benévolos (el presidente de Colombia, por ejemplo, frente a las políticas de la muerte privilegia las estrategias para respetar la vida).


Una de las pruebas de que la democracia no está funcionando, o no existe, es cuando los gobernantes actúan y piensan siempre en favor de sí mismos –distinto al pueblo que los eligió– o cuando el pueblo actúa y piensa –no importando si contra sí mismo– plegado al deseo de sus amos o patrones, como lo vimos en las últimas elecciones.


En tal suerte, la realidad es que si un Estado anhela seriamente tener una democracia perfecta (donde rija el bien y lo justo) deberá ocuparse precisamente de su principio intrínseco: en la democracia el único voto que funciona es el voto de opinión. Es decir, los votos de cuantos ciudadanos hayan adquirido formación cognitiva (que consiste en receptar informaciones suministradas por los programas de educación) y hayan recibido oportunidades para su correcto desarrollo intelectual (que consiste en pensar por sí mismos).


En Colombia, al abolirse la esclavitud, los esclavos libres pudieron votar; pero, justamente por cuenta de la tabula rasa de la democracia (estar educado para opinar y poder votar), empezaron haciéndolo por quien les señalaba su antiguo amo o su nuevo patrón. Hoy no existen aquellos esclavos por los que abogó Bolívar, pero los ha reemplazado una población más amplia, los pobres. La esclavitud moderna –que, según la ONU, en el siglo XXI sobrepasa en el mundo los 1.650 millones de habitantes, casi todos por cuenta del sector privado– está legitimada por la sola ignorancia, que no discrimina razas ni géneros, sino a quienes carecen de recursos económicos y cuentan apenas con la denominada “fuerza de trabajo”.


Por fin, para las nuevas generaciones, ya se acabó el tiempo de las esclavitudes, ya no se trata de “trabajar, trabajar y trabajar” sino el tiempo de “estudiar, trabajar y descansar”. Si queremos que nuestra democracia no siga siendo la que imponen los ignorantes y los malvados, sólo desde un contexto como el ofrecido por el presidente Petro –acaba de publicarse por fin un decreto que asegura la educación universitaria gratuita– es como puede alcanzarse la perfección de la democracia: un espacio de acción cívica, donde la ciudadanía no actúe como rebaño de un pastor indolente, sino como pastor de sí mismo, guiado por sus propias reflexiones, basadas en su formación educativa, en su intelectualidad y, especialmente, basadas en su moral, en su ética y en su civismo.


*Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.




 

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